Domingueras
Hace algunos días leí en el periódico la siguiente noticia: “Zapopan desaparecerá el zoológico Villa Fantasía”. De inmediato lamenté el hecho sin hacer caso a los motivos que respondían a tal determinación.
Están a punto de arrancar un bastión de nuestras querencias de niños –digo nuestras porque esto me incumbe–. Cuando era chico, mi padre nos llevaba a mis hermanos y a mí casi cada domingo a ese parque, que quedaba como a 20 minutos de casa, yendo a pie. En ese parque, después de recorrer –todos los domingos lo hacíamos, aunque en ocasiones seguíamos itinerarios diferentes– las jaulas de todos los animales –frente a los changos se nos iba la mayor parte del tiempo–, nos divertíamos en las resbaladillas, en la licuadora, en el caracol-túnel de metal, trepando los aros olímpicos, y en menor proporción en los columpios, sobre todo yo.
Al final del zoológico se alza un pequeño auditorio donde, a las seis de la tarde, daba comienzo un espectáculo –ignoro si aún se realiza– que presentaba por igual a un grupo folclórico de danza, a algún mariachi –recuerdo que todos los integrantes tenían una panza pronunciada, excepto el de la voz–, a payasos-magos a los que les temía por sus risotadas descomunales; también, alguna vez, presenciamos una obra de teatro, cuyo argumento y fin no entendí porque durante casi todo el tiempo de la representación estuve bostezando, sólo me limité a reír cuando alguno de los actores decía algún chiste desperdigado entre los diálogos; y recuerdo –vaya memoria ésta que me sorprende en ratos por su lucidez, por traer un hecho ido y casi borrado– que ahí acuñamos un apodo de una de mis hermanas menores, la llamamos Pinziticutli –así se titulaba una pieza dancística que ejecutó un grupo compuesto de dos mujeres y cuatro hombres. ¿Por qué llamamos a mi hermana de ese modo por mucho tiempo? Porque en esa danza hubo un momento prolongado en que una mujer hizo un solo, y la bailarina estaba un poco narigona, y esto la hacía asemejarse a mi hermana. Esto del apodo lo he contado a varios interlocutores y todos, sin excepción, han dicho que no tiene sentido ni suena cómico; a nosotros nos parecía lo contrario.
Las paletas de hielo, de agua, de arroz o jamaica, de a cincuenta centavos, medianas, era la única golosina que podíamos comprar, pero aquel gusto lo guardábamos para cuando, cansados de los juegos, buscábamos un pedazo de barda para sentarnos a la sombra de un pirul. Recuerdo –en este preciso momento en que escribo me vino a la mente– que en una ocasión una niña me regaló su paleta porque la mía, tras tropezar con un tipo que iba a toda prisa, acabó en el suelo, llena de tierra, y pisoteada un momento después por un niño que había pasado corriendo. Ni tiempo me dio de llorar. Después de dármela, ella fue al carrito a comprar otra, pude ver que traía varias monedas de a peso.
Retornábamos a casa cuando las sombras comenzaban a poblar las jaulas y aquel señor escuálido recorría el parque gritando que en 10 minutos más se cerrarían las puertas.
En ese pequeño zoológico supe, aunque lo entendería mucho tiempo después, que un animal enjaulado es un animal triste, condenado a dar un espectáculo que nada tiene que ver con su belleza o con los temores que pueda provocar en quienes lo ven. Su reclusión obedece a otra cuestión que, dado el caso, abordaré en otro momento. El asunto es que en Villa Fantasía pasamos muchas tardes de domingo de nuestra niñez, sin más pretensiones que ver y correr y divertirnos, pues para todo eso alcanzaba.
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Pablo -