Romina
Ante la mirada de los transeúntes ocultaba el rostro.
Recargada sobre los muros iba calle a calle, rumiando las palabras últimas.
Lloraba, pero nadie la había visto llorar, nadie la vería.
Su dolor era un ejercicio cotidiano que de tanto practicarlo había llegado a dominarlo: sabía ser dolorosa, sabía amasar todo el dolor que le hacían llegar.
Prefería las aceras solas, prefería el dolor llano, prefería su soledad para martirizarse.
Romina era una mujer endeble, toda de dolor, incluso alguna vez pensó que sus padres habían cometido un craso error: debía llamarse Dolores.
No distinguía ya nada, ni la hora, ni el momento del día, ni los sueños frustrados: en el fondo ella no creía en los sueños que se frustan, sólo en que no había oportunidad para todo.
El dolor, en un principio, fue una máscara; pero ahora Romina era dolorosa.
Sabía que el dolor le pertenecía, y si veía a alguien sufriendo le arrebata su pena y se la llevaba.
Aquellas palabras últimas ya no las recordaba una por una: sólo sabía que habían sido palabras, quizá inentendibles, quizá sólo palabrería…
El dolor no correspondía a una situación, a una querencia, al temor de la muerte, a los recuerdos ya invisibles, a una amiga que le dio la espalda…
El dolor era Romina, ella misma sabía ser dolorosa, Romina era el dolor, Romina en la cotidianidad de un dolor que no tenía vuelta de hoja, era dolor llano, era ella, era dolor…
La perfección en ser dolorosa, dolorida, dolorosamente dolida era ser ella misma, Romina, la del dolor a cuestas, la de sólo dolor…
Alguien la vio, con la cabeza gacha, en la última calle, recargada en la última casa; a su vuelta, ese alguien ya no la vio más, sólo un rastro doloroso quedó en aquella pared…
«¿Por qué uno quiere lanzarse desde lo alto, y al bajar buscar olvido?».
(Caifanes, «Los dioses ocultos», El Diablito)
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