Miradas
A menudo, cuando viajo en camión o en tren eléctrico, en el trayecto más de una mujer saca de su bolsa, mochila o morral un pequeño espejo para revisar si no se ha corrido el rimel, para aliñarse el pelo, para polvearse las mejillas, para corroborar que sus pestañas no han bajado su telón, para (re) pintarse los labios, para comprobar que sigue tal cual salió de su casa o lugar de trabajo.
Sucede otro tanto cuando voy manejando: en los altos tengo la costumbre de mirar a ambos lados y constantemente descubro que alguna mujer se está mirando en el retrovisor o en el espejo que algunos autos no sé si para ese expreso fin han puesto por encima de las cabezas del conductor y del copiloto.
En los aparadores de esas tiendas que lucen enormes cristales también puede descubrirse a alguna mujer mirándose, arreglándose el cuello de la blusa, el plisado de la falda o la línea perfecta del planchado del pantalón, o comprobando simplemente con agrado su delgadez o descubriendo con alarma su ligero aumento de kilos.
En los lugares públicos como cafés, restaurantes, teatros, salones de conferencias, museos, bares, cines, estaciones de autobuses, aeropuertos o líneas de ferrocarril, es casi una acción infaltable que la mujer se excuse para dirigirse al baño: las más, lo han confesado así, acuden a mirarse al espejo, ya sea para dar un retoque al maquillaje o cuidar el acabado del peinado. Todos los casos anteriores también aplican para algunos hombres.
A propósito de todo esto, una compañera de la oficina va una y otra vez al baño durante el horario de trabajo. El otro día dijo que sólo entra a verse en el espejo, y agregó que no le basta el que lleva en su bolso ni los retrovisores de su auto porque le gusta verse de cuerpo entero.
Con todo, me pregunto que habrían hecho todas estas mujeres –incluida mi compañera y también los hombres que tienen la afición de mirarse varias veces al día en un espejo– en el siglo XVI, cuando el espejo era costoso, muy poco común, y para colmo tenía que importarse de Venecia. Es decir, se trataba de un objeto que bien podía hallarse en los cofres que traficaban los piratas. En esa época sólo las clases acomodades tenían uno –no dos o tres–, y no una luna, sino sólo un pequeño rectángulo, que se le situaba encima de una palangana para que los hombres pudieran afeitarse. El espejo para verse de cuerpo entero no comenzó a fabricarse sino hasta 1880, y lo podía adquirir sólo la burguesía.
Hoy es un objeto tan banal, tan fácil de encontrar y comprar que, incluso, algunos se dan el lujo de romperlo; aunque, dice la voz popular, quien lo hace se acarrea siete años de mala suerte. Pero esto, como solía decir Tiluy cuando se daba largueza para contar sus aventuras que acababa entremezclando, es harina de otro costal.
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