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Vengo del corazón a mis trabajos

Letras apenas

Nuestras tierras flacas

Nuestras tierras flacas Aquellas tierras flacas que Yáñez dibujó con sus letras todavía persiguen un sueño arenoso, aún limitan aquellos cuadros tempranos de personajes que hablaban mucho y actuaban según sus creencias, y que en algún momento podían desenvolverse de un modo recalcitrante. Las tierras flacas, las de ahora, las nuestras, ésas que han rebasado los márgenes e índices; las tierras en las que aramos todos los días en la revoltosa urbanidad, en el pensamiento, en la imaginación, en las palabras dichas que se quedan aleteando un momento y luego se van, en todo aquello que creamos, que concebimos, que recibimos, que hacemos nuestro; esas tierras flacas no tienen ya más nada de arenosas, son más bien espacios que se vuelve necesario inundar para que dejen de ser –sin volver siquiera un solo paso– tierras dispersas, tierras ajenas, yermas, lejanas, de geografía accidentada; nuestras tierras flacas a menudo engordan, pero pasado un tiempo vuelven a ser nuestras otra vez, las únicas tierras que sabemos recorrer porque su itinerario ya lo aprendimos de memoria y, quizá, en eso estriba su condena a balancearse dentro de un reloj (de arena, por supuesto). 

"La que se fue...."

"La que se fue...."

 

Ella, allí estaba, sentada a un lado del camino; no supe si volvía o apenas comenzaba su caminata; sus ojos, como la muerte cuando buscó a Zitarrosa en su departamento y él no estaba, se habían marchado hacía rato; había un sol de fuegos de artificiales sobre su espalda, que semejaban alas, que semejaban sus brazos estirados, apuntando al cielo.

Allí la dejé, a un lado del camino, no supe si me olvidó en cuanto dejó de verme o si se volvió hacia donde yo me alejaba sin mirar hacia atrás, así como lo hizo aquella mujer que partió hace mucho tiempo por una calle oscura….   

“Ella es delgada como un dios, un cisne blanco en la azotea…”
Armando Rosas, “Cisne blanco”

¡Uff!, leer

¡Uff!, leer

 

 A la Rendidora Sabelotodo, a últimas fechas, le ha dado por leer. Los libros que, originariamente, eran de su hermano, ya se los agenció: le contó a la Chica Azul que por la noche, en lugar de encender la televisión se pone a leer. Está adentrada ahora en El profesor Zíper…, un libro de aventuras infantiles que escribió Juan Villoro. Es verdad que es difícil imaginar a la Rendidora, tendida en la cama, leyendo hasta altas horas de la noche; lo complicado viene por la mañana: su madre libra una dura batalla con ella para que se levante y se arregle para ir a la escuela. Aún con todo, no puedo evitar sonreír al saber que esa niña de 6 años se ha convertido en una devoradora de libros, y no precisamente como aquel personaje de los Muppets que todo se tragaba.

Mi abuelo leía, y leía mucho: todas las tardes, en aquel patio de soles verdes metía por largas horas sus narices en la Biblia. A menudo me llamaba para que me sentara a su lado: entonces leía en voz alta, y al poco rato se detenía para preguntarme si había entendido. Yo siempre decía que sí aunque, debo confesarlo, las más de las veces no lograba pescar nada. Sin embargo, aquella imagen de su figura encorvada sobre aquel grueso libro aún me persigue; y quizás de allí se gestó mi gastada inclinación por los libros.  

Dicen que el mejor libro que uno ha leído, cuestión paradójica y alucinante, es el que se está a punto de leer: acometer aquellas páginas nunca puede presumirse como un acto culturoso, sino como un enfrentamiento ante gigantescos molinos de viento que pueblan un mundo que no deja de sorprendernos, de asustarnos, de desorientarnos. 

“Leer, más que un ejercicio óptico, es un proceso en el que concurren simultáneamente el alma y los ojos”

Italo Calvino, “Mundo escrito y mundo no escrito” 

(Ya hay, ahora sí, más allá de rumores, algo concreto sobre el regreso de Los Leones Negros a la primera división de futbol nacional).

Ocaranza

Ocaranza

  En “Ocaranza”, Gardea habla de Ocaranza, un hombre que pesa cuatro veces más de lo que debería pesar. Este hombre vive en un pueblo del desierto de Chihuahua, perdido entre arenas y letargos bajo el sol como tantos otros. Ocaranza pasa la vida enclaustrado, pues debido a su gordura sólo puede deslizarse de su cama al baño –que está afuera de su casa, a unos cuantos pasos-, y de retorno. Para moverse, sus hijos lo ayudan: lo levantan, lo sientan en la cama, lo sostienen como pueden para conducirlo al baño, lo ayudan a sentarse en el excusado, y tras un grito de Ocaranza de nuevo lo levantan y lo llevan de regreso a su habitación. Todos los avatares de Ocaranza se resumen en eso, y para todo ello necesita ayuda, no puede hacerlo por sí solo. Sus hijos, huelga decirlo, tras años de hacer esta labor, este trabajo que cada vez les cuesta más, que cada vez los hace sudar más, comienzan a hartarse de lo que tienen que hacer, de sus obligaciones. Un buen día, como en tantas otras jornadas, llevan a Ocaranza al baño: lo sientan en el excusado. Pasado un rato, éste grita para que vayan por él, para que lo ayuden a ponerse en pie. Nadie acude. Conforme pasa el tiempo los gritos de Ocaranza se hacen más ensordecedores, más coléricos. Llega la noche y los vecinos no pueden dormir por los desgañitados pedidos de auxilio de Ocaranza. A la mañana siguiente, las peticiones de Ocaranza son ya lastimeras, apenas audibles, el ahogo ha comenzado a hacer mella en él. Transcurridos unos días Ocaranza muere, paradójicamente, de inanición. 

“Al diablo las formas modernas de opresión del cuerpo: la anorexia y el gimnasio. La exuberancia adiposa representa la venganza de la imperfección humana contra lo perfecto cibernético o divino.”Agustín Cadena (elvinoylahiel.blogspot.com / abril 11 de 2007) 

(Hace un rato, sentado en una banca de la Plaza de Armas, vi esta escena: una pareja de novios se besaban acaloradamente; un oficial de policía en bicicleta se detuvo, les llamó la atención y se alejó; al poco rato, la pareja se enfrascó de nuevo en un largo beso: el oficial regresó y, otra vez, les dijo algo; entonces, se contuvieron mientras en su bicicleta el policía se perdía hacia el Teatro Degollado, y en cuanto desapareció caminaron hacia una esquina, bajo los portales, donde los esperaba un hombre que había grabado toda la escena. Juntos los tres, rieron, como comúnmente se dice, a pierna suelta).

 

 

Relo

Relo

 

(sombreros 3)

En la tibia oscuridad únicamente alcanzaba a distinguir la silueta de su sombrero, de lado, detenido al fondo de las curvas que la barranca iba engullendo. El viento frío crispaba su rostro enjuto, de bigote ancho, entrecano, alargado contra los peñascos que nos iba dejando la sierra; pero el sombrero parecía no pertenecer a ese hombre que se enrollaba, encobijado, en una esquina de la camioneta. En la profundidad del barranco, colgando luces a lo lejos, pendiendo el cielo negruzco de la nada, el hombre por fin se retiró el sombrero y sus ojos, de tigre que mide todo movimiento, se encontraron con los míos: se recostó de lado, recogió sus piernas, y se perdió en su silencio. El sombrero quedó bajo la cobija, y ya, cuando atajábamos las últimas curvas del trayecto, el primer sol, atravesando la manta, lo iluminó del todo.

(Cambio de planes en cuanto a fil, sí iré porque asistiré a un seminario de comunicación. Y en cuanto a mi problema laboral: un pajarillo ha venido a decirme que seré despedido).

 

¡Ay, Pascual….!

¡Ay, Pascual….!

 

Pascual Duarte (La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela) poco a poco fue apareciendo ante mis ojos como un personaje que sufría cada vez una mutación más marcada, y no súbita no como aquél a quien molestaban y se convertía en una enorme mole verde o el Dr. Jekyll que acababa siendo un Mr. Hyde de aspecto horrible: cuando pensaba que a Pascual nada más podría sucederle, o que no sería capaz de hacer otra cosa más atroz que la anterior, Pascual se superaba, y con creces. ¿Quién se atreve a decir que en la literatura no hay lecciones para la vida?
Pascual pertenece a ese estirpe de los que llevan la fatalidad como un tercer ojo en la frente, así como Tiluy o El Jaibo en Los olvidados de Buñuel: los hechos de su vida –no obstante haberse casado dos veces y procreado un hijo, que al fin murió a los once meses por un mal viento– muestran siempre una tonalidad entristecida, lamentable, dramática cuando no en su mayor parte, drásticamente dolorosa. ¡Cómo se empeñan algunos en tropezar siempre, aún cuando lleven la vista levantada! Y vaya que conozco esto de cerca –fuera de la ficción– por algunos allegados.
Es cierto, también tienen su peso las circunstancias y el contexto, pero nadie puede eludir la embestida de los acontecimientos cuando éstos se han empecinado en dar con nosotros: algo semejante le sucede a Pascual, que se vio sorprendido siempre por un destino que desde pequeño le había dado la espalda y al cual nunca supo cómo sacarle la vuelta y aplicarle, apretando los dientes y de puntillas, una verónica.
La desgracia, los accidentes, el odio, la malquerencia, la animadversión, la muerte, de algún modo se las ingeniaban para saltarle al paso: él, curtido por todos esos avatares adversos, en ocasiones ya los esperaba: por ello Pascual también encaja en aquéllos que no pueden creer que las cosas les estén saliendo bien; y si acaso llegan a concebirlo, enseguida conjeturan que alguna desgracia está por desatarse.
Hace poco escribí que esta novela me estaba pareciendo cómica pese a su argumento de fatalidades; hoy, tras concluir el libro, lo cómico ha pasado a deslizarse por debajo de toda esa historia desconcertante, despiadada, irreversible en su apariencia por demás trágica.
Al fin que, ya lo había anotado Carlos Fuentes en La región más transparente (del aire) en boca de Ixca Cienfuegos, «aquí nos tocó vivir». Una especie de sentencia para Pascual porque eso le tocó vivir, y a muchos otros también.

«¿Qué tamaño tiene tu cuerpo / que cabe todo el infierno? / Todo menos tú / menos tú»
Arturo Meza (no recuerdo el título de la canción)

(Hoy es viernes de cinito en casa. Hay planes de ir mañana al estadio a ver a las Chivas por su pase a semifinales. Y en cuanto a mi posible despido, todo está en suspense)

 

Cincuenta años (2)

Cincuenta años (2)

 

Aquí va la segunda y última parte de la crónica empezada ayer.

«Los fantasmas se hacen de cuerpos y con pasos de sol van pintando el ruido en el mosaico gris, le dan la vuelta a su rostro opaco, las cuatro de la tarde y la modorra que produce la comida habrá de quedarse en el umbral del salón, a fin de engarzar algunas ideas en el Seminario de Tesis o discernir a qué género literario pertenece el texto en turno. Dos o tres conversan sobre cine o difieren en la lectura del libro que habrá de ensayarse para Literatura Hispanoamericana, y la tertulia improvisada en las afueras del aula acaba sin sobresalto ni conclusiones tajantes. A un mismo tiempo, sin palabra de por medio unos detrás de otros ocupan sus bancas incómodas. Alguien interrumpe la clase: el saloneo para los avisos de conferencias, talleres, revistas literarias incipientes, congresos en nuestras paredes o más allá de las fronteras jaliscienses, suspensión de clases, concurso de altares, fiesta con cerveza por inauguración de cursos o diversión pura, proyección de documentales en foro, pedimento de recursos para apoyar a los movimientos que defienden sus libertades o a la anciana impedida físicamente; se plantan en medio de elaboradas poéticas modernistas europeas o versos endecasílabos que abandonan los cuadernos de apuntes y se fugan por entre las rendijas buscando calor. Sentados a un lado de un macetón, en círculo maltrecho, tras de que la segunda clase ha bajado el telón, alguien anima la charla sobre los días de fin de cursos, lo apretado que se han vuelto los semestres, la entrega de trabajos finales que agotan el tiempo y generan adictos a la cafeína y la nicotina. A esas alturas hay que ir a la fondita por un huarache de asada, un vaso de fruta picada con don Toño, un andatti al Oxxo, una botella de agua con don Poncho, y echarle de pasada un vistazo a los libros usados. La tarde da sus últimos respiros, las primeras sombras trepan por los costados del edificio, las lámparas alargan y achican cuerpos en cuatro direcciones, y hay que enchamarrarse porque las palabras corren el riesgo de helarse. La Literatura Mexicana es el último escalón de la jornada: los románticos se enfrentaron al mundo desde su trinchera entendida, y el murmullo de disertaciones se va apagando. Una última oleada de voces y risas avanza y retrocede mientras alguien habla de narrativa cinematográfica o sostiene una acalorada exposición de la historia de las religiones. La oscuridad cerca por los cuatro lados del mundo la vieja facultad, y hay que estar atento para no dejar la sombra por ahí: hay que llevarla consigo para poder regresar al día siguiente, con un nuevo abecedario dado a luz al dormir, con un libro que se abre por primera vez, con la intención de aprender del dogma recetado para decir que se sabe literatura, y de aquello que se puede sacar de toda lectura.»

(En el Rojo Café, este viernes próximo a las 9 de la noche, habrá un concierto de mariachi tradicional, altamente recomendable, con la actuación de Las Tecuexinas –música prehispánica– y el Mariachi Antiguo de Acatic –uno de cuyos integrantes tiene 99 años–; tocarán música de rituales, danzas, contradanzas, sones, música criolla de Los Altos, música tradicional de Acatic, polkas y canciones antiguas –anteriores a la Colonia–).

 

Cincuenta años (1)

Cincuenta años (1)


En este año la Facultad de Letras cumplió 50 años; por ese motivo se planeó hacer una revista conmemorativa, para la que me fue pedida una crónica sobre un día de clases en Letras. La revista, al fin, por cuestiones burocráticas y de intereses de poder, no vio la luz; pero aquí entrego la primera parte de esa crónica, con la intención de dejar constancia de esa celebración.

«Temprano, hay quien llega temprano a la facultad: a ese intrincado y frío laberinto de escaleras y pasillos que surgen uno detrás de otro. El camión a esa hora invariablemente va lleno: la mochila en la espalda, algunos libros a la mano, los lentes empañados, con suéter y bufanda, toreando el viento helado con la piel abierta y el primer café del día que entibia el ánimo. La lectura de La feria o el ensayo final de Poética van impresos en los ojos cansados, la mirada tiene las cortinas abajo aseguradas con candado mortecino: la noche fue más que una noche, fue arreglárselas con esos fantasmas que se agazapan y saltan en el momento menos indicado a la hora de escribir un reporte de lectura, una reseña, un ensayo, o cualquier otra tarea signada en el aula. Pero el nuevo día promete, la mañana revolotea por encima de los árboles que cercan el jardín y no dejan pasar ni medio cuerpo de un sol medroso. La luz se desplaza con sigilo, y después de atravesar el velo del follaje se recarga en el viejo edificio de escuadras grises, de dos pisos, de paredes mitad blancas y mitad mosaico azul donde el día menos pensado hay carteles y letreros hechos a mano, de puertas uniformadas como pelotón frente a su general, de lámparas espigadas y viejas como el corazón de ladrillo gastado que sostiene aquella enorme casa de decenas de habitaciones. Los pasillos son más bien fríos, casi siempre desolados, afeados en su fondo gris, cuyo barandal y bancas envejecen a paso acelerado. Los salones parecen más aquellos cuartos donde se interroga a los detenidos, con muros falsos y ventanas inservibles. En la sala de maestros, entre el abrir y cerrar de lockers, el humo de los cigarrillos y los cafés llevan la delantera. De camino al salón el profe no olvida llevar la novela o el libro de poemas para leer en clase, las carpetas con las listas, los plumones, el borrador; atraviesa el umbral, ocupa el lugar de la cátedra y el ruido de las bancas es una sola respiración. Como el marro en la testa de la res, certero asesta una palabra a tiempo en medio de la lectura, muestra los cabos de los hilos del análisis, la reconvención al exponer en clase, el pedimento de guardar silencio, la puerta que se abre, que se cierra, la sentencia sobre el movimiento literario y los datos del autor que ha de verse en la siguiente sesión. Enseguida, el pasillo es el refugio entre la historia de la literatura y la filosofía del lenguaje, la plática de los últimos hechos, el cigarrillo infaltable, la cajetilla compartida, el libro o el disco compacto que se piden prestados. Los pasos a la cafetería, a sacar copias, a la biblioteca al encuentro de un remanso para leer o por el texto de referencia para la exposición de Literatura Comparada; a asomarse para ver quiénes esperan el inicio de la siguiente clase bajo los árboles, al abrigo de la media mañana que toma por asalto las manecillas del reloj. Esa espera transcurre casi sin sentirse y hay que apurar la última bocanada de humo para ganar asiento antes de que la lista se encamine nombres abajo. Pedro Páramo, Madame Bovary, Aureliano Buendía, Medea, Ixca Cienfuegos, La Maga, La cantante calva, don Rigoberto, Rosario, cada cual anda en su litografía por esos pasillos visitando amigos entrañables, conocidos y parientes cercanos por vías extrañas más que por la distancia y la sangre. De a poco los salones y los pasillos rebosan soledad, la playa del mediodía va del sopor al ensimismamiento, y un delicioso silencio escudriña todos los rincones y planea desde unos metros arriba del ático hasta los fríos cajetes de cemento que son custodiados por un muro de piedra lisa.»

(Uno de mis placeres culposos: soy seguidor del futbol americano. Ayer vi jugar a los legendarios 49’s de San Francisco –digo legendarios por aquellos jugadores como Joe Montana, Jerry Rice, Roger Craig, Steve Young, entre otros–, y la decepción fue enorme, no son ni la sombra de lo que algún tiempo fueron).

 

Evocación de las urbes

Evocación de las urbes



En qué ciudad del mundo se halla la Lisboa revisitada de Pessoa –escrita a través de su heterónimo Álvaro de Campos–?
Acaso en Lisboa misma, o en otra urbe portuguesa, o sólo fue una proyección imaginativa del poeta o un líquido recuerdo que goteó de la memoria de su niñez?
Quizás Pessoa se valió del recurso cinematográfico del «tiburón rojo» para llevar los ojos de los lectores –y de sus detractores– a un punto equívoco, ocultando la ciudad al mismo tiempo en que levantaba el velo para mostrarla tal cual era?
O la Lisboa revisitada no es más que otro de sus múltiples heterónimos, un tipo de carne y hueso vuelto una ciudad de concreto y madera en la que interminablemente atracan barcos y más barcos?
Pessoa, mediante letras, convirtió Lisboa en una operación matemática cuya fórmula de solución sólo él sabía y conducía, sin remedio, a una melancolía permanente?
La Lisboa revisitada seguirá siendo la misma que fue cuando Pessoa la visitó, la revisitó, la escribió, la inmortalizó, la hizo trasponer esa línea ínfima del tiempo y la distancia, o ha mutado y de aquélla ya nada queda sino el nombre?

La Lisboa revisitada pudiera ser, tal vez –en un ejercicio demente y disparatado–, la Guadalajara pasada y repasada ante los ojos de todo aquél que la contempla hoy?
Puede una ciudad ser otra sin dejar de ser la que es?

«¡Oh cielo azul, el mismo de mi infancia!
¡Eterna verdad vacía y perfecta!
¡Oh suave Tajo, ancestral y mudo, pequeña verdad donde el cielo se refleja!
¡Oh pena mía, de nuevo visitada, oh Lisboa de otro tiempo, hoy!
Nada me dais, nada me quitáis, nada sois que yo me sienta.
¡Dejadme en paz! No he de tardar, que nunca tardo…
Y mientras tardan el Abismo y el Silencio
¡quiero estar conmigo a solas!»

Álvaro de Campos –Fernando Pessoa–, «Lisboa revisitada» (últimos versos)

(A la Chica Azul se le alegró el día al saber que en diciembre viene su novio a la ciudad; y no sólo eso, ha decidido ir a verlo)

 

¿Qué es la vida?

¿Qué es la vida?




En el cielo había un avión, dos pájaros y nubes dispersas, diminutas. El avión hacía un fuerte ruido, sin embargo yo veía los pájaros: agitaban sus alas y en seguida planeaban sobre su vientre negro, las volvían a agitar y de nuevo se tiraban en esa hamaca que se forma cuando las corrientes de aire se encuentran.
En el suelo, por la acera, en dirección opuesta a la mía caminaba una mujer; parecía desorientada, alguien diría que andaba «volando bajo». Se detuvo a pocos pasos, miró hacia atrás, consultó su reloj, echó a andar de nuevo. Supuse que alguien la estaría esperando. Nos separaban no más de diez metros ya.
Momentos después pude verla entera. Arrastraba los pies, tenía los ojos embotados, el cuerpo crispado, su pelo lucía salpicado de basura y hojarasca, tropezaba a cada tanto, canturreaba, y su rostro era un cúmulo de tristezas.
Pasé de largo y tras unos pasos volví la cara: vi que se había detenido, apoyaba un brazo en un poste de líneas telefónicas, se inclinaba y levantaba la cabeza al cielo donde el avión ya no estaba pero los pájaros y las nubes, ya mutadas, sí.
De pronto, de lo más paradójico, me sentí desesperado. Me encaminé hacia ella. Como pensamientos fugaces, ideaba qué le preguntaría, qué le diría, cómo explicaría mi repentino interés en su historia. Miró de nuevo su reloj y reemprendió su caminata ahora por la calle, al filo de la acera, aprisa.
La tarde no tardaba en dejarse ir con todas sus luces, lo anunciaba que la calle estaba casi sola, excepto por la mujer, por un anciano y por mí. La fila de autos estacionados de maestros de la universidad iba siendo cada vez menos, y ese anciano que estaba a su cuidado dormitaba sobre un tambo verde que se sostenía en un extremo sobre un árbol ya seco, doblado, vencido en su intento de mantenerse erguido.
La mujer una vez más se detuvo. A esas alturas no nos separaban más de cuatro metros. Volvió el rostro con rapidez. Sus ojos encontraron los míos, como si los hubiera buscado con súbito interés. Quedé congelado allí, como cuando se juega a las estatuas de sal. Dijo algo que no entendí, sólo asentí. Volvió a hablar, calló, y concluyó con una frase más inentendible todavía. Lo único que atiné a decir fue «qué calor hace». Pese a que un momento antes había consultado la hora, en seguida le pregunté con nerviosismo: «¿sabe qué hora es?». La mujer ignoró la pregunta, me ignoró, ignoró todo y, tras subirse a la acera, retomó su camino. Había algo en ella que me hacía pensar que la había visto antes.
Quedé en blanco, desorientado; tras un momento me pregunté qué le sucedería a esa mujer, qué me sucedía a mí que iba detrás suyo sin saber lo qué ocurría realmente, sin saber qué era lo que yo buscaba interesándome en una mujer que bien hubiera podido pasar como una desquiciada. ¿O acaso el loco era yo? Había escuchado hablar de la identificación de las almas, pero la situación no tenía nada que ver con aquello, en principio porque no me estaba guiando por una atracción o interés amatorio alguno.
Me detuve. Los pájaros pasaron cerca de mí, persiguiéndose, esquivando objetos con limpieza. Un camión urbano circulaba a exceso de velocidad, se pasó la luz roja; un automovilista lo insultó. La mujer hizo caso omiso de lo que sucedía a su alrededor, seguía caminando, ahora con la cabeza gacha. Ni siquiera la levantó al cruzar la calle rumbo al parque a esa hora llena de enamorados.
Indeciso me detuve. Nunca me percaté de que el anciano de los autos se acercaba a mí, lo noté hasta que me dijo, tan cerca y clarito, que esa mujer se había casado no hace mucho, que había tenido unos gemelos, que había sido feliz, pero que no hacía ni tres meses que su marido y sus dos hijos habían muerto intoxicados en su misma casa por una fuga de gas de la estufa, por la noche; y que ella había podido salvar la vida gracias a la atención médica.
Otra mujer, con mandil y a la que le calculé algunos sesenta años, pasó junto a nosotros a la carrera. Al notar mi extrañeza el anciano se apuró a decir que era la madre, que no había día en que no saliera a buscarla.

¿A qué hay que aferrarse cuando sobrevienen este tipo de desgracias? ¿A vivir?

(Esta historia inició en una calle de la Consti-rock hace diez años más o menos, y concluyó ayer, en los alrededores del CUCSH.
-Para Luz, la hija de doña Tere, a quien por mucho tiempo llamamos doña Cacique.)

 

Un nocaut

Un nocaut

 

¿Cuándo fue que comencé a leer cuentos? ¿Fue antes o después de leer el Diario de Ana Frank? O ¿por la misma época en que compré La vuelta al mundo en 80 días, con imágenes y letra grande, que Daniel acabó destruyendo?
Tras estas dos primeras novelas de las que guardo gratos recuerdos, siguió, de eso no tengo duda, Las aventuras de Tom Sawyer, caricatura que años después vería en la televisión. Pero, ¿y el cuento, cuándo irrumpió en mis afanes de lectura?


No podría precisar una fecha al respecto, ni tampoco el primer cuento que leí con conciencia de estar consumiendo literatura. Lo que sí puedo hacer es enumerar algunos textos que por más que acumule lecturas, no los podré dejar de lado nunca; bueno, mientras la desmemoria no se ahonde más de lo que ya ha ganado en mi cabeza.
Es casi seguro que no citaré todos, así que de antemano sé que esta lista resultará incompleta, cuando no bastante apocada –en número.
Imposible no traer a colación «Aura», que según los términos literarios es una novela corta; pero yo considero ese texto como un cuento largo. «La cena» de Alfonso Reyes, que según los críticos y no tan conocedores, fue la base del multialabado texto de Fuentes. «Ocaranza» y «Los viernes de Lautaro» de Jesús Gardea, un escritor chihuahuense fallecido hace cuatro años, cuya calidad no ha sido reconocida en su justa medida. «No oyes ladrar los perros», «Luvina», «Macario», «Diles que no me maten» –entre muchos otros–, de Juan Rulfo, el vendedor de llantas y fotógrafo del sur de Jalisco, con su páramo de personajes en retoño. «La noche boca arriba», «Continuidad de los parques» y «El perseguidor», de Cortázar –no recuerdo los títulos de otros que me han dejado con un sobresalto delicioso. «Los gallinazos sin plumas» del olvidadísimo y peruanísimo Julio Ramón Ribeyro, uno de los grandes ausentes del llamado boom latinoamericano. «Rojo y Blanco» y la serie de los Pierrots de Bernardo Couto, el considerado por muchos como el escritor maldito mexicano –a la usanza de los poetas malditos franceses. De Tenesse Williams «Algo de Tolstoi» me sorprendió por un momento y apesadumbró hacia el final. «El guardagujas», «En verdad os digo» y «El poderoso miligramo» del sureño Juan José Arreola, artesano de la ficción, hacedor de mundos, para los más, inconcebibles. «El escarabajo de oro» y «El retrato oval» del estadounidense Edgar Allan Poe, quien ha sido acusado, después de muerto, de asesino, de trata de blancas, drogadicto, y que, entre otras cosas, acusaba delirium tremens; todo ello, por cierto, no del todo cierto –casi me sale un trabalenguas. Del chiapaneco Eraclio Zepeda, un viejo bonachón siempre dispuesto a contar historias a viva voz, «Asalto nocturno» y «Vientoooo». De Ignacio Betancourt un cuento tan irreverente como divertido, «De cómo Guadalupe bajó a la montaña y otras cosas más». «El sentadito» de David Martín del Campo y «Tachas» de Efrén Hernández. El inolvidabe «El Rayo Macoy» de Rafael Ramírez Heredia, tamaulipeco de muchos mundos. Algunos más –por no recordar los títulos sólo escribiré autores– de Salvador Elizondo, Jorge Luis Borges, Luis Sepúlveda, Lovecraft, Augusto Monterroso, Juan García Ponce, Dr. Atl, Daniel Sada, Bárbara Jacobs, Max Aub, Gutiérrez Nájera, Beatriz Espejo, Godofredo Olivares, Sergio Ramírez, Juan Villoro, Ethel Krauze, Francisco Rojas González, y más y más y más autores…


El cuento, según Cortázar, por su estructura y dimensión, es como un nocaut en el box: cuando menos lo esperas te llega el golpe y acabas en la lona…


Una batalla acuosa

Una batalla acuosa

 

 

Aquel día en que Cirilo se fue las nubes amanecieron pegadas a las ventanas del departamento del cuarto piso. La noche anterior oímos que corrían por las azoteas del edificio en el que vivíamos, y en el de al lado; cuchicheaban, y de pronto detenían su carrera, mas al poco rato emprendían de nuevo una zancada endiablada. Aunque ya se sabe que una nube es ligera si no está cargada de agua, éstas lucían más o menos grises.


Esa mañana, nos hallábamos cercados. Incluso una, regordeta, había logrado escabullirse a la sala: lo hizo por el patio, dividiéndose en pequeños cuadros para atravesar la pared cuadriculada; era pequeña y sus ojos colgaban junto al foco apagado; después, se paseó por la cocina y fue a acostarse sobre el comedor. Polita se asomó por la ventana del estudio y me dijo que otras nubes andaban rondando las paredes; me asomé y las vi como plantas que se adhieren y van apoderándose de todo lo que tocan. Allá abajo, por calles y aceras iban y venían, dejando rastros húmedos, hilitos de agua que se abrían paso entre restos de periódicos y el empedrado, como si cada una trajera su propia lluvia dentro y la pariera sin ningún cuidado en todo lugar.


Polita cerró de pronto la claraboya del baño, dos pequeñas nubes forcejeaban, gritaban; querían entrar al departamento. Al fin, ella, con los ojos desesperanzados, soltó la claraboya y cerró tras de sí la puerta del baño; las nubes hicieron suyo ese cuarto. La que se hallaba tendida encima del cristal del comedor se deshacía patas abajo, en un reguero lento. Polita buscó en los cajones y alacenas algún trapo que sirviera de pronto para tapar la boca de esa nube y que no siguiera vomitando agua; al fin, de entre algunos cubiertos sacó un pedazo de tela –extraabsorbente decía la bolsa– y se abalanzó sobre la nube que no tuvo tiempo de hacerse a un lado. Las vi forcejear por un momento, en tanto ya se escuchaban golpes del otro lado de la puerta de madera del baño. Polita, concentrada, había logrado vencer a la nube; se alejó del comedor rumbo al lavadero del patio, a exprimir aquellos restos de nube.


El sol, sigiloso, se introducía poco a poco por las ventanas; las persianas corridas le deban paso seguro. Como sombras que caen de pronto, cuatro nubes descendieron de la azotea por las ventanas y se montaron sobre los fragmentos de sol que había en la sala del departamento. Todo se volvió oscuro de un momento a otro. Tuvo lugar una batalla descabellada, de la que salieron victoriosas las nubes, y el sol emprendió la retirada. Para cuando nos dimos cuenta, las nubes se habían desperdigado por todo el departamento. Caminábamos en agua. Las veíamos treparse a todos los muebles, brincar sobre una sola pata, rebotar en el techo. Momentos después ya se habían vuelto manchas oscuras con la ayuda de la noche.


Agotados, temerosos, las dejamos ahí y decidimos ir a descansar. Nos vimos obligados a sacar de la recámara unas cuantas, que se solazaban cuán largas eran sobre el colchón. Del otro lado de la puerta se oía que discutían, unas más jugaban cartas, otras se amaban, y también algunas pedían un espacio seco para tirarse panza arriba. Fue difícil, pero al fin pudimos dormir. Cuando desperté, Polita miraba por la ventana de la sala: las nubes se arrastraban en el edificio de enfrente queriendo entrar en una casa vecina. Pudimos ver que una mujer se movía desesperada tratando de impedirles el paso. Indiferente, corrí la persiana y salimos para ver a Cirilo que había regresado.

 

Miércoles… eternos miércoles

Miércoles… eternos miércoles

 



V

El miércoles viene y se instala con su cara de indolencia

Ando tambaleante, me recargo en sus paredes

Ando queriéndole tocar su indolencia; pero
el miércoles, lo descubrí, es intocable

En él todos los pasos pierden su hondura

Es invencible. Es invencible. Es invencible…

El miércoles no se duele a sí mismo. Me duele a mí... Nos duele

Si el miércoles no viniera arrastrando su indolencia ni tampoco
restallando sus pasos de tajo en tajo,
ya no andaría yo recargándome en sus paredes

–Cuando, agotado, le beso los labios al miércoles, estás allí–.


(Estos días de media semana no han perdido su aspecto de largos ratos e impersonales. Este poema pertenece a una serie titulada precisamente «Los miércoles», capítulo de un poemario en proceso de edición e impresión cuyo nombre será «En un día de éstos»)

 



Reynaldo

Reynaldo

 

 

(sombreros 3)


En la tibia oscuridad únicamente alcanzaba a distinguir la silueta de su sombrero, de lado, detenido al fondo de las curvas que la barranca iba engullendo. El viento frío crispaba su rostro enjuto, de bigote ancho, entrecano, alargado contra los peñascos que nos iba dejando la sierra; pero el sombrero parecía no pertenecer a ese hombre que se enrollaba, encobijado, en una esquina de la camioneta. En la profundidad del barranco, colgando luces a lo lejos, pendiendo el cielo negruzco de la nada, el hombre por fin se retiró el sombrero y sus ojos, de tigre que mide todo movimiento, se encontraron con los míos: se recostó de lado, recogió sus piernas, y se perdió en su silencio. El sombrero quedó bajo la cobija, y ya, cuando atajábamos las últimas curvas del trayecto, el primer sol, atravesando la manta, lo iluminó del todo.

 

 

José, mi tío

José, mi tío

 

(Sombreros -2)

 

«No es fácil explicar la relación de un hombre con su sombrero. Es un objeto que siempre va a estar ahí, muy cerca de la cabeza.»

Luis Humberto Crosthwaite, «Idos de la mente»
 

 

El brazo le colgaba como un vestido zarandeado por el aire en el tendedero. Un tractor se lo había destrozado veinte años atrás. No obstante, ese miembro tenía la suficiente fuerza para llevarse a la cabeza su sombrero ancho, café, con tres agujeros perfectos en cada costado. Las correas del sombrero le rodeaban el cuello, siempre de camisa a cuadros, con mancuernas cremas, brillantes; me recordaba a esas películas en que los vaqueros más envalentonados se batían a duelo no sin antes afianzar las correas por debajo de la barbilla y adquirir un rostro duro. José murió semanas después de que su esposa, una mujer que siempre vestía toda de negro, falleciera tras una larga enfermedad cancerígena; en el ventanal que daba al balcón, recostado en la mecedora que habían traído de Florencia, con el sombrero blanco sobrepuesto en la rodilla, José extravió sus ojos en el verdor del cielo allá al fondo de la tarde más quieta que recuerdo.

 

 

El escritor maldito de estos lares

El escritor maldito de estos lares




Bernardo Couto Castillo, el escritor maldito mexicano de la segunda mitad del siglo XIX, es un autor casi desconocido. Couto, ante el avasallamiento de escritores «de prestigio» –como marca comercial– por estos días aciagos, no aparece en el mapa de la narrativa mexicana. Es un desconocido excepcional, sus cuentos son cortos, pero dispuestos a dejar salir a la menor provocación un universo imposible de aprisionar al primer intento. Couto, que dejó un sinnúmero de estos textos, murió tan sólo a los 22 años de edad, por el abundante alcohol, drogas y noches de fiesta; antes, siendo adolescente, se había fugado del parvulario. No obstante su desafinada juventud, su narrativa cuentística fue prolífica, bien hecha, contundente.

A la manera de los poetas malditos franceses –Rimbaud, Baudelaire–, Couto llevó una vida turbulenta interior y exteriormente, pero le alcanzó el tiempo para dejar, letras de por medio, su genialidad, atisbos de su locura creacional, huellas que no obstante haber sido trazadas a la intemperie todavía pueden encontrarse si se pone un poco de atención.


Tan sólo por mencionar algo, en «Rojo y Blanco» este escritor mexicano inaugura, podría decirse, una nueva poética del crimen: da a luz la estética del asesino que cuida los detalles, del asesino que desnuda a una mujer, la acomoda sobre un lecho, la mira con paciencia y ojos tristes, para al fin atravesarle la garganta con un cuchillo: los trazos de esa pintura, como letras hechas con el cincel que prefigura el letrero que ha de colgarse sobre la puerta que da a la calle con el cometido de que pueda visualizarse apenas se ha dado vuelta a la esquina, sorprenden y llevan al ensimismamiento. En su pretensión de dar muerte está avientrada la intuición de lo plástico como belleza suprema, la conciencia de una nueva manera de creación.

Couto no escribió más que cuentos, que comenzó a publicar en revistas culturales de la época cuando tenía apenas 14 años; en aquel tiempo se le tachó de ser un escritor vulgar, malo, inconsciente, inconsistente, por tratar temas de esa manera descarnada y desenfadada. Aún así, siguió creyendo en su escritura, y murió escribiendo, muerto ha escrito. Los pocos que han leído parte de su obra coinciden en la genialidad modernista de Couto.

En Factoría Ediciones, colección «Serpiente emplumada», Ángel Muñoz Fernández ha publicado sus «Cuentos completos», libro que se puede adquirir por Internet.

Susana San Juan

Susana San Juan

 

Durante la semana pasada, tras releer algunos párrafos de «Pedro Páramo», sobre todo lo referente a Susana San Juan, recordé que cuando leí esta novela de Rulfo por primera vez acabé enamorado de esta mujer.

 

Susana San Juan, la última esposa de Pedro Páramo, la de la sepultura grande, la que algunos decían que estaba loca y otros no, la Susana niña, la Susana que se casó con Florencio, la Susana que vivió con Bartolomé San Juan –su padre–, y la última Susana, la esposa que vivió en La Media Luna con el cacique Pedro Páramo, que él no se atrevió a tocar, a la que consideraba intocable, pura, la que estaba por encima de todos los hombres.

 

«-Yo. Yo vi morir a doña Susanita.- ¿Qué dices, Dorotea?- Lo que te acabo de decir.Al alba la gente fue despertada por el repique de la campanas. Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría; pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la misa grande y empezaron a abrirse las puertas; las menos, sólo aquellas donde vivía gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque del alba les avisara que ya había terminado la noche. Pero el repique duró más de lo debido. Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino también las de la Sangre de Cristo, las de la Cruz Verde y tal vez las del Santuario. Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos. Los hombres gritaban para oír lo que querían decir. “ ¿Qué habrá pasado?”, se preguntaban.A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cascadas, con un sonar hueco como de cántaro.- Se ha muerto doña Susana.- ¿Muerto? ¿Quién?- La señora.- ¿La tuya?- La de Pedro Páramo.Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique. De Contla venían como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorios y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo.Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más. La Media Luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala:- Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.Y así lo hizo».

 

Juan Rulfo, fragmento de «Pedro Páramo».

Romina

Romina

 

Ante la mirada de los transeúntes ocultaba el rostro.

Recargada sobre los muros iba calle a calle, rumiando las palabras últimas.

Lloraba, pero nadie la había visto llorar, nadie la vería.

Su dolor era un ejercicio cotidiano que de tanto practicarlo había llegado a dominarlo: sabía ser dolorosa, sabía amasar todo el dolor que le hacían llegar.

Prefería las aceras solas, prefería el dolor llano, prefería su soledad para martirizarse.

Romina era una mujer endeble, toda de dolor, incluso alguna vez pensó que sus padres habían cometido un craso error: debía llamarse Dolores.

No distinguía ya nada, ni la hora, ni el momento del día, ni los sueños frustrados: en el fondo ella no creía en los sueños que se frustan, sólo en que no había oportunidad para todo.

El dolor, en un principio, fue una máscara; pero ahora Romina era dolorosa.

Sabía que el dolor le pertenecía, y si veía a alguien sufriendo le arrebata su pena y se la llevaba.

Aquellas palabras últimas ya no las recordaba una por una: sólo sabía que habían sido palabras, quizá inentendibles, quizá sólo palabrería…

El dolor no correspondía a una situación, a una querencia, al temor de la muerte, a los recuerdos ya invisibles, a una amiga que le dio la espalda…

El dolor era Romina, ella misma sabía ser dolorosa, Romina era el dolor, Romina en la cotidianidad de un dolor que no tenía vuelta de hoja, era dolor llano, era ella, era dolor…

La perfección en ser dolorosa, dolorida, dolorosamente dolida era ser ella misma, Romina, la del dolor a cuestas, la de sólo dolor…

Alguien la vio, con la cabeza gacha, en la última calle, recargada en la última casa; a su vuelta, ese alguien ya no la vio más, sólo un rastro doloroso quedó en aquella pared…

 

«¿Por qué uno quiere lanzarse desde lo alto, y al bajar buscar olvido?».

(Caifanes, «Los dioses ocultos», El Diablito) 

Vengo del corazón a mis trabajos

Vengo del corazón a mis trabajos

Hoy sólo quiero justificiar el por qué del título de este espacio. “Vengo del corazón a mis trabajos” es un verso de un poema de Ricardo Yáñez, un poema sencillo y llegador, un breve poema que encierra un encanto abrumador por su carácter reflexivo o puramente visual (según se le quiera ver), surgido de la vena más coloquial del lenguaje, cercano a la canción popular, que parece escrito de primera intención y que, a la vez, muestra un riguroso oficio. Aquí el poema del que hablo:

 

Si no amor soy entonces qué carajos

qué nube de pesar qué estrella herida

bandera por qué vientos abatida

conversación resuelta en qué estropajos

 

vengo del corazón a mis trabajos

y voy de mis trabajos a la vida

vida que se te entrega inmerecida

pero que sabe dar sus golpes bajos

 

no sé ni qué decir pero me digo

que al fin y al cabo soy un buen testigo

y voy atestiguar que estoy amando

 

todo lo que perdí mejor ahora

que cuando lo tenía llora llora

no dejes de cantar te estoy mirando

 

(Ricardo Yáñez, en su antología personal Novedad en la sombra)

Cuadros de costumbres

Cuadros de costumbres

En Morelia, El Nigromante es una calle espléndida: adoquinada, a sus costados casonas viejas y un templo barroco cuyo flanco izquierdo luce dos altos portones rústicos, y al final hace cerrada entre cafés y bares con mesas y sombrillas en las aceras, cuyo aire urbano sucumbe a su traza rural. Realmente es una calle de ésas que uno se da gusto recorrer. Pero, ¿quién es El Nigromante? Su nombre de pila es Ignacio Ramírez, y es uno de los escritores mexicanos más importantes del siglo XIX. A continuación, dos fragmentos de sus cuadros de costumbres: La estanquillera, la mujer que vendía tabaco en el estanquillo, lugares muy populares en el siglo diecinueve mexicano y hasta mediados del veinte, pero hoy totalmente erradicados. Quizá en algún pueblo perdido en la vastedad de la república subsista algún estanquillo, pero en los pocos que he visitado no he encontrado alguno.

LA ESTANQUILLERA

¡He aquí un tipo verdaderamente nacional! La vendedora por menor de puros, de cigarros y de los otros artículos que producen las rentas estancadas, es hija del monopolio; y la hemos visto agotarse y degenerar bajo la libertad del tabaco: su alimento le viene de Orizaba. La piedra de un litógrafo la ha cantado, y procurará retratarla nuestra pluma. A Flora se le consagraba el aroma de las flores, que ella misma cultivaba; hermosa estanquillera dame una cajilla de puros para que pueda yo presentarte al público en tu santuario, envuelta con el humo fragante de tus mismos pebeteros.

La verdadera estanquillera debe ser joven, hermosa y decente; con su juventud conquista el puesto que ocupa; con su hermosura aumenta el número de los marchantes; y la decencia de su cuna, es una garantía de que no se ocupará en ninguna faena doméstica, y de que enteramente se entregará al cumplimiento de su augusta misión, que es la venta del tabaco. Ave de paso se ha detenido en el estanquillo para emprender de nuevo su vuelo hacia una elevada esfera; por eso en su domicilio, ausente la dueña, nada revela que una mujer lo ha habitado; el hogar no conserva la huella del fuego; los utensilios de cocina jamás han adornado aquellos muros; ninguna aguja se esconde entre las hendiduras de los ladrillos; la estanquillera come del bodegón, y compra sus trajes en las tiendas de los empeños: la estanquillera no es mujer de su casa, sino del estanquillo.


(México, mayo de 1855)