Aulaguna
Antier cayó un chubasco en la ciudad.
A esas horas estaba en la escuela, en una clase de literatura hispanoamericana.
La voz siempre chillante del maestro contrastaba con la lluvia de afuera.
Por momentos me concentré más en el agua que en el tema de las vanguardias de las que hablaba este personaje –de esos infumables, como los llama José–.
Hubo un instante en que quise estar bajo esa lluvia, a mitad del jardín de los filósofos fumadores de hierba: mirar de cara al cielo y abrir la boca.
Vi a través de las ventanillas a algunos que corrían por los pasillos; tras de eso se escuchó un golpe seco y en seguida carcajadas: alguien resbaló y fue a dar al suelo.
En esas estaba cuando recordé una canción cuyo ritmo imité con mis pies: en el primer contacto salpiqué ¡agua!: se había filtrado por un resquicio y el salón era ya una laguna donde las bancas y el escritorio flotaban sin más remos que nuestros brazos.
La lluvia, al fin, y a su modo, me alcanzó, y eso bastó para dejar por un momento aquella clase de literatura.
¡Uff!, el agua que viene a salvarnos también, como el amor según Aute –él dice que «hay algunos que dicen»–, es producto de un milagro.
(Este comentario pretendía subirlo ayer, pero por cuestiones cibernéticas no me fue posible. Más tarde agrego el que ya había ideado para hoy)
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