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Vengo del corazón a mis trabajos

Por ella

Por ella




El sábado, hacia mediodía, recibí una noticia lamentable, dolorida, que me entristeció durante el resto de ese día y los que han sucedido; es una tristeza que se abrillanta con los recuerdos, con las imágenes fugaces, con las palabras pronunciadas; es una tristeza que no se va no obstante conocer los pormenores del caso; más bien, quizá por esto, se ha ahondado todavía más.

Un día antes, el viernes, había muerto una amiga muy cercana de la Chica Azul, una mujer que tenía su misma edad –26 años–, que, como bien lo ha dicho siempre ella, a nadie podía caerle mal, más bien a todo mundo le simpatizaba por su festiva manera de ver la vida, por sus carcajadas contagiantes.

Solamente la vi en dos o tres ocasiones, y eso me bastó para conocerla, pues ella sabía abrirse a los demás, se daba en todo, siempre sonreía, y nunca ocultaba ni se guardaba nada, pero sabía decir las cosas con cautela, su trato franco armonizaba con el tono atrompetado de su voz y su cuerpo de nube cargada de lluvia.

Sagrario se llamaba, y la Chica Azul y sus demás amigas –Sheyla, Ziwi, Tere– la llamaban Chayo; tenía gustos musicales diversos, se había licenciado en mercadotecnia hace algún tiempo, había vivido por Guanajuato a unas cuadras del Panteón de Mezquitán, viajaba continuamente a Estados Unidos, le fascinaba asistir a charreadas, y la última vez que la vimos había organizado una carne asada en su casa; en aquella ocasión tenía el pie enyesado y llevaba muletas, y aún así no se aguantó las ganas de bailar dos o tres piezas rancheronas. También, en esa ocasión habíamos planeado hacer una reunión con asado en una casa de campo; obvio, nunca se concretó ese plan.

Las cosas últimamente le habían dado la espalda, y no supo sacarle la vuelta a esos inconvenientes –no pretendo juzgarla por ello; hoy su cuerpo está en una tumba del Panteón Guadalajara, cuya lápida habremos de cambiar para saberla viva, para invitarla a la próxima reunión con cervecitas y carne asada mientras el estéreo se arranca con una rola de Intocable, un grupo que le removía los adentros, y le inspiraba la cintura y accionaba el mecanismo de sus pies.

Hasta siempre, Sagrario; hasta siempre, Chayito.

«A dónde van las palabras que no se quedaron, a dónde van las miradas que un día partieron, acaso flotan eternas como prisioneras de un ventarrón, o se acurrucan entre las rendijas buscando calor, acaso ruedan sobre los cristales cual gotas de lluvia que quieren pasar, acaso nunca vuelven a ser algo, acaso se van, y a dónde van, a dónde van.»
Silvio Rodríguez, «A dónde van» en Mujeres

 

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Chica azul -

Gracias por recordarla