Una década (2)
Mi padre vivía en un estado permanente de zozobra, de amargura nunca trocada aunque fuera en un baile espontáneo en uno de los tres patios que teníamos en casa, donde mis hermanos y yo nos tendíamos por las noches para contar las estrellas. Las veces que se sentó con nosotros a ver un programa en la televisión, se divirtió enormidades, pero ni aún así daba su brazo a torcer en cuanto a lo que disponía se tendría que hacer y lo que, nosotros, a hurtadillas, acabábamos haciendo con la tibia complicidad de mi madre.
Como solía consolarse ella, mi padre tenía su modo, el asunto era hallárselo. «—¿Tú hiciste esto? –tronó por fin. No supe qué contestar. Estaba solo, alejado de todos. Los poderes de mi padre me habían oscurecido. —¡Responde!». A menudo, al igual que a David en «El sol que estás mirando» de Jesús Gardea, mi padre me ensombrecía con su autoridad: antes de cualquier reprimenda o interrogatorio, había que «echarse unas cuantas piedritas a la boca y chuparlas. Los otros niños decían que eso daba buena suerte». Aunque a mí, me funcionaba mejor esconderme y aparecer después de un rato, ya que el coraje lo hubiera abandonado.
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