Reynaldo
(sombreros 3)
En la tibia oscuridad únicamente alcanzaba a distinguir la silueta de su sombrero, de lado, detenido al fondo de las curvas que la barranca iba engullendo. El viento frío crispaba su rostro enjuto, de bigote ancho, entrecano, alargado contra los peñascos que nos iba dejando la sierra; pero el sombrero parecía no pertenecer a ese hombre que se enrollaba, encobijado, en una esquina de la camioneta. En la profundidad del barranco, colgando luces a lo lejos, pendiendo el cielo negruzco de la nada, el hombre por fin se retiró el sombrero y sus ojos, de tigre que mide todo movimiento, se encontraron con los míos: se recostó de lado, recogió sus piernas, y se perdió en su silencio. El sombrero quedó bajo la cobija, y ya, cuando atajábamos las últimas curvas del trayecto, el primer sol, atravesando la manta, lo iluminó del todo.
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