Blogia

Vengo del corazón a mis trabajos

El retorno del grillo verde

El retorno del grillo verde

 


Después de mucho tiempo he vuelto a ver a la Rendidora Sabelotodo, ya no tan escuálida como antes pero sí flaquísima y más larga, el suelo le queda cada vez más lejos.
Entró a casa de su abuela casi sin ruido –extraño en ella– dando abrazos y besos a todos: cuando me abrazó me dijo mi nombre en una pronunciación musical, y la apretujé contra mí con temor de triturarle su cuerpecillo de grillo alargado y verde.
Me consolé un poco de su ausencia cuando vi que su sonrisa sigue siendo la misma, ésa que aún se mantiene luminosa en el álbum en que guardo todos sus rostros, y que hace pensar que la vida no es tan corta como algunos se empeñan en pregonar, y que la niñez seguirá siendo ese paraíso al que todos de algún modo estamos regresando continuamente. Yamira ya ha dejado atrás su creencia de que las lámparas del alumbrado público son muchas lunas, que se apagan y encienden con un interruptor desde el cielo, pero sigue aferrada en su papel de madre de sus primos: cuidados, cariños y regaños componen ese catálogo signado de memoria.
Le pregunté sobre la escuela, sobre su vida en el lugar donde ahora vive, sobre sus nuevos amigos; todas esas cuestiones y otras más las contestó con su voz inconfundible, casi chillante, pero no exenta de un matiz dulzón y alegórico.
Yamira, sin dejar de ser el huracán que siempre ha sido, estuvo ahí, corrió, rió, habló, jugó, nos miró, coqueteó, se acomodó innumerables veces su cabello corto ahora alargado por una trenza verdosa que le cruza la cara cuando la agita de un lado a otro.
Lo que sigue conservando –a contracorriente de algunas cosas que ya se han ido– es aquella manía de hablar a borbotones, sin pausas, en momentos pareciera que va a asfixiarse de tanta palabra que desenvaina para un lado y para otro; la Rendidora, para satisfacción mía y de quienes la extrañamos a montones, no ha dejado de ser ella, no ha cambiado un ápice, ni siquiera su silueta ha abandonado esa pose de garza que se sostiene impávida con un solo pie por horas.


Y una vez más y como casi siempre, antes de partir me dejó una lección, que resumo con esta frase de una canción de Silvio: «Un diminuto inmenso instante en el vivir… y nada más».

 

Domingueras

Domingueras




Hace algunos días leí en el periódico la siguiente noticia: “Zapopan desaparecerá el zoológico Villa Fantasía”. De inmediato lamenté el hecho sin hacer caso a los motivos que respondían a tal determinación.


Están a punto de arrancar un bastión de nuestras querencias de niños –digo nuestras porque esto me incumbe–. Cuando era chico, mi padre nos llevaba a mis hermanos y a mí casi cada domingo a ese parque, que quedaba como a 20 minutos de casa, yendo a pie. En ese parque, después de recorrer –todos los domingos lo hacíamos, aunque en ocasiones seguíamos itinerarios diferentes– las jaulas de todos los animales –frente a los changos se nos iba la mayor parte del tiempo–, nos divertíamos en las resbaladillas, en la licuadora, en el caracol-túnel de metal, trepando los aros olímpicos, y en menor proporción en los columpios, sobre todo yo.


Al final del zoológico se alza un pequeño auditorio donde, a las seis de la tarde, daba comienzo un espectáculo –ignoro si aún se realiza– que presentaba por igual a un grupo folclórico de danza, a algún mariachi –recuerdo que todos los integrantes tenían una panza pronunciada, excepto el de la voz–, a payasos-magos a los que les temía por sus risotadas descomunales; también, alguna vez, presenciamos una obra de teatro, cuyo argumento y fin no entendí porque durante casi todo el tiempo de la representación estuve bostezando, sólo me limité a reír cuando alguno de los actores decía algún chiste desperdigado entre los diálogos; y recuerdo –vaya memoria ésta que me sorprende en ratos por su lucidez, por traer un hecho ido y casi borrado– que ahí acuñamos un apodo de una de mis hermanas menores, la llamamos Pinziticutli –así se titulaba una pieza dancística que ejecutó un grupo compuesto de dos mujeres y cuatro hombres. ¿Por qué llamamos a mi hermana de ese modo por mucho tiempo? Porque en esa danza hubo un momento prolongado en que una mujer hizo un solo, y la bailarina estaba un poco narigona, y esto la hacía asemejarse a mi hermana. Esto del apodo lo he contado a varios interlocutores y todos, sin excepción, han dicho que no tiene sentido ni suena cómico; a nosotros nos parecía lo contrario.


Las paletas de hielo, de agua, de arroz o jamaica, de a cincuenta centavos, medianas, era la única golosina que podíamos comprar, pero aquel gusto lo guardábamos para cuando, cansados de los juegos, buscábamos un pedazo de barda para sentarnos a la sombra de un pirul. Recuerdo –en este preciso momento en que escribo me vino a la mente– que en una ocasión una niña me regaló su paleta porque la mía, tras tropezar con un tipo que iba a toda prisa, acabó en el suelo, llena de tierra, y pisoteada un momento después por un niño que había pasado corriendo. Ni tiempo me dio de llorar. Después de dármela, ella fue al carrito a comprar otra, pude ver que traía varias monedas de a peso.


Retornábamos a casa cuando las sombras comenzaban a poblar las jaulas y aquel señor escuálido recorría el parque gritando que en 10 minutos más se cerrarían las puertas.


En ese pequeño zoológico supe, aunque lo entendería mucho tiempo después, que un animal enjaulado es un animal triste, condenado a dar un espectáculo que nada tiene que ver con su belleza o con los temores que pueda provocar en quienes lo ven. Su reclusión obedece a otra cuestión que, dado el caso, abordaré en otro momento. El asunto es que en Villa Fantasía pasamos muchas tardes de domingo de nuestra niñez, sin más pretensiones que ver y correr y divertirnos, pues para todo eso alcanzaba.




Aulaguna

Aulaguna




Antier cayó un chubasco en la ciudad.
A esas horas estaba en la escuela, en una clase de literatura hispanoamericana.
La voz siempre chillante del maestro contrastaba con la lluvia de afuera.
Por momentos me concentré más en el agua que en el tema de las vanguardias de las que hablaba este personaje –de esos infumables, como los llama José–.
Hubo un instante en que quise estar bajo esa lluvia, a mitad del jardín de los filósofos fumadores de hierba: mirar de cara al cielo y abrir la boca.
Vi a través de las ventanillas a algunos que corrían por los pasillos; tras de eso se escuchó un golpe seco y en seguida carcajadas: alguien resbaló y fue a dar al suelo.
En esas estaba cuando recordé una canción cuyo ritmo imité con mis pies: en el primer contacto salpiqué ¡agua!: se había filtrado por un resquicio y el salón era ya una laguna donde las bancas y el escritorio flotaban sin más remos que nuestros brazos.
La lluvia, al fin, y a su modo, me alcanzó, y eso bastó para dejar por un momento aquella clase de literatura.
¡Uff!, el agua que viene a salvarnos también, como el amor según Aute –él dice que «hay algunos que dicen»–, es producto de un milagro.

 (Este comentario pretendía subirlo ayer, pero por cuestiones cibernéticas no me fue posible. Más tarde agrego el que ya había ideado para hoy)

 

Una tragedia desmemoriosa

Una tragedia desmemoriosa




Él necesitaba que le enviaran un documento que contenía información importante. La mujer que lo ayudaría ya había salido de su casa al trabajo. Entonces, él le preguntó si tendría lo que necesitaba en su oficina. La mujer dudó un momento, al fin contestó que no, que tal vez estaría guardado en la computadora de su casa. Pero también quizá lo traía en un dispositivo electrónico, aunque luego dudó si traía consigo dicho dispositivo, en su bolsa de mano; más aún, se preguntó si había echado su bolsa al auto antes de salir; en ese momento recordó que el coche lo había vendido dos años atrás y se dio cuenta que viajaba en camión, ni siquiera sabía hacia dónde se dirigía pues tres días antes la habían despedido. El hombre que requería el documento se sumió en un horizonte nebuloso, la miró un instante a los ojos, ella sólo sonrió y él acabó por besarla en los labios. Al cabo de un rato, el hombre se alejó y ya no la vio más y ella recordó que esa historia la había vivido ya, sólo que no pudo precisar si ella era la que se alejaba o era él....

 

«La memoria nos cambia de lugares sin movernos de nuestros sitios»

Ulalume González de León, «Plagios» 

 

De homo sapiens a homo videns

De homo sapiens a homo videns




De homo sapiens, los hombres nos hemos convertido en homo videns –término acuñado por el teórico italiano Giovanni Sartori–. Hoy la imagen es lo que cuenta, es la punta del conocimiento, casi el todo a partir del cual ha de entenderse lo venidero, sea cual sea la situación. Si lo que se expone se acompaña de una imagen, llegará más hondo, calará en mayor número de personas. Incluso, esa frase «lo vi en la tele» –por valerme de un ejemplo entre cientos– utilizada para validar lo que se comenta ante un amigo o en franca charla con compañeros de trabajo o escuela, se ha vuelto un lugar común. Lo que se ve es lo que cuenta; la validez está dada por la imagen, ya no por la lectura, ya no por lo que se lee y deduce a partir de eso –y no se trata aquí de desacreditar la imagen que, por otro lado, tiene sus beneficios.


La lectura es hoy una afición devaluada, un hábito olvidado por la mayoría. Si se viaja en tren o en camión y se va leyendo, los demás pasajeros lo miran a uno con una especie de extrañeza, que se acaba pensando si los aficionados a los libros somos seres de otro planeta. Leer –recurriendo a un lugar común y devaluado– no está de moda. Nunca ha estado de moda. Y si, por descuido, algún día lo estuvo, pasó con más pena que gloria por esos anales de lo vigente. La lectura es un mal endémico, un virus que se busca erradicarlo por todos los medios. Algunos han vaticinado que los libros algún día serán objetos de culto, que serán sustituidos por aparatos electrónicos en los que ya no será necesario leer página tras página, renglón tras reglón, palabra por palabra; sino que el mensaje ha de ser descodificado por un circuito y transmitido en su totalidad al cerebro por medio de descargas. ¿Se trata esto de una visión Kubrickiana? En ese sentido yo preferiría una visión Kusturiquiana, de alegoría festiva sobre lo que cada quien cree.


La lectura es, sobre todo, un acto imaginativo. Mucho se ha dicho que en nuestro país somos minoría los que leemos, los que todavía acudimos a las librerías en busca de algún título que nos ayude a llenar las horas de los días. Se sabe que la mayoría prefiere y cultiva otras aficiones, y que sólo leen, entran a una biblioteca o a una librería por cumplir una tarea, por obligación, por disposición de sus padres. Se excusa, para no leer, lo rápido de los tiempos: no hay tiempo para pensar, para armar pieza por pieza lo que se recibe, sino que el mensaje o conocimiento ha de venir bajo una sola envoltura, todo tiene que venir ya dado, es decir, sin necesidad de interpretaciones ni de poner en juego otras habilidades. Es por ello que se prefiere la imagen, porque simplifica lo elucubrado, lo complicado. Pero se olvida que en ese proceso de saber, de desentrañar lo que se lee –incluso lo que se ve–, hay un placer oculto, una aventura imposible de definir.

«Lo que se sabe es porque se ha leído»
(No recuerdo exactamente las palabras de don Quijote, pero esta frase resume aquella idea).

 

De lo infumable y otras ociosidades

De lo infumable y otras ociosidades

 



A veces ocurre que preferimos lo que sugiere a aquello que acaba por abrirse de par en par y no provoca mayor expectación, y mucho menos satisfacción; casi podría decirse que se vuelve repugnante….

También ocurre que durante todo el día andamos tarareando una canción que nos mueve algo, pero cuya letra no logramos aprender, ni siquiera el título podemos recordar y, sin embargo, no hay mejor manera de entender el mundo si no es a través de esa melodía….

En ocasiones, del mismo modo, ocurre que tras la lectura de un libro, si nos gustó, andamos recomendándolo a todo aquél con el que nos cruzamos; caso contrario, si por alguna razón no fue de nuestro agrado, también lo recomendamos, con la salvedad de que antes lo hacemos pedazos….

Y ocurre en otros momentos que pensamos que ya todo está dicho, o sobreentendido, o señalado, pero de un instante a otro nos damos en la cara porque resultó que ni nada estaba dicho ni sobreentendido ni señalado, y mucho menos concertado….

Lo que asimismo ocurre continuamente es que por días, meses o tiempo no contado, andamos a la búsqueda y caza de algo que consideramos importante, mas al cabo de conseguirlo le restamos importancia y lo dejamos de lado casi con violencia.…

A veces ocurre que nuestros mayores temores acaban convirtiéndose en nuestros mejores aliados: recuérdese aquello de “antes yo le tenía miedo a las arañas, ahora llevo una tarántula sobre mi hombro a todo lugar al que voy”….

Invariablemente ocurre que gritamos y manoteamos cuando algo se sale de lo pensado, cuando algún plan se viene abajo; pasado un rato, tras pensarlo mejor, concluimos que eso fue lo mejor que pudo haber ocurrido; la perspectiva del mundo sufre un inmenso giro si los huevos estrellados no lo son tanto porque la yema se rompe….

 

En familia

En familia




Al niño le habían dado algunas monedas. El sol calaba. Eran las 3:30 de la tarde, poco más. Se alejó del automóvil y fue al encuentro de su madre que, con bebé en brazos, venía de recorrer la fila de autos en espera del semáforo en verde. El pequeño, también la mujer de no más de 30 años, llevaban huaraches, los pies sucios, la ropa gastada y percudida; se les veía agotados, inútilmente vivos. La mujer –lo supuse– le preguntó cuánto le habían dado. El niño estiró el brazo y abrió la mano: vi brillar algunas monedas. En ese momento la mujer se percató que yo los estaba mirando; con insistencia. Pareció turbarse. El niño también le mostró a su mamá unos dulces que le habían dado junto con el dinero. Quitó la envoltura a uno y le ofreció a su hermano más pequeño. Éste lo rechazó. La mujer extendió su rebozo y cubrió la cabeza del pequeño, de donde manaba un vapor casi visible. La tela negra del chal los ocultó por un momento, como si se enconcharan en su capullo: habían bajado el telón, trazado con un gis imaginario la distancia entre ellos y nosotros, los demás, los transeúntes, los automovilistas, los que los vemos en todos los cruceros como si se tratara de otro tipo de señales viales. Esperaban, en familia, el cambio de luz en el semáforo. El niño corrió a otro auto, y luego al que estaba detrás, al siguiente, y… La mujer lo miraba deslizarse entre aquellas bestias metálicas y luego interpuso su brazo entre su cara y el sol, como si quisiera con eso apaciguarlo. El pequeño, pasado un momento, volvió y, de nuevo, estiró el brazo y abrió la mano: una vez más algo brillaba en su palma. La cerró y guardó aquello en una de las bolsas del suéter que la mujer llevaba debajo del rebozo. La mujer, con disimulo, trató de buscarme, quiso saber si yo seguía mirándolos –me había ocultado ya tras un letrero enorme de publicidad. Como si siguieran una rutina ya trazada, un guión aprendido, la mujer abrió su rebozo y guareció a los dos pequeños: parecía por momentos una mariposa negra cuyas alas contrastaban con el brillo metálico de aquel sol agobiante. El niño le dijo algo a su madre; ésta respondió y cuando le acariciaba la cabeza la luz del semáforo cambió. El pequeño, presuroso, se acercó a una ventanilla, enseguida a otra, siguió con el auto que le seguía y luego…

(Ayer mismo. 3:35 de la tarde. Crucero de las avenidas Cruz del Sur e Isla Raza, al sur de la ciudad).

Un nocaut

Un nocaut

 

¿Cuándo fue que comencé a leer cuentos? ¿Fue antes o después de leer el Diario de Ana Frank? O ¿por la misma época en que compré La vuelta al mundo en 80 días, con imágenes y letra grande, que Daniel acabó destruyendo?
Tras estas dos primeras novelas de las que guardo gratos recuerdos, siguió, de eso no tengo duda, Las aventuras de Tom Sawyer, caricatura que años después vería en la televisión. Pero, ¿y el cuento, cuándo irrumpió en mis afanes de lectura?


No podría precisar una fecha al respecto, ni tampoco el primer cuento que leí con conciencia de estar consumiendo literatura. Lo que sí puedo hacer es enumerar algunos textos que por más que acumule lecturas, no los podré dejar de lado nunca; bueno, mientras la desmemoria no se ahonde más de lo que ya ha ganado en mi cabeza.
Es casi seguro que no citaré todos, así que de antemano sé que esta lista resultará incompleta, cuando no bastante apocada –en número.
Imposible no traer a colación «Aura», que según los términos literarios es una novela corta; pero yo considero ese texto como un cuento largo. «La cena» de Alfonso Reyes, que según los críticos y no tan conocedores, fue la base del multialabado texto de Fuentes. «Ocaranza» y «Los viernes de Lautaro» de Jesús Gardea, un escritor chihuahuense fallecido hace cuatro años, cuya calidad no ha sido reconocida en su justa medida. «No oyes ladrar los perros», «Luvina», «Macario», «Diles que no me maten» –entre muchos otros–, de Juan Rulfo, el vendedor de llantas y fotógrafo del sur de Jalisco, con su páramo de personajes en retoño. «La noche boca arriba», «Continuidad de los parques» y «El perseguidor», de Cortázar –no recuerdo los títulos de otros que me han dejado con un sobresalto delicioso. «Los gallinazos sin plumas» del olvidadísimo y peruanísimo Julio Ramón Ribeyro, uno de los grandes ausentes del llamado boom latinoamericano. «Rojo y Blanco» y la serie de los Pierrots de Bernardo Couto, el considerado por muchos como el escritor maldito mexicano –a la usanza de los poetas malditos franceses. De Tenesse Williams «Algo de Tolstoi» me sorprendió por un momento y apesadumbró hacia el final. «El guardagujas», «En verdad os digo» y «El poderoso miligramo» del sureño Juan José Arreola, artesano de la ficción, hacedor de mundos, para los más, inconcebibles. «El escarabajo de oro» y «El retrato oval» del estadounidense Edgar Allan Poe, quien ha sido acusado, después de muerto, de asesino, de trata de blancas, drogadicto, y que, entre otras cosas, acusaba delirium tremens; todo ello, por cierto, no del todo cierto –casi me sale un trabalenguas. Del chiapaneco Eraclio Zepeda, un viejo bonachón siempre dispuesto a contar historias a viva voz, «Asalto nocturno» y «Vientoooo». De Ignacio Betancourt un cuento tan irreverente como divertido, «De cómo Guadalupe bajó a la montaña y otras cosas más». «El sentadito» de David Martín del Campo y «Tachas» de Efrén Hernández. El inolvidabe «El Rayo Macoy» de Rafael Ramírez Heredia, tamaulipeco de muchos mundos. Algunos más –por no recordar los títulos sólo escribiré autores– de Salvador Elizondo, Jorge Luis Borges, Luis Sepúlveda, Lovecraft, Augusto Monterroso, Juan García Ponce, Dr. Atl, Daniel Sada, Bárbara Jacobs, Max Aub, Gutiérrez Nájera, Beatriz Espejo, Godofredo Olivares, Sergio Ramírez, Juan Villoro, Ethel Krauze, Francisco Rojas González, y más y más y más autores…


El cuento, según Cortázar, por su estructura y dimensión, es como un nocaut en el box: cuando menos lo esperas te llega el golpe y acabas en la lona…


Una disputa de palabras

Una disputa de palabras




Las noticias de que mi hermana menor está embarazada y la novia del hermano de la Chica Azul y una estimada amiga que radica en Estados Unidos, casi llegaron al mismo tiempo. Y entonces, como en todos lados, sobrevino el debate sobre si sería niña o niño, en las que hay verdaderas querencias o sólo deseos como si más. Ya se sabe que en este país, la mayoría de los hombres optan por tener un hombrecito, un macho, para verse calcados en ellos. Incluso hubo un tiempo en que los papás renegaban cuando nacía una mujer, dando al traste con sus planes.


Volviendo a los tres embarazos, contra toda opinión y «señales» que las mujeres saben interpretar respecto a cuál será el sexo del pequeño, yo afirmé, desde tiempo antes de que a través de un eco se determinara qué serían, que los tres iban a ser niños. Y no fue por esa vanagloria de que yo sea hombre. La cuestión fue que, sin saberlo, había emprendido una lucha de todos contra uno, casi.


Las familias involucradas, los padres mismos involucrados, se solazaban diciendo que serían niñas. Incluso, la hermana mayor de la Chica Azul compró ropa para niña antes de saber si realmente sería mujer. El asunto es que las pruebas de eco han venido a medio confirmar mi aventurada opinión: dos bebés serán niños (los de aquí) y una niña, la de la amiga que vive en el extranjero.


Aún finiquitada la cuestión por las pruebas médicas, las mujeres, mostrando una actitud de empecinamiento, han dicho que ha habido pruebas que fallan; es decir, determinan el tipo de sexo, pero el nacimiento devela que era el contrario. En fin, he pensado yo, aferradas y malas perdedoras.


Al fin, y estas palabras sabias dieron cerrojazo final a esta polémica, alguien dijo que lo mejor es que el bebé nazca bien, con buena salud, fuerte. En esto he estado de acuerdo.


Esto lo comento porque hoy, en El País, se publicó una noticia que me dejó impresionado: a una mujer china le han detectado 30 agujas adentro de su cuerpo. Ella y su madre desconocían esto. Ha trascendido que sus abuelos, que querían un nieto varón y no una mujercita, intentaron asesinarla cuando apenas era una niña. La mujer ha vivido con las agujas dentro por casi 30 años. Incluso, uno de estos alfileres está incrustado en una región del cerebro donde sólo pudo ser introducido cuando los huesos estaban todavía blandos. ¡Qué abominable!


Las disputas sobre poder concebir un niño o niña, como toda disputa cuyo resultado está lejos de solucionarse por vía humana, deberían ser sólo eso, una discusión de palabras y nada más.




Del borracho y su mujer

Del borracho y su mujer

 


En el trayecto de una sola cuadra el hombre se golpeó la cabeza en dos ocasiones en el tubo que está en la parte superior de los asientos. El sonido hueco corrió por el pasillo. Con apuro, la mujer que iba a su lado trataba de protegerlo, interponiendo su mano entre el metal y la cabeza del tipo. El hombre aparentaba 50 años, la mujer poco menos.


De cuando en cuando el hombre abría los ojos, con mucha dificultad, y la miraba y le decía que lo dejara solo, que no necesitaba ayuda; su voz era apenas un aullido perceptible.


La mujer, renegando a los cuatro vientos y hablando con nadie al mismo tiempo –o con todos los que viajábamos en la unidad en aquel momento–, decía que eso se sacaba por andar cuidando al marido en sus borracheras, que lo iba a dejar en cuanto llegaran a su casa, que se iría con su hermana que vivía en Nogales.

El tipo, somnoliento y con la boca entreabierta de donde le escurría un hilillo de saliva, no la escuchaba. En un frenón brusco del camión el hombre se precipitó con toda su humanidad contra el tubo, y de la frente le brotó un poco de sangre; la mujer, ensimismada en su soliloquio sobre aquello de que ya no le aguantaría ni una más, no pudo impedir aquel crack seco de la cabeza con el metal.


El tipo, mecánicamente, se llevó la mano a la frente y se limpió aquella mancha roja como si se tratara de simple sudor; hizo una ligera mueca de dolor y chasqueó los dientes. Su camisa blanca, de mangas largas que remataban en mancuernillas, era ya un pedazo de tela de dos colores y le daba un aspecto de carnicero a mediodía.


La mujer explotó “Dios mío, mira nada más cómo te pusiste”, y el tipo, con marcada sonoridad le recordó malamente a su suegra, pero la mujer le espetó casi en la cara: “Respeta a los difuntos”.


Cuando iban a llegar a la esquina en que bajarían la mujer jaló del brazo al tipo, pero ni un centímetro lo pudo arrancar del asiento. El hombre se balanceaba conforme el camión se iba de un lado a otro. Con desesperación, ella le decía una y otra vez que ya iban a llegar, que por favor despertara un poco para bajarse. El tipo se negaba a abrir los ojos, y al poco rato de tanto estirón le replicó a la mujer que él se quedaría ahí, que si ella quería bajarse que lo hiciera, al fin que le había escuchado decir que se iría con su hermana a Nogales, entonces para qué se tendrían que bajar juntos…


A la mujer se le arrugó la frente, empezó a llorar, se levantó, timbró y bajó de la unidad…

(El sábado pasado, en la ruta 13, del Centro Histórico de Zapopan a la Consti-rock en la frontera con La Palmita).




Una de dos

Una de dos

 


Aquella mujer, la del súper –ayer mismo–, no era ni la sombra de lo que fue aquella en los pasillos y salones de la facultad hace algún tiempo.

La de ayer era una mujer endeble –más allá de su físico–, devastada, de cuyo semblante se han adueñado los desvelos y la fatiga que deja el cariño que se ha ido.
La de la escuela era una mujer que despedía vitalidad, que en cada clase nos daba más que una lección literaria: transmitía con llaneza su apego a la literatura, su más ferviente arraigo a la vida a través de lo escrito.
La del súper era una mujer que ha pasado, de puntillas y descalza, por sobre los alfileres del desconcierto, de la angustia que la ha acompañado en los últimos tiempos.
La de la facultad era una mujer cuya voz atemperada nos conducía por los vericuetos dulcísimos de la poesía y la narrativa de autores europeos, sobre todo, y siempre con pasión, con una querencia desmedida.
La que andaba ayer de compras era una mujer que, desorientada, no ha sabido hallar la única salida del laberinto de la tristeza: da una y otra vez con pasillos cerrados, con muros que apenas la ven se le echan encima.
La del salón de clases era una mujer que apuraba las palabras de sus alumnos en una sola dirección: la única forma de disfrutar la literatura es dejar que ésta hable, no que quien lea se dedique sólo a eso, a leer.
La de ayer era una mujer quebrada: sus adentros son ahora su capa, lo lamentable es que esos adentros están deshechos.
La de la facultad era una mujer siempre sincera y siempre sonrisa, y ella será la que prevalezca aún por encima de aquella que hoy camina como un fantasma revestido de nostalgia…

«Yo no le canto a la luna, porque alumbra nada más, le canto porque ella sabe, de mi largo caminar…»
Mercedes Sosa, «Luca tucumana»

 

La vuelta atrás

La vuelta atrás



A menudo me pasa que no quiero decir algo, y acabo diciéndolo. Pero no culmina ahí la cosa. Resulta que eso que dije implica consecuencias que algunas veces se me escapan de las manos –así como la palabra que no quería decir.

Si el asunto tuviera ahí su conclusión, no habría, no por decir lo menos, mayor problema que resolver. Pero tras lo dicho es difícil la vuelta atrás, retornar sobre los mismos pasos o simplemente sacarle la vuelta, no siempre es sencillo –y más teniendo en consideración que me cuesta trabajo pedir disculpas.

Aquí cabría otra consideración: ¿hasta qué punto uno puede volver a atrapar todas las palabras que dice?, ¿es posible desdecirse y que la cosa no pase a mayores? Me temo que la respuesta para estas dos preguntas se resume en una sola: lo que se dice cumple su cometido y éste no puede deshacerse.

Hace días le dije a la Chica Azul una frase que, en primera instancia, la pronuncié seguro de que estaba haciendo una broma. La reacción de ella me hizo comprender que ese tipo de cosas no pueden ser bromas, sino sólo actitudes o pronunciamientos de mal gusto.

La vuelta atrás me fue muy difícil, sobre todo porque en ese proceso me percaté de que me había equivocado –por esa común creencia de que todos piensan como uno–, y eso acabó por enojarme.

Las palabras son como espadas, lo dijo alguna vez alguien; pero lo importante quizás no es eso, sino que, como toda espada, está destinada a rasgar cualquier objeto, incluso cuerpos humanos. La vuelta atrás, de algún modo, remienda esa rasgadura.

 

Aguas turbias y quietas

Aguas turbias y quietas




La tarde-noche de ayer transcurrió en soliloquios: sobresalió el de la lluvia pertinaz y las miradas que de vez en cuando yo echaba por la ventana.

«Cuando mueres por alguien, y su pecho deja de latir, no se olvida por un instante los momentos que pasaron juntos…»

En la computadora me saltaba de las manos Mayahuel, una mujer dolorosamente dolida que acabó hecha pedazos por el ataque de una horda de astros enfurecidos.

Dos Leones acabaron vacías, no obstante el ambiente frío que se desplazó sin miramientos durante toda la tarde y más allá del territorio de la noche.

El Macho profundo acabó bocabajeado en la mesa del comedor, quedando a deber la descripción de la escena en tantas páginas cacareada.

«Go west» de Pet Shop Boys. Y aquellos días en que Depeche Mode nos abría paso a todo lugar al que íbamos.

El primer bonzo mexicano de la poesía me atrapó cuando iba en el 50-B, que jugaba carreritas con otro sobre Federalismo queriendo ambos ganarle el paso al tren eléctrico.

El profe hablaba sobre la primera vez que se utilizó el término sociolinguística mientras en el pasillo de la facultad un niño era perseguido por su papá; nunca lo alcanzó.

«¿Qué hace Yuri ahí?», fue la pregunta. «Ésa me gusta», fue la respuesta. Esto bien cabe en aquello de los placeres culposos, pero en los extremadamente culposos.

El Espigadito llamó al celular. Hablamos un buen rato sobre el fucho –como él le dice al futbol–, también sobre los días idos y las cosas que se pueden hacer en los días por venir.

El Coyul, mientras tanto, al tiempo que atendía su clase de ética y legislación de medios, dejó deslizar que si la chaparra le aguanta el genio se amarran el próximo año.

La jornada acabó viendo los pininos de una falsificadora profesional: el esmero y la terquedad quizás tengan pronto mayores beneficios.

La tarde-noche de ayer transcurrió sin más soliloquios que el de la lluvia y su intermitencia…

 






Malos olores

Malos olores




El tema de los malos olores es algo que no se acaba nunca, pues de estas aromáticas manifestaciones podemos encontrar en numerosos lugares. A saber: en el transporte urbano –el sitio más común–, lugares públicos como restaurantes, cines, pasillos comerciales, terminales de cualquier tipo de transporte, mercados, tianguis, y un sinnúmero de lugares imaginables e inimaginables.


Ahora, estos malos olores pueden ser producto de otras tantas variantes: agua estancada, desechos propios del ser humano vertidos en lugares impropios, comida echada a perder o contaminada, animales muertos dejados a su suerte, flores o plantas pisoteadas, etcétera.
A propósito de esto, ¿a quién no le ha pasado, al viajar en camión, que un olor no muy agradable –algunos de dudosa procedencia– flota en el ambiente?


Éstos, a su vez, también pueden tener su origen en amplias posibilidades: que la unidad de transporte no haya sido aseada en mucho tiempo –algo muy común–, algún viento que se cuela por la ventanilla abierta al pasar por un canal o fábricas que despiden fétidos aires, o en los mismos usuarios que, a su vez, también pueden ser producto de otras tantas variantes: falta de baño, falta de higiene bucal o nada de ungüentos bajo las axilas, la presencia de algún borracho o vagabundo, pies con profundo aroma nauseabundo, o que –perdonéseme lo siguiente– alguien se haya aventado un flato, un pedo, un pum, una pluma, o como se dice vulgarmente, un eructo por el trasero. Cosa, por otro lado, también bastante común.


A este respecto, recuerdo la anécdota de un amigo común del Chato y un servidor, que sabía leer las cartas pero temía morir víctima de sus propios vaticinios, de quien ni siquiera ya recuerdo el nombre. El asunto sucedió así: Él viaja en un minibús, junto a la puerta trasera; el camión iba atascado –como decimos acá en Guanatos– y como llovía, ventanillas y puertas iban cerradas herméticamente. En eso, alguien se echó un pedo tan oloroso, «tan putrefactamente oloroso» –así lo dijo nuestro chompa–, que él, a quien todavía le faltaban algunas 20 ó 30 cuadras para llegar a su destino, tuvo que echar mano del ingenio para sacar aquel aroma de la unidad: se dedicó por algunos minutos a aspirar fuertemente el pedo y abría la ventanilla para echarlo fuera. Es decir, él se lo «tragó» todo.

«Veamos. Un pedo es una emanación de gases, generalmente malolientes y cuyo sonido o voz, por hábito discorda en toda formal situación; como opinión no pedida podría también caracterizarse al susodicho cuesco»

«Sobre el pedo. Vicisitudes e implicaciones»
Ignacio Betancourt, Ajuste de cuentos



Una batalla acuosa

Una batalla acuosa

 

 

Aquel día en que Cirilo se fue las nubes amanecieron pegadas a las ventanas del departamento del cuarto piso. La noche anterior oímos que corrían por las azoteas del edificio en el que vivíamos, y en el de al lado; cuchicheaban, y de pronto detenían su carrera, mas al poco rato emprendían de nuevo una zancada endiablada. Aunque ya se sabe que una nube es ligera si no está cargada de agua, éstas lucían más o menos grises.


Esa mañana, nos hallábamos cercados. Incluso una, regordeta, había logrado escabullirse a la sala: lo hizo por el patio, dividiéndose en pequeños cuadros para atravesar la pared cuadriculada; era pequeña y sus ojos colgaban junto al foco apagado; después, se paseó por la cocina y fue a acostarse sobre el comedor. Polita se asomó por la ventana del estudio y me dijo que otras nubes andaban rondando las paredes; me asomé y las vi como plantas que se adhieren y van apoderándose de todo lo que tocan. Allá abajo, por calles y aceras iban y venían, dejando rastros húmedos, hilitos de agua que se abrían paso entre restos de periódicos y el empedrado, como si cada una trajera su propia lluvia dentro y la pariera sin ningún cuidado en todo lugar.


Polita cerró de pronto la claraboya del baño, dos pequeñas nubes forcejeaban, gritaban; querían entrar al departamento. Al fin, ella, con los ojos desesperanzados, soltó la claraboya y cerró tras de sí la puerta del baño; las nubes hicieron suyo ese cuarto. La que se hallaba tendida encima del cristal del comedor se deshacía patas abajo, en un reguero lento. Polita buscó en los cajones y alacenas algún trapo que sirviera de pronto para tapar la boca de esa nube y que no siguiera vomitando agua; al fin, de entre algunos cubiertos sacó un pedazo de tela –extraabsorbente decía la bolsa– y se abalanzó sobre la nube que no tuvo tiempo de hacerse a un lado. Las vi forcejear por un momento, en tanto ya se escuchaban golpes del otro lado de la puerta de madera del baño. Polita, concentrada, había logrado vencer a la nube; se alejó del comedor rumbo al lavadero del patio, a exprimir aquellos restos de nube.


El sol, sigiloso, se introducía poco a poco por las ventanas; las persianas corridas le deban paso seguro. Como sombras que caen de pronto, cuatro nubes descendieron de la azotea por las ventanas y se montaron sobre los fragmentos de sol que había en la sala del departamento. Todo se volvió oscuro de un momento a otro. Tuvo lugar una batalla descabellada, de la que salieron victoriosas las nubes, y el sol emprendió la retirada. Para cuando nos dimos cuenta, las nubes se habían desperdigado por todo el departamento. Caminábamos en agua. Las veíamos treparse a todos los muebles, brincar sobre una sola pata, rebotar en el techo. Momentos después ya se habían vuelto manchas oscuras con la ayuda de la noche.


Agotados, temerosos, las dejamos ahí y decidimos ir a descansar. Nos vimos obligados a sacar de la recámara unas cuantas, que se solazaban cuán largas eran sobre el colchón. Del otro lado de la puerta se oía que discutían, unas más jugaban cartas, otras se amaban, y también algunas pedían un espacio seco para tirarse panza arriba. Fue difícil, pero al fin pudimos dormir. Cuando desperté, Polita miraba por la ventana de la sala: las nubes se arrastraban en el edificio de enfrente queriendo entrar en una casa vecina. Pudimos ver que una mujer se movía desesperada tratando de impedirles el paso. Indiferente, corrí la persiana y salimos para ver a Cirilo que había regresado.

 

Miércoles… eternos miércoles

Miércoles… eternos miércoles

 



V

El miércoles viene y se instala con su cara de indolencia

Ando tambaleante, me recargo en sus paredes

Ando queriéndole tocar su indolencia; pero
el miércoles, lo descubrí, es intocable

En él todos los pasos pierden su hondura

Es invencible. Es invencible. Es invencible…

El miércoles no se duele a sí mismo. Me duele a mí... Nos duele

Si el miércoles no viniera arrastrando su indolencia ni tampoco
restallando sus pasos de tajo en tajo,
ya no andaría yo recargándome en sus paredes

–Cuando, agotado, le beso los labios al miércoles, estás allí–.


(Estos días de media semana no han perdido su aspecto de largos ratos e impersonales. Este poema pertenece a una serie titulada precisamente «Los miércoles», capítulo de un poemario en proceso de edición e impresión cuyo nombre será «En un día de éstos»)

 



El domingo pasado, en el Sacamecate

El domingo pasado, en el Sacamecate




En las primeras horas del día, el agave, con el rocío, semeja una criatura salida de las mismas entrañas de Mayahuel, la mujer endiosada de la región tequilera, símbolo de la fecundidad de la tierra, que al convertirse en maguey brindó a los mexicas los dones necesarios para sobrevivir porque también es madre de los cuatrocientos conejos, los cuatrocientos dioses de la embriaguez. Mayahuel deriva del mayahual –centro del maguey cercado por las pencas entrelazadas y se refiere a los brazos que florecen–.


Antes, entre las tres y las cuatro de la mañana se sucede una cadena de sonidos en las plantaciones de agave; se trata de un ruido semejante al de las palomitas cuando revientan en el horno de microondas: son las plantas de agave, de las que brotan nuevas pencas, que luego han de formar sus «hijuelos». Una sinfonía natural de arpegios al aire.


Del agave, por si cae por aquí algún lector ajeno a estas tierras, sale el «vino mezcal de tequila», como lo llamaron los primeros que lo produjeron en los primeros años del s. xix; el tequila, esa agua de miel destinada a los dioses que salpica de rocío y enciende las entrañas.

 

«Quiero 500»

«Quiero 500»




Se escucharon unos fuertes toquidos. La sobremesa se vio, por un instante, interrumpida. Don David la reanudó diciendo que para curársela había una receta infalible: «Antes de las once no hay que tomar nada; a las doce, hay que tomar una, y la una empinarse doce». Los toquidos de nuevo irrumpieron en el pasillo y se montaron sobre las carcajadas producto del chascarrillo de don David. Alguien entraba arrastrando los pies. Apareció una mujer de edad avanzada, sólo dos dientes le sobrevivían pendiendo apenas en su boca, llevaba un vestido azul de una pieza, floreado, viejo; la tela era ligera. Llevaba una pañoleta negra y un botecito en la mano; la mujer decía: «500», «quiero 500», «con 500 nada más».


Don David le ordenó a Israel que la atendiera y a la mujer que se retirara, que en un momento su hijo le llevaría lo que quería. La mujer no se movía. Seguía allí, a escaso metro y medio de la mesa donde habíamos estado charlando hacía más de dos horas en aquella cálida casa de Amatitán. Su voz era cascada, dura, que seguía tintineando instantes después de que guardaba silencio. «Quiero 500», «sólo de a 500», volvió a decir antes de hacerle caso a don David de retirarse a la puerta.


Al verla irse, de espaldas, me recordó a doña Panchita, aquella centenaria mujer que vendía dulces en la acera de enfrente de mi casa; ella hacía unos virotitos de canela sabrosísimos, dulces que siempre llegaba yo buscando en cuanto volvía de la escuela. Aunque la mujer no siempre los elaboraba, todos los días los buscábamos con desesperación. Doña Panchita murió hace algunos años, y aquella acera a partir de ahí lució terriblemente sola, abandonada, aparecía ante nuestros ojos como una parte extraña de la cuadra.


Israel salió donde la mujer y le entregó cuatro de «a 500», cuatro monedas amarillosas de 50 centavos, que la mujer echó en su bote y siguió su camino. «Todos los días viene», dijo don David, y se va contenta siempre.


Sí, así como los niños que atesoran como un gran tesoro dos o tres monedas de ínfimo valor. O como Quique, sobrino de la Chica Azul, que dice que tiene 3 pesos (3 por el ser el número de monedas) aunque tenga 5 (dos de a 2 y una de a peso) o 1.50 (3 de a 50 centavos); él tiene 3 pesos y no hay quien lo saque de ahí.

 

 

Reynaldo

Reynaldo

 

 

(sombreros 3)


En la tibia oscuridad únicamente alcanzaba a distinguir la silueta de su sombrero, de lado, detenido al fondo de las curvas que la barranca iba engullendo. El viento frío crispaba su rostro enjuto, de bigote ancho, entrecano, alargado contra los peñascos que nos iba dejando la sierra; pero el sombrero parecía no pertenecer a ese hombre que se enrollaba, encobijado, en una esquina de la camioneta. En la profundidad del barranco, colgando luces a lo lejos, pendiendo el cielo negruzco de la nada, el hombre por fin se retiró el sombrero y sus ojos, de tigre que mide todo movimiento, se encontraron con los míos: se recostó de lado, recogió sus piernas, y se perdió en su silencio. El sombrero quedó bajo la cobija, y ya, cuando atajábamos las últimas curvas del trayecto, el primer sol, atravesando la manta, lo iluminó del todo.

 

 

Ayer, en un café

Ayer, en un café




Por encima del periódico, su mirada invariablemente se perdía en un rincón. Unos cuantos pasos más allá, de una esquina descendía aquel jazz melancólico a ratos y relampagueante en otros movimientos.

Sus largas piernas, que terminaban en sandalias con adornos de colores pardos, se cruzaban y descruzaban cada cierto tiempo; y la mirada se sumergía y emergía mientras tanto.

La lluvia parecía un espectáculo sordo más allá de los gruesos cristales de la cafetería en aquel momento atestada de conversaciones y pies diligentes en busca de mesa.

La mujer, no rubia a fuerzas ni tampoco morena quedito, desde su atalaya, llevaba su pelo de un lado a otro, y su rostro por momentos, con la luz directa de las lámparas y matizada por aquel oleaje gris que se colaba de la calle, adquiría un semblante taciturno, apagado.

En un descuido el periódico se le fue de las manos y éstas tropezaron con el café; apurada, antes dio un rápido vistazo alrededor, recogió el pliego y enderezó el vaso térmico que no derramó el líquido.

Una vez más clavó sus ojos en aquel rincón; parecía seguir la música y extraviar la lectura, aunque también parecía esperar algo. Toda ella se dirigía a una concentrada erupción.

Al poco rato, mientras ella fingía leer, del rincón donde dejaba sus ojos salió un tipo que ni la miró ni se detuvo en su mesa, iba del brazo de una morena que sí le dedicó un desdén monumental, pero aquél ni pareció notarlo.

Segundos después la mujer largó el periódico y apuró su café; abandonó el lugar cuando el último solo de jazz se dispersaba por encima de las cabezas y salía a la lluvia cuando ella abrió la puerta.

La miré irse por la misma dirección que había tomado la pareja. Volví a mi lectura y le pedí a una de las dependientas que retrocediera la última pieza del disco que recién terminaba…