Nuestras tierras flacas
Aquellas tierras flacas que Yáñez dibujó con sus letras todavía persiguen un sueño arenoso, aún limitan aquellos cuadros tempranos de personajes que hablaban mucho y actuaban según sus creencias, y que en algún momento podían desenvolverse de un modo recalcitrante. Las tierras flacas, las de ahora, las nuestras, ésas que han rebasado los márgenes e índices; las tierras en las que aramos todos los días en la revoltosa urbanidad, en el pensamiento, en la imaginación, en las palabras dichas que se quedan aleteando un momento y luego se van, en todo aquello que creamos, que concebimos, que recibimos, que hacemos nuestro; esas tierras flacas no tienen ya más nada de arenosas, son más bien espacios que se vuelve necesario inundar para que dejen de ser –sin volver siquiera un solo paso– tierras dispersas, tierras ajenas, yermas, lejanas, de geografía accidentada; nuestras tierras flacas a menudo engordan, pero pasado un tiempo vuelven a ser nuestras otra vez, las únicas tierras que sabemos recorrer porque su itinerario ya lo aprendimos de memoria y, quizá, en eso estriba su condena a balancearse dentro de un reloj (de arena, por supuesto).
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