Un asesino triste
Hace pocos días conocí a un asesino. El asunto fue más bien fortuito. Aquel hombre no era como yo había imaginado a los asesinos. Sus ojos siempre estuvieron embotados, pero sus palabras no pasaron de ser simples. Me contó que ha matado ya a 7 personas, de las cuales no puede olvidar el rostro de una: apenas cierra los ojos con intención de dormir y aquella cara se le queda viendo fijamente; pasado un rato despierta y aspira fuerte para que pase el ahogo. Aún así se sigue alquilando para cortar la vida de todo aquel que sea un estorbo para alguien. Con esto, se podría pensar fácilmente que es rico, pero no, apenas sobrevive. Esta condición suya me trajo a la mente al Chivo, aquel repugnable asesino de Amores perros. La diferencia es que este hombre no tiene, como aquél, un recuerdo de dónde asirse. Y esta soledad le horada todos los sueños apenas los concibe. Es un hombre desgraciado, felizmente desgraciado, dice, porque cuando mata, me explicó, alcanza a sentir un mínimo placer que, pasado un rato, es opacado por un sopor que lo atenaza y lo obliga a repensar su situación. Imbuidos en esta serie de confesiones, sin que yo se lo pidiera, comenzó a contarme su vida; de todo ello saqué en claro que su álbum familiar está en blanco, a lo más, habló de algunos amigos lejanos, aficiones que ya no cultiva y no cree en el futuro; esto es comprensible si se toma en cuenta que vive tratando de reconstruir el pasado, sus días idos. Hubo un momento en que, ante mi incredulidad respecto a lo que contaba, me amenazó de muerte, pero nerviosamente sonreí y acabó por decepcionarse incluso de sus amenazas, que ahora son tibias, endebles, no como antes que eran turbias, imposibles de esquivar. Lo había encontrado en la mesa más lejana de la barra de una cantina que por fuera da la impresión de ser una casa cualquiera; al final de la entrevista, cuando ya ambos habíamos vaciado algunas botellas de cerveza, se quedó allí, mirando una fotografía suya de cuanto tenía 11 años. Pero ni en esa imagen aparece acompañado, está solo, al frente de un portón, y no se ve ni un alma a varios metros a la redonda. Me despedí diciéndole que lo volvería a buscar otro día, para seguir charlando; asintió, pensando quizá que había encontrado con quien exorcizar lo que lo atormentaba, y yo regocijándome porque había encontrado una veta para armar una historia y publicarla, seguro ganaría la primera plana y las páginas del reportaje. Pasados unos días regresé y no lo hallé; ayer mismo lo volví a buscar, pero no tuve éxito. Un poco contrariado, me animé a preguntarle al tipo de rostro mustio de la barra si sabía su paradero; me contestó que no, tajante; alguien lo vio encaminarse por la vía del ferrocarril dos días atrás, me dijo, casi en confidencia, un hombre que jugaba dominó con otro, cuyos ojos no pude despegarme aun antes de haber salido de ahí. Ésa fue la última vez que lo vieron. He investigado y ahora sé que esa vía se extiende hacia el norte. Muchos hombres la han seguido, y de la mayoría la única noticia que se tiene es que no regresan; o si lo hacen, vienen dentro un cajón. Pienso y repienso, y llego a la misma conclusión: era un asesino triste, de los que quedan pocos; de entre las pocas cosas que he logrado rescatar, tengo frescas estas palabras suyas: mato para mitigar mi tristeza. Un asesino triste, el único asesino con el que me he topado; y quizá será el último. Desconozco la dirección que habrá tomado, pero en el fondo quiero convencerme de que fue en busca de aquel niño que miraba en aquella fotografía desolada.
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