Diferencias capitales
Hay diferencias capitales entre Mérida y Guadalajara en cuanto a lo automovilístico se refiere (escojo estas dos ciudades por una razón: en la segunda vivo y en la primera estuve de visita durante toda la semana pasada).
Antes que nada, hay que apuntar que el parque vehicular de Guadalajara supera con mucho al de la ciudad capital yucateca, en razón de las dimensiones de la metrópoli y el número de habitantes y posibilidades de desarrollo comercial, industrial y habitacional. Pero esto no exime que se puedan instrumentar otras reglas de convivencia, o reformar las existentes para un buen entorno de circulación entre peatones y automotores.
El asunto que quiero abordar tiene que ver con lo siguiente: Cinco días enteros estuve en Mérida, me moví por la ciudad en combi y minibús, y en ese tiempo –que podría considerarse corto– no vi un solo accidente automovilístico. Nada, ni siquiera un percance menor, ni choque, ni volcadura, ni atropellamiento, nada de nada. Además, de esos cinco días, en tres compré ejemplares de la prensa yucateca y no encontré referencia a ningún accidente de este tipo. Y eso, por no faltar a la verdad, me ha dejado gratamente sorprendido.
En Guadalajara, en cambio, y lo sabemos de sobra quienes aquí vivimos, los accidentes viales son constantes en número y tiempo de aparición, a más de lamentables y aparatosos. Y esto se debe a numerosos factores: el ya citado y grueso parque vehicular, la poca educación de los automotores combinada con la escasa cautela y cuidado de los peatones, las prisas por ganarle a los semáforos, la habilitación de vías rápidas en zonas habitacionales y pasajes comerciales, viaductos y calzadas, falta de semáforos en lugares estratégicos con gran aforo peatonal, falta de señalamientos en zonas que presentan gran carga vehicular, etcétera (y este etcétera hace honor a su nombre).
Mucho se ha dicho en torno a esto que nuestra ciudad es una ciudad hecha y deshecha para automóviles y no para peatones, baste citar el tan cacareado viaducto en López Mateos. Y es de lamentarse aquello de que esta urbe es apta para ir sobre cuatro ruedas, pues no son pocos a quienes he escuchado que no hay otra manera de disfrutar la ciudad que recorrerla a pie. Pero ello se ha vuelto peligroso, no un deporte extremo, porque al fin éste se practica por placer; y caminar poniendo en riesgo la vida no comporta satisfacción alguna.
Es cierto que las soluciones para grandes problemas también tienen que ser grandes, y la de éste tendría que ser, forzosamente, de enormes dimensiones, y tendría que involucrar tanto a peatones como a automovilistas, pero mucho me temo que en ambos bandos hay quienes no están dipuestos a ceder ni un ápice.
Una especie de locura hay en nuestras calles, una locura cuya raíz ha de ser encontrada para, de un tajo, abrirla y sacarle lo que lleva dentro.
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