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Vengo del corazón a mis trabajos

Sigue cerca

Sigue cerca

El abuelo sí usaba sombrero: blanco o crema no atino a precisarlo ahora, de esos ovalados, de dos huecos en la punta, con las alas dobladas. Por tener una pierna más larga que la otra, ese hombre no caminaba, navegaba por las aceras y calles. Y su sombrero, siempre de lado, parecía la vela desplegada apuntando hacia el horizonte, iba rompiendo el aire como se atajan las corrientes mar adentro. Doblaba la esquina y se le podía identificar aun en la distancia, tras de sí iba dejando un reguero de olas, que lo levantaban, lo llevaban y traían y sólo un sudor copioso era la huella que quedaba de aquel andar marítimo. Llegaba a casa, y tras subir las escaleras que él mismo construyó se sentaba en alguna silla de madera roja en el patio, debajo de un sol verde y de asbesto, colgaba el sombrero en una alcayata y esperaba su vaso de agua del botellón que, invariablemente, mi abuela le llevaba sin demora desde la cocina.

 

(El pasado mes de abril el abuelo cumplió diez años de haber muerto. Vayan estas palabras como una particular –mía nada más– manera de recordarlo. “Don Celes” lo llamaban en el barrio, Celestino le decía mi abuela, yo simplemente lo llamaba “abuelito”).

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