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Vengo del corazón a mis trabajos

Otra de arena

Otra de arena

“Cada aficionado encuentra en el partido un placer o una perversión a su medida”: Juan Villoro

 

Dice Juan Villoro que en México estamos acostumbrados a perder en muchas cosas, quizá se trata incluso de una vocación; pero de un tiempo para acá estamos adquiriendo una nefasta costumbre: perder en futbol con Estados Unidos (será la única vez que lo nombre aquí).

El futbol, digámoslo así, no es el deporte nacional, sino el único deporte que congrega multitudes, multitudes tan dispares y amorfas en ocasiones. Y estas multitudes ven contrariada su semana si al inicio de ésta –el domingo– el equipo de sus amores pierde en la cancha. Más allá de querer hacer aquí leña del árbol caído, mi pretensión es establecer por qué si México pierde, el país entero se sume en una especie de depresión que incluye el ecuador. Ya se sabe que en este deporte de las patadas se corren dos riesgos al aficionarse o al simplemente verlo como un pasatiempo dominical: si el equipo en el que están puestas las esperanzas carga con la derrota, eso dejará un resabio amargoso en nuestra disposición; caso contrario si se lleva la victoria, pues hasta cantantes noveles nos volvemos y lanzamos nuestros gorgoritos no sólo bajo la regadera. Y esto incluye a aficionados y a no aficionados, pues cuando juega México, se dice comúnmente, jugamos todos. Dicen los comentaristas versados y no tan versados, que México, al verse abajo en el marcador o alcanzado, se achica, se empequeñece, a esto obedece aquellos motes futboleros tan en boga años atrás: la Decepción Mexicana, los ratones verdes, el equipo del ya merito... Y, lo lamentamos, eso pudo haber sucedido en el partido de ayer.

Mientras miraba dicho juego, Godiva (así la llamaré) hacía comentarios de este tipo: antes de que acabe el primer tiempo el equipo contrario anotará un gol (como se sabe, resultó al revés, así que no dudé en espetárselo en la cara). Después continuó: en el segundo tiempo el otro equipo empatará, los mexicanos se van a ir abajo en su ánimo y el otro equipo anotará el 2 a 1 y ganará. Incluso porras a medias estuvo lanzando. Cabe aclarar que Godiva se confiensa aficionada mexicana, el asunto es que –así lo pienso yo– se niega a soñar, se niega a poner sus esperanzas en un equipo que –está convencida– le va a fallar, así, si ganan, ve con más beneplácito la victoria y, de paso, le callan la boca, más o menos esto argumentó (palabras más, palabras menos). Godiva, finalmente, acertó al resultado final, y para colmo se lamentó el no haber apostado, porque tuvo un doble acierto: en el ganador y en el marcador.

Cabe preguntarse qué se pretende con aquello de buscar no decepcionarse: ¿se puede ser aficionado a algún equipo, si se apoya al otro en un partido decisivo?, ¿qué clase de satisfacción es ésa en que al final de juego el aficionado se congratula de haber tenido razón en que su equipo perdería, y que asumió esa posición contraria para que al final del juego la derrota no lo desanimara?, ¿es mejor la comprobación de una fría tesis que haberse atrevido a soñar y a confiar aunque al final no se lograra nada?

Supongo que, como lo asienta Villoro, cada quien mira el partido desde su particular butaca, y es indudable que Godiva lo vio desde la suya, blindada por los cuatro lados por supuesto. En cambio, miles de aficionados en este país se ajustan a esta frase del mismo Villoro: “El aficionado in extremis lleva una pelota entre los oídos. Rara vez trata de defender lo que piensa porque está demasiado nervioso pensando en lo que defiende”. Quizá yo esté incluido en este apartado.

 

 

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