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Vengo del corazón a mis trabajos

Querencias

Andar en bici

Andar en bici



Gabriel Zaid tiene un libro titulado Cómo leer en bicicleta, en el que habla de distintos temas, menos de cómo leer en bicicleta. Aunque, si he de ser sincero, no creo que yo pudiera leer mientras pedaleo o voy esquivando bordos, machuelos y hoyos que abundan en nuestras calles.
Cuando era chico salíamos a la calle a «andar en bici»: rodeábamos la cuadra persiguiéndonos, íbamos a los campitos, al Cerro de la Cruz o jugábamos carreras hasta el Mercado Bola. En mi infancia y adolescencia nunca tuve una bici; siempre me las prestaban. Y, con lo ajeno, ya se sabe, siempre sucede algo:
La primera bici que pedalee –y, obvio, en la que me enseñé– no era mía, sino de un amigo que vivía a unas cuadras de mi casa y que iba al barrio a convivir todas las tardes; no recuerdo ahora su apodo –porque su nombre nunca lo supe–. Una vez que me había alejado algunas cuadras del barrio en esa bici, dos muchachos y una señora me detuvieron: la bici era de uno de ellos. Me la quitaron y regresé a pie.
Ya cuando sabía andar bien, recuerdo que en una ocasión decidimos jugar carreras hasta el Bola y de regreso: otro amigo –el Charro, le decíamos–, me prestó su bici; se la había traído el niño Dios de regalo. De regreso, en la esquina del barrio, el otro competidor –Ismael, que desde hace años vive en Estados Unidos– y yo íbamos parejos: la línea de meta la habíamos trazado a la mitad de la cuadra. Ismael ganó. Y el Charro ya nunca volvió a prestarme nada: su bici se desoldó del cuadro mientras yo estaba arriba, es decir, yo seguía pedaleando mientras el manubrio se había desprendido con todo y llanta delantera. Acabé todo raspado de las rodillas y los codos.
El Pecas, uno de mis hermanos mayores, había logrado comprarse una bici de lo que ganaba lavando carros. Un día, mi madre me mandó a comprar masa a la tortillería; el Pecas no estaba en casa y agarré su bici para hacer el mandado. De nuevo volví a pie. Me la robaron.
Ya estando en la Prepa, tuve mi primera baica: fui comprando las piezas hasta armarla. Resultó ser un armatoste bastante pesado por el tipo de piezas, toda negra, que, sin embargo, era la envidia de los cuates: todos querían subirse, les gustaba su apariencia; no era precisamente una bici tipo «swin», pero la forma del manubrio le daba un aire a ese género; en el barrio la bautizaron, después de pedalearla, como «swingadera». Muy en el fondo y por encima de la rabia, incluso a mí me causaba un tanto de risa la puntada.
Quizás para Navidad le regale una a la Chica Azul; y tal vez compre otra para mí.

(Para los que pasan por aquí: Vittorio de Sica tiene una película llamada El ladrón de bicicletas, ambientada en las primeras décadas del siglo pasado. Está hecha en blanco y negro. Si pueden conseguirla échenle un ojo: es divertidamente reflexiva).

 

Acaponeta

Acaponeta



Hace muchos años, la primera vez que conocí el mar, viajamos a Acaponeta, un pueblo al norte de Tepic, la capital de Nayarit, a la casa de la tía Consuelo, prima hermana de mi padre.
Hasta entonces, nunca había viajado en familia –bueno, a media familia–, pues fuimos Cristóbal, el Pecas, mi papá y yo nada más. No recuerdo exactamente por qué mi madre, mis hermanas y mi hermano más grande se quedaron en casa.
Acaponeta es un pueblo grande, y está rodeado por una vía de ferrocarril; también fue la primera vez que vi correr un tren, pues hasta entonces sólo había presenciado eso en televisión. La tía Consuelo se desvivió en atenciones, y aunque jamás la habíamos visto hasta aquel momento –y jamás la hemos vuelto a ver–, ella se portó como si nos hubiésemos frecuentado casi cada fin de semana.
Su casa era grande, acogedora, con decenas de puertas; de ésas que tienen patio al centro, flanqueado por cuatro corredores que se prolongaban en un patio trasero. En el mero corazón había plantas, una larga hamaca y cuatro mecedoras, donde por las noches, mientras comíamos plátano macho cocido y un vaso de leche, aquella mujer que pasaba los 60 nos platicaba hasta que comenzábamos a cabecear de cansancio.
Todo aquello sucedió durante una semana santa de uno de los primeros años de la década de los noventa; de Acaponeta a la playa había que tomar un camión. Durante tres días consecutivos nos lanzamos al mar, pero durante los mismos tres días hubo mal tiempo, fue imposible meterse al agua, sólo lo vimos de lejos, esperanzados, como tantos que ahí estaban, en que amainaran los vientos y las olas volvieran a la quietud. Nunca sucedió.
Al final del tercer día, la tía Consuelo, sabedora de nuestra congoja, le hizo prometer a mi padre que nos llevaría de nuevo a Acaponeta en otro tiempo –nunca volvimos–, y enseguida sacó de las bolsas de su mandil unas monedas, se las dio al Pecas con la consigna de que nos comprara helados y nos pagara la entrada al cine del pueblo. En cartelera se anunciaba una película mexicana de la que no recuerdo el título, lo que sí tengo presente era que actuaban los hermanos Almada.
El mar, al final, como ése del que habla Delgadillo que se queda sin palabras, no cruzó ni palabras ni mirada alguna con mis hermanos y conmigo.

«Estas casas amuebladas / que sus dueños nunca habitan, / viejas casas misteriosas, / viejas casas que dormitan / (…) Casi nunca, nunca hay rosas / sobre el huerto displicente, / y es un sueño de hojas secas / el espejo de la fuente (…) Y quién sabe de qué cosas estén llenas / las garrafas de las cavas / y las grandes alacenas…»

Francisco González León, «Solariega»

 

Por ella

Por ella




El sábado, hacia mediodía, recibí una noticia lamentable, dolorida, que me entristeció durante el resto de ese día y los que han sucedido; es una tristeza que se abrillanta con los recuerdos, con las imágenes fugaces, con las palabras pronunciadas; es una tristeza que no se va no obstante conocer los pormenores del caso; más bien, quizá por esto, se ha ahondado todavía más.

Un día antes, el viernes, había muerto una amiga muy cercana de la Chica Azul, una mujer que tenía su misma edad –26 años–, que, como bien lo ha dicho siempre ella, a nadie podía caerle mal, más bien a todo mundo le simpatizaba por su festiva manera de ver la vida, por sus carcajadas contagiantes.

Solamente la vi en dos o tres ocasiones, y eso me bastó para conocerla, pues ella sabía abrirse a los demás, se daba en todo, siempre sonreía, y nunca ocultaba ni se guardaba nada, pero sabía decir las cosas con cautela, su trato franco armonizaba con el tono atrompetado de su voz y su cuerpo de nube cargada de lluvia.

Sagrario se llamaba, y la Chica Azul y sus demás amigas –Sheyla, Ziwi, Tere– la llamaban Chayo; tenía gustos musicales diversos, se había licenciado en mercadotecnia hace algún tiempo, había vivido por Guanajuato a unas cuadras del Panteón de Mezquitán, viajaba continuamente a Estados Unidos, le fascinaba asistir a charreadas, y la última vez que la vimos había organizado una carne asada en su casa; en aquella ocasión tenía el pie enyesado y llevaba muletas, y aún así no se aguantó las ganas de bailar dos o tres piezas rancheronas. También, en esa ocasión habíamos planeado hacer una reunión con asado en una casa de campo; obvio, nunca se concretó ese plan.

Las cosas últimamente le habían dado la espalda, y no supo sacarle la vuelta a esos inconvenientes –no pretendo juzgarla por ello; hoy su cuerpo está en una tumba del Panteón Guadalajara, cuya lápida habremos de cambiar para saberla viva, para invitarla a la próxima reunión con cervecitas y carne asada mientras el estéreo se arranca con una rola de Intocable, un grupo que le removía los adentros, y le inspiraba la cintura y accionaba el mecanismo de sus pies.

Hasta siempre, Sagrario; hasta siempre, Chayito.

«A dónde van las palabras que no se quedaron, a dónde van las miradas que un día partieron, acaso flotan eternas como prisioneras de un ventarrón, o se acurrucan entre las rendijas buscando calor, acaso ruedan sobre los cristales cual gotas de lluvia que quieren pasar, acaso nunca vuelven a ser algo, acaso se van, y a dónde van, a dónde van.»
Silvio Rodríguez, «A dónde van» en Mujeres

 

Día de luto

Día de luto

 


El pasado domingo 30 de septiembre salió a luz el último número. Ha muerto el Tapatío Cultural, suplemento dominical del periódico El Informador. Tras 44 años de historia y de historias, ha sido enterrado por el consejo editorial del diario porque no les dejaba ganancias; es más, han argumentado que les provocaba pérdidas. ¿Qué más ganancias querían? ¿Qué pérdidas duelen más, las económicas o las que dan vida, las que proponen cosas distintas a lo común, a lo que es fácilmente corriente y vulgar?
Hoy es un día de luto.

«Se sentó a la ventana viendo cómo la tarde invadía la avenida. Su cabeza quedó inclinada contra las cortinas de la ventana, y el olor de la polvorienta cretona se instaló en su nariz. Estaba cansada.»
James Joyce, «Eveline» en Dublineses

(Este post está dedicado con sincero agradecimiento y estimación a don Luis Meza)

 

El retorno del grillo verde

El retorno del grillo verde

 


Después de mucho tiempo he vuelto a ver a la Rendidora Sabelotodo, ya no tan escuálida como antes pero sí flaquísima y más larga, el suelo le queda cada vez más lejos.
Entró a casa de su abuela casi sin ruido –extraño en ella– dando abrazos y besos a todos: cuando me abrazó me dijo mi nombre en una pronunciación musical, y la apretujé contra mí con temor de triturarle su cuerpecillo de grillo alargado y verde.
Me consolé un poco de su ausencia cuando vi que su sonrisa sigue siendo la misma, ésa que aún se mantiene luminosa en el álbum en que guardo todos sus rostros, y que hace pensar que la vida no es tan corta como algunos se empeñan en pregonar, y que la niñez seguirá siendo ese paraíso al que todos de algún modo estamos regresando continuamente. Yamira ya ha dejado atrás su creencia de que las lámparas del alumbrado público son muchas lunas, que se apagan y encienden con un interruptor desde el cielo, pero sigue aferrada en su papel de madre de sus primos: cuidados, cariños y regaños componen ese catálogo signado de memoria.
Le pregunté sobre la escuela, sobre su vida en el lugar donde ahora vive, sobre sus nuevos amigos; todas esas cuestiones y otras más las contestó con su voz inconfundible, casi chillante, pero no exenta de un matiz dulzón y alegórico.
Yamira, sin dejar de ser el huracán que siempre ha sido, estuvo ahí, corrió, rió, habló, jugó, nos miró, coqueteó, se acomodó innumerables veces su cabello corto ahora alargado por una trenza verdosa que le cruza la cara cuando la agita de un lado a otro.
Lo que sigue conservando –a contracorriente de algunas cosas que ya se han ido– es aquella manía de hablar a borbotones, sin pausas, en momentos pareciera que va a asfixiarse de tanta palabra que desenvaina para un lado y para otro; la Rendidora, para satisfacción mía y de quienes la extrañamos a montones, no ha dejado de ser ella, no ha cambiado un ápice, ni siquiera su silueta ha abandonado esa pose de garza que se sostiene impávida con un solo pie por horas.


Y una vez más y como casi siempre, antes de partir me dejó una lección, que resumo con esta frase de una canción de Silvio: «Un diminuto inmenso instante en el vivir… y nada más».

 

Domingueras

Domingueras




Hace algunos días leí en el periódico la siguiente noticia: “Zapopan desaparecerá el zoológico Villa Fantasía”. De inmediato lamenté el hecho sin hacer caso a los motivos que respondían a tal determinación.


Están a punto de arrancar un bastión de nuestras querencias de niños –digo nuestras porque esto me incumbe–. Cuando era chico, mi padre nos llevaba a mis hermanos y a mí casi cada domingo a ese parque, que quedaba como a 20 minutos de casa, yendo a pie. En ese parque, después de recorrer –todos los domingos lo hacíamos, aunque en ocasiones seguíamos itinerarios diferentes– las jaulas de todos los animales –frente a los changos se nos iba la mayor parte del tiempo–, nos divertíamos en las resbaladillas, en la licuadora, en el caracol-túnel de metal, trepando los aros olímpicos, y en menor proporción en los columpios, sobre todo yo.


Al final del zoológico se alza un pequeño auditorio donde, a las seis de la tarde, daba comienzo un espectáculo –ignoro si aún se realiza– que presentaba por igual a un grupo folclórico de danza, a algún mariachi –recuerdo que todos los integrantes tenían una panza pronunciada, excepto el de la voz–, a payasos-magos a los que les temía por sus risotadas descomunales; también, alguna vez, presenciamos una obra de teatro, cuyo argumento y fin no entendí porque durante casi todo el tiempo de la representación estuve bostezando, sólo me limité a reír cuando alguno de los actores decía algún chiste desperdigado entre los diálogos; y recuerdo –vaya memoria ésta que me sorprende en ratos por su lucidez, por traer un hecho ido y casi borrado– que ahí acuñamos un apodo de una de mis hermanas menores, la llamamos Pinziticutli –así se titulaba una pieza dancística que ejecutó un grupo compuesto de dos mujeres y cuatro hombres. ¿Por qué llamamos a mi hermana de ese modo por mucho tiempo? Porque en esa danza hubo un momento prolongado en que una mujer hizo un solo, y la bailarina estaba un poco narigona, y esto la hacía asemejarse a mi hermana. Esto del apodo lo he contado a varios interlocutores y todos, sin excepción, han dicho que no tiene sentido ni suena cómico; a nosotros nos parecía lo contrario.


Las paletas de hielo, de agua, de arroz o jamaica, de a cincuenta centavos, medianas, era la única golosina que podíamos comprar, pero aquel gusto lo guardábamos para cuando, cansados de los juegos, buscábamos un pedazo de barda para sentarnos a la sombra de un pirul. Recuerdo –en este preciso momento en que escribo me vino a la mente– que en una ocasión una niña me regaló su paleta porque la mía, tras tropezar con un tipo que iba a toda prisa, acabó en el suelo, llena de tierra, y pisoteada un momento después por un niño que había pasado corriendo. Ni tiempo me dio de llorar. Después de dármela, ella fue al carrito a comprar otra, pude ver que traía varias monedas de a peso.


Retornábamos a casa cuando las sombras comenzaban a poblar las jaulas y aquel señor escuálido recorría el parque gritando que en 10 minutos más se cerrarían las puertas.


En ese pequeño zoológico supe, aunque lo entendería mucho tiempo después, que un animal enjaulado es un animal triste, condenado a dar un espectáculo que nada tiene que ver con su belleza o con los temores que pueda provocar en quienes lo ven. Su reclusión obedece a otra cuestión que, dado el caso, abordaré en otro momento. El asunto es que en Villa Fantasía pasamos muchas tardes de domingo de nuestra niñez, sin más pretensiones que ver y correr y divertirnos, pues para todo eso alcanzaba.




Una tragedia desmemoriosa

Una tragedia desmemoriosa




Él necesitaba que le enviaran un documento que contenía información importante. La mujer que lo ayudaría ya había salido de su casa al trabajo. Entonces, él le preguntó si tendría lo que necesitaba en su oficina. La mujer dudó un momento, al fin contestó que no, que tal vez estaría guardado en la computadora de su casa. Pero también quizá lo traía en un dispositivo electrónico, aunque luego dudó si traía consigo dicho dispositivo, en su bolsa de mano; más aún, se preguntó si había echado su bolsa al auto antes de salir; en ese momento recordó que el coche lo había vendido dos años atrás y se dio cuenta que viajaba en camión, ni siquiera sabía hacia dónde se dirigía pues tres días antes la habían despedido. El hombre que requería el documento se sumió en un horizonte nebuloso, la miró un instante a los ojos, ella sólo sonrió y él acabó por besarla en los labios. Al cabo de un rato, el hombre se alejó y ya no la vio más y ella recordó que esa historia la había vivido ya, sólo que no pudo precisar si ella era la que se alejaba o era él....

 

«La memoria nos cambia de lugares sin movernos de nuestros sitios»

Ulalume González de León, «Plagios» 

 

Un acto solitario que se vuelve público

Un acto solitario que se vuelve público

 

El domingo por la noche recibí una llamada de mi hermana: «¿Te sorprende que te llame a esta hora? –preguntó. Sí, más o menos, –le dije. Me gustó lo que escribiste en el periódico de hoy –dijo con emoción». Y a partir de allí se desató otra emoción, en mí, interna, hacia mis orígenes, como si restallara una y otra vez contra mi cuerpo una vorágine que no menguaba. Ingenuamente pregunté entonces: «¿Lo leíste? Y ella dijo: Sí, aquí lo tengo en la mano, y estoy a punto de leérselo a Óscar –el hombre con el que vive». Hablamos un poco más y un rato después se despidió, antes de colgar me felicitó de nueva cuenta.

El texto que publiqué ese día –bueno, que me publicaron– hablaba sobre mi papá. En algunas partes de ese escrito asoman mis hermanos, incluida ella por supuesto. Quiero pensar que se identificó con la historia, con aquellas situaciones descritas, aquel mundo de paredes de ladrillo sin enjarrar y aire limpio a ráfagas, y le movió algo y decidió hablarme, cosa que agradezco enormemente. Supongo que las alegrías se aderezan aún más si se comparten.

Una maestra de la escuela –a quien algunos llamamos anciana decrépita por su manera de enseñar y la fortaleza física que atesora pese a su avanzada edad, aunque le reconocemos que tiene un conocimiento acumulado invaluable–, continuamente dice que la poesía que no te mueve algo por dentro no puede ser poesía. El texto del que hablo no es un poema, pero quizá quepa la misma aplicación de la que habla esta mujer, sobre todo para quienes de alguna manera se sienten protagonistas de lo que se cuenta.

Mucho se ha hablado –y se habla– de que el que escribe lo hace para los demás, no para sí mismo, por más que algunos se empeñen en asentar que lo hacen como un ejercicio catártico y sólo para satisfacer sus intereses. Estoy de acuerdo en que se escribe para los otros, al fin que la escritura ha de conducirnos al exorcismo de nuestros demonios y fijaciones, a la volcadura de las querencias y los anhelos –aquí está la catarsis–. Escribir –y publicar–, entonces, se convierte en una manera de darnos a los demás, escribimos para darnos a los demás, para compartirnos y desgajarnos y...

 

Una década (2)

Una década (2)

 

Mi padre vivía en un estado permanente de zozobra, de amargura nunca trocada aunque fuera en un baile espontáneo en uno de los tres patios que teníamos en casa, donde mis hermanos y yo nos tendíamos por las noches para contar las estrellas. Las veces que se sentó con nosotros a ver un programa en la televisión, se divirtió enormidades, pero ni aún así daba su brazo a torcer en cuanto a lo que disponía se tendría que hacer y lo que, nosotros, a hurtadillas, acabábamos haciendo con la tibia complicidad de mi madre.


Como solía consolarse ella, mi padre tenía su modo, el asunto era hallárselo. «—¿Tú hiciste esto? –tronó por fin. No supe qué contestar. Estaba solo, alejado de todos. Los poderes de mi padre me habían oscurecido. —¡Responde!». A menudo, al igual que a David en «El sol que estás mirando» de Jesús Gardea, mi padre me ensombrecía con su autoridad: antes de cualquier reprimenda o interrogatorio, había que «echarse unas cuantas piedritas a la boca y chuparlas. Los otros niños decían que eso daba buena suerte». Aunque a mí, me funcionaba mejor esconderme y aparecer después de un rato, ya que el coraje lo hubiera abandonado.

 

 

Síndrome macondiano

Síndrome macondiano




La desmemoria es un laberinto donde a veces se avanza con los ojos vendados, en otras se va hacia atrás creyendo lo contrario, en algunas más se sigue un derrotero en círculos, y esa circularidad, pasado el tiempo y recorrida la distancia, nos coloca de nueva cuenta en la línea de salida: ese es el principio del abismo.


Esto le ocurre a mi tía Rafaela, tía de mi madre para ser exactos. 92 años cumplidos tiene esta mujer a quien yo confundía, siendo niño, con mi abuela, por su asolador parecido.


Quizás ella pertenece a ese encomiado grupo de los fundadores de Macondo, que en sus primeros días, encandilados por el sol, errantes en arenas densas que se extendían por los cuatro puntos cardinales, olvidaron en cierto momento cómo había que nombrar las cosas; se trataba de un proceso paulatino de olvidos, por lo que se vieron obligados a colgarles papelitos con su nombre a los objetos reconocibles, y a inventar otros para aquellos de los que ya habían echado al olvido.


La hermana de mi abuela ya ha dejado atrás todos los nombres, al menos aquéllos que comprenden ese reducido universo de sus «seres queridos».

 

Sigue cerca

Sigue cerca

El abuelo sí usaba sombrero: blanco o crema no atino a precisarlo ahora, de esos ovalados, de dos huecos en la punta, con las alas dobladas. Por tener una pierna más larga que la otra, ese hombre no caminaba, navegaba por las aceras y calles. Y su sombrero, siempre de lado, parecía la vela desplegada apuntando hacia el horizonte, iba rompiendo el aire como se atajan las corrientes mar adentro. Doblaba la esquina y se le podía identificar aun en la distancia, tras de sí iba dejando un reguero de olas, que lo levantaban, lo llevaban y traían y sólo un sudor copioso era la huella que quedaba de aquel andar marítimo. Llegaba a casa, y tras subir las escaleras que él mismo construyó se sentaba en alguna silla de madera roja en el patio, debajo de un sol verde y de asbesto, colgaba el sombrero en una alcayata y esperaba su vaso de agua del botellón que, invariablemente, mi abuela le llevaba sin demora desde la cocina.

 

(El pasado mes de abril el abuelo cumplió diez años de haber muerto. Vayan estas palabras como una particular –mía nada más– manera de recordarlo. “Don Celes” lo llamaban en el barrio, Celestino le decía mi abuela, yo simplemente lo llamaba “abuelito”).

La Chica Azul

La Chica Azul

 

HORARIO

Última hora

Se quedó allí, en su lado del mundo, los ojos ya guardados, las piernas estiradas, como roca bajo la sábana; la espalda se abría como una llanura que se antojaba andable, piel de durazno alargada, acuosa, que brillaba en sus humedales.

Primera hora
Dos palabras. El camino nocturno había sido aciago; a esa mañana antecedía la ida y el retorno al sur, al vientre de donde mana a borbotones, como si se salpicara agua con los dedos en el rostro de alguien, la querencia que se ramifica al compartirse.

Segunda hora
Había querido decírselo desde días antes, pero mi silencio pudo más. En esa segunda hora lo musité apenas, no pudo oírlo, pero cuando me besó despreocupada supe que lo había entendido.

Tercera hora
Una mujer desnuda me avasalla. La Chica Azul me avasalla. El mundo se vuelve incomprensible pero también parece menos peor de lo que es. Sí, la cohabitancia ha sido como perdese en una llanura: a menudo, cuando se asoma el sol, no quema, sólo deja el rastro de nuestras sombras que se multiplican, que al final terminan siendo dos, dos en una, una sola, ésa que nos enreda y nos acerca, nos lleva con quietud a la muerte compartida.

Cuarta hora
Detesto apegarme al reloj. Y las horas se abalanzan como parteaguas de las vivencias: la cotidianidad única que me importa la marcan ella y sus palabras, sus medios tonos, lo marítimo que he descubierto en su espalda, sus piernas de carretera, su mirada que soplo con la mía a cada rato.

Quinta hora
Si supiera cómo llevarla a ese lugar en que no hay regresos: porque las rutas se cierran apenas se les ha transitado de ida, porque el boletaje es mínimo, porque ya allá se decide la no vuelta atrás, porque no hay brújula a la mano, porque los pasos no saben andar por laberintos, la llevaría de una buena vez y para siempre.

Sexta hora
¿Qué se quiere decir al mundo cuando se ama a alguien? ¿Qué le importa al mundo si yo decido amar o me niego a hacerlo? ¿Qué vida le espera a aquél que se sujeta a estas leyes volátiles? ¿Qué canta, lee, escribe o planta quien pierde la cordura porque así lo desea? ¿Qué secreto resiste el haber sido compartido? ¿Qué se esconde en ti?

Séptima hora (segunda última hora)
Te tengo. No es que tenga y ya, sólo te tengo.