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Vengo del corazón a mis trabajos

Urbanohistorias

Conversancias camioneriles

Conversancias camioneriles

 

—Yo te aviso pa que sepas que esto no es juego. Como te digo, yo por las buenas soy a todísima madre, pero por las malas mejor ni me conozcas.

—¿Y yo qué puedo hacer, ni modo que lo saque a la calle?

—Es lo que te digo, no sé cuándo caiga, y no sé tampoco si voy en la mañana, o en la tarde, o no sé; puede ser en esta semana, o en la otra, o cualquier día…

—Te digo que yo no sé nada…

—Bueno, yo te aviso pa que estés enterada, ¿te imaginas la cara de tus patronas si armo un desmadre?

—Yo te he contado todo tal como ha pasado, todo te lo he dicho.

—Mira, si agarro a ese cabrón, a los dos les va a ir mal, le voy a partir su madre, me voy a desquitar con él lo que no pude con el otro de hace tiempo…

—“Pagan justos por pecadores”.

—Ora sí como dijo el otro, “yo no busco quién me la hizo, sino quién me la pague”.

—El sábado lo arreglo, voy a hablar con él…

—Entonces ¿si te ves con él?

—No, nada, ya te lo he dicho…

—Yo no sé, desde hace tiempo te dije que lo arreglaras, te di libertad, ¿te acuerdas que te lo dije?

—Sí, sí…

—¿Te lo dije o no?

—Sí…

—Si no lo has arreglado ya no es mi pedo…

—Le comenté, pero no deja de ir…

—Ya ves, entonces tienen algo…

—Con una chingada, que no… pero no deja de ir…

—Pos yo te lo retiro, vas a ver si no te lo retiro; si no entiende, si no te hace caso, vas a ver que a mí me hace caso, te lo voy a retirar a punta de madrazos…

—¿Y para qué?, nomás armando borlotes…

—Como te digo, te doy hasta el sábado, si sigue terco yo te lo retiro, vas a ver si no te lo retiro al muy idiota…

—Sí, el sábado voy a hablar con él, y lo arreglo todo…

—Bueno, véle tanteando, esto no es un juego, y ese cabrón que se cuide; con el otro no pude hacer nada, pero sí a éste se le ocurre atravesarse en mi camino, lo voy a madrear; y peor si ese día me hacen enojar en el periódico…

—Te digo que lo arreglo el sábado…

—Ya te dije, pues, no quiero encabronarme más, no quiero llegar a ponerle una mano encima al ojete ése.

—Lo único que vas a hacer es meterte en problemas y meterme a mí…

—A mí me vale madres, ya sabes; si va el ministerio público porque lo madree, lo más que puede pasar es que me entamben, pero a mí qué me pasa, pago una fianza de 5 ó 10 mil pesos, y salgo, pero tú, de dónde la pagas, no tienes nada…

—Ay, ándale…

—Como te digo, no sé qué día caiga, como ahora, ¿no me esperabas, verdad?

—No…

—Ya ves, es lo que te digo, no quiero agarrarlos, piénsatela bien, piénsatela, no es un juego…

—Sí, ya sé, pero…

—Y es así, te digo que con qué pagas tú una fianza en caso de que esto valga madres, ¿con qué?

—Has de tener mucho dinero, tú…

—Es más, desde mañana mismo te dejo libre, nomás pa ver qué haces, pa ver si corres con aquél cabrón…

—…

—Desde mañana mismo te dejo en libertad, ahí la dejamos, nomás pa ver que no la haces…

—No lo cumples, no pasa un día y ahí estás…

—Te digo que mañana mismo te dejo libre, yo lo estoy diciendo…

—Eso dijiste la otra vez, y en la mañana ahí estabas en mi casa…

—Yo lo estoy diciendo…

—No lo cumples, no aguantas…

—Mañana mismo te dejo libre, nomás pa ver qué haces, pa ver si corres con aquel pendejo…

 

(En ese momento de la conversación –que más parecía un monólogo repetitivo, cacofónico, aturdido, de parte del tipo– había llegado a la esquina en que tenía que bajarme del camión)

Un accidente

Un accidente

Era temprano, pasadas las ocho. Esperaba a que el semáforo cambiara la luz. Los automóviles pasaban raudos en la avenida que pretendía cruzar, y los camiones hacían un ruido mortal para los oídos en aquella hora temprana. Llevaba un café en la mano, y la otra metida en los bolsillos del pantalón. Iba trajeado, pulcramente peinado, con los zapatos relucientes, y un maletín café le colgaba del hombro. Sus anteojos –de ésos de fondo de botella– lo hacían parecer aún más viejo de lo que era, sin embargo su pelo entrecano iba siendo cada vez menos. La luz cambió. Caminaba con parsimonia, como cuando el albatros planea y parece que flota y se detiene allá arriba. Cuando estaba a punto de alcanzar la otra acera, se le emparejó un tipo, se saludaron y siguieron por el mismo rumbo. Apenas se habían detenido en los portales cuando el tipo que le había dado alcance se separó, volvió sobre sus pasos casi corriendo, como cuando alguien recuerda haber olvidado algo en la tienda donde estuvo momentos antes. El otro se quedó allí, bajo un arco, pensativo, mirando nada más. Y sucedió lo que le habría de pasar en aquel primer día de su nuevo trabajo: a la altura de la solapa izquierda le cayó excremento de paloma. Miró con desagrado aquella verduzca masita caliente, sacó un papel, pero no hizo más que extender la mancha hacia donde el pañuelo asomaba de la bolsa superior. Dejó el maletín en el suelo, también el vaso de café, se arremangó el saco, se desanudó la corbata, se quitó los zapatos y comenzó a trepar la pilastra: quería alcanzar a la ave malhechora que, oronda, caminaba por la pestaña del arco; a él le parecía que se burlaba. Los transeúntes, a un tiempo divertidos e interesados, se detuvieron a mirar la escena. Mediaba poco más de un metro entre el animal y el hombre, cuando aquél alzó el vuelo. Un policía se había acercado. El hombre chasqueó los dientes, bajó, se calzó los zapatos, extendió las mangas, se anudó la corbata, levantó su maletín, tomó su café, y estiró el pañuelo que llevaba a la altura del pecho para cubrir la mancha, todavía tibia. Sin hacer caso al policía reanudó su camino, pero el oficial le cerró el paso. Hablaron; al poco rato cada uno tomó un rumbo distinto.  

«No lo hice adrede.Yo tampoco. Es todo lo que se le ocurrió decir a aquella imbécil, frente al jarro, hecho añicos. ¡Y era el de mi santa madre, que en gloria esté! La hice pedazos. Les juro que no pensé, un momento siquiera, en la ley del Talión. Fue más fuerte que yo»Max Aub, Crímenes ejemplares

Conversaciones

Conversaciones

 

La conversación hoy es un ejercicio casi desterrado, cuando no satanizado –aunque esto es tema de otro post–. A menudo escucho, cuando la gente platica –cuando la gente platica, lo recalco–, frases hechas, cohechas, maltrechas y deshechas que bien pueden quedar para la historia, así como los gestos que asumen los interlocutores:

Una señora le platicaba a otra: «¿Supiste que la boda de Ninel Conde todavía no es comprada en exclusiva por ninguna televisora ni revista?». El pequeño hijo de la interpelada, mientras ésta ponía una cara de «no lo puedo creer», había tropezado, caído y roto la boca.

Unos tipos, al fondo de un minibús, mientras chocaban sus botes de cerveza, le gritaban al chofer: «¿Qué pasa con la música? Súbele al volumen, carnal, que no alcanzamos a oír a Lupillo». El chofer miró por el retrovisor y sonrió para sí mismo.

El tianguero le respondía a una mujer que le había preguntado a cómo estaba el kilo de jicamas: «Para usted, a como las pague. Y si quiere escogerlas, ándele, meta mano con confianza». La mujer se limitó a reír apenada y a escoger la fruta.

En una fiesta infantil, el encargado de luz y sonido, decía por el micrófono: «Estamos aquí para festejar el cumpleaños de este niño» (¿?). Está visto que los maestros de ceremonias no vienen incluidos en los paquetes de luz y sonido.

Una muchacha le decía a su amiga, en pleno comadreo: «Viste cómo dejaron al pobre de Fabiruchis. Le rompieron toda la cara, quedó todo amoratado». La otra replicó un tanto conmovida: «Pobrecito, aunque eso le pasa por ser un desviado».

«Lo que sea de cada quien, yo puedo decir que mi marido ni me grita ni me golpea; nomás que cuando se enoja ni le busco la cara, porque me da unos cuantos manotazos». Así le decía una señora, cuarentona, que llevaba dos chamacos y una niña, a otra que presentaba algunos moretones en su rostro y se dirigía a «su clínica del imss». (Ellas, como muchas otras, acusan el síndrome de las mujeres de Tateposco, del que no se sabe a ciencia cierta si se trata de un mito urbano: el día que sus maridos no las golpean, sienten que no las quieren.)

«Eres un vulgar», dijo tajante el expresidente botudo pelavacas e imbécil en grado sumo, a un periodista que lo cuestionaba sobre la procedencia de sus bienes. Exabrupto originalmente guanajuatense. La vulgaridad, que yo sepa, en sentido estricto, no tiene nada que ver con el enriquecimiento ilícito y el robo a despoblado.

Una señora, atemorizada y aferrada a los tubos del camión, le gritaba al chofer –que no oía nada porque llevaba «Doce rosas» a todo volumen y ni siquiera manejaba atrabancado; tenía el pelo incluso estilo Los Yonics–: «Manejas como puerco, hijo de la chingada, ¿no te enseñaron modales? Ve y zarandea a tu abuela porque yo aquí me bajo». Timbró. El minibús se detuvo. La mujer, sin que el camión se moviera, tropezó en los escalones y se fue de boca al suelo. Nadie pudo hacer nada. El chofer, embebido en su rola, cerró las puertas y arrancó. Los demás pasajeros rieron sonoramente.

(Mañana jueves se cumple el mes de prueba que me pusieron, es decir, que quizá antes del fin de esta semana me pongan de patitas en la calle.
La fil empieza este próximo viernes. A diferencia de otros años, sólo pienso ir un día, quizá dos.)

 

Poderes extraños

Poderes extraños

 


Siempre he imaginado que las secretarias (o secretarios) de los registros civiles, incólumes y con su aire de suficiencia ante sus máquinas de escribir, son seres enigmáticos, poseedores de extraños poderes, pero que siempre pasan de incógnitos: no he escuchado todavía a alguien que interrumpa la conversación para decir: «ahí va la del registro civil», como sí he oído que se dice: «ahí va el señor de la ferretería», «acaba de pasar la señora de los elotes», «ayer me encontré a la muchacha de la mercería», etcétera.


Esto viene a propósito porque estos personajes tienen el poder –extraño, pero poder al fin– de omitir letras de los nombres –apellido y todo– que se registran, para alterarlos, cambiarlos totalmente o ya de plano, inventar otros. (Lo divertido de esto es que estoy seguro de que no son conscientes de la posesión y manejo de esa cualidad). Y de esto sobran ejemplos:


No hace mucho tenía una amiga que se apellidaba Fragoso, su hermano era Fregoso y una hermana mayor que ella Fragosa; tres apellidos en uno, qué capacidad para encontrar vertientes a una sola palabra.
Es bien sabido que López, Pérez, Gómez, González, son apellidos provenientes de España, que con el paso de los años nos hemos apropiado; pero ya existen las variantes Lopes, Peres, Gomes y Gonzales –que suenan más a portugués–, gracias a la habilidad de cambiar una letra por otra (que suena igual, dicen) y omitir el detalle del acento.
Hay también nombres que han ido cambiando tras un proceso de quitar y poner, por ejemplo: conocí una señora que se llamaba Pabla, en lugar de Paula; o aquel hombre que en un trolebús le comentaba a otro amigo que su madre había decidido ponerle Asdrúbal, pero al salir del registro civil ya llevaba el nombre de Cristóbal –la mujer del registro no entendió y acabó escribiendo lo que le sonó más parecido. O Marialena, que quedó en uno cuando debían ser dos: María Elena; en esta corriente sobreabundan los especímenes: Mariamparo, Marijose, Maripaz, etcétera; o aquel exabrupto de Ivón, Ivone, Ivonne o Ivonee –nombres semejantes presentan iguales fenómenos–, a quienes se tiene que preguntar como se escribe y pronuncia su nombre para no alargar el error cometido.
Ahora, también en cuanto a las fechas de nacimiento hay sus negritos en el arroz; el ejemplo más fresco que tengo es el de un chompa cercano, que nació en junio 6, pero la mujer escribió en su máquina que había nacido en julio 6; este asunto lo resolvió diciendo a algunos que cumple años en junio y a otros que en julio; festeja dos veces por año. Y está la situación de aquél –que conocí personalmente– que registraron dos años antes su nacimiento, es decir, ¡era más grande un año que su hermano mayor!


Esto de los errores en los registros de nacimiento en cuanto a nombres y fechas es, tal como ocurre con los automovilistas presuntuosos y que se pasan por alto todos los artículos de vialidad y las buenas maneras de conducir, un mal endémico.


   

 
 

En la carpa callejera

En la carpa callejera

 


Rabanote dijo que se llamaba el payaso que se subió al camión, ayer mismo por la tarde, justo cuando el calor hacía que todos los viajantes estuviéramos en nuestro jugo (por aquello de la carne en su jugo).


Recuerdo que alguien dijo alguna vez que un payaso es, en el fondo, un hombre alegre, que es feliz cuando los demás ríen, y que por ello hacía malabares y contaba historias y chistes. En otra ocasión, un amigo comentaba en una reunión, que un payaso no es más que un tipo que dice chistes de memoria y tan simples y malos que, en el fondo, ni siquiera a él le causan gracia, mucho menos a los oyentes. Y también, alguna vez leí que un payaso no es más que un niño adulto frustrado que por haber tenido una niñez para el olvido había decidido dedicarse a divertir a los demás.


En fin, Rabanote –al menos por su actuación de ayer– se ajusta a la segunda definición, puesto que por más que se esforzaba en divertir a los que íbamos en el camión en esa hora infernal de las cuatro de la tarde, no logró ni una sola risa, ni siquiera pudo conmover a nadie con aquella letanía de todo actor y cantante callejero: «Damas y caballeros, como pueden ver yo no soy un gran artista…». Ni una sola moneda recibió a cambio de su actuación, más desafortunada que plausible.


Verlo allí, parado en el pasillo, entre empujones y el bamboleo característico cuando se viaja en transporte urbano, era la más completa estampa de la desesperanza, el desaliento de aquel que tiene que ser otro para sobrevivir, al más puro estilo de la canción de Mercedes Sosa.


Rabanote, si se pudiera definir de alguna manera, me pareció un payaso de cara triste, y no por atender las lágrimas pintadas sobre sus mejillas blancuzcas enmarcadas por unos labios gruesos y rojos y sombrero de bombín. Su gesto no atinaba a transformarse ni aún cuando remataba con un chiste o le hacía alguna broma al pasajero que tenía más cerca. La tristeza de un payaso es, quizás, una tristeza doble, una tristeza palpable, una tristeza que bien pudiera merecer algo más que una moneda; a él, ahora lo supongo, le hubiera bastado con algún aplauso desganado o un movimiento afirmativo con la cabeza de más de uno.


Para su fortuna sólo un pequeño, que durante mucho rato había estado cabeceando en el regazo de su madre, le sonrió en algún momento a Rabanote. La ganancia en monedas fue nula para el payaso, pero al menos pudo llevarse el mejor rostro de ese niño –que, quizá, eso era lo que iba buscando.



 
 

Una frontera

Una frontera

 


«Un empleado del servicio de recolección de basura en Florida, halla una bolsa de plástico con 65 mil dólares y la devuelve a la policía»


Hace unos momentos leí esta noticia en el periódico. Y sí –tengo que reconocerlo–, lo primero que pensé fue «qué pen… sante». Pero, tras reflexionarlo durante un rato, pude imaginar al hombre caminando a la estación de policía, a donde entra y en el mostrador deja la bolsa mientras dice «encontré esta bolsa y vengo a entregarla para que sea devuelta a su dueño».


Es cierto, esto puede sonar irrisorio, inexplicable, fumado, incluso muy pero muy poco creíble; sin embargo, en esas imágenes está contenida una esperanza por los seres humanos que actualmente poblamos este planeta, o como diría un amigo, «no todo está perdido». Y no hablo precisamente de devolver todo lo perdido a sus dueños, sino de ser coherentes con lo que somos y pensamos. Es difícil, lo sé.


Más allá de este comentario de las bondades humanas que, aunque pocas, siguen apareciendo por aquí y por allá; quiero decir que esta historia verídica puede fácilmente rayar en lo fantástico. A menudo, una perspectiva miope de las cosas nos conduce a considerar que lo llamado real es duro, tétrico, intragable; cuando, en la práctica, puede dispararse en distintas direcciones, una de las cuales es lo fantasioso, aquello que le es propio a la imaginación más desatada.


Ahora, «ya entrados en gastos», como se dice comúnmente, por otro lado podríamos plantear dos escenarios: el hombre encuentra el dinero y lo devuelve (lo que sucedió); o, el hombre encuentra la bolsa con el dinero y se la guarda (lo que pudo suceder). En la primera cuestión no queda más que hablar bien del tipo, reconocerle ese acto de valentía y compromiso para consigo y con los demás. En cambio, si este hombre se embolsa los 65 mil dólares, ¿podría alguien recriminarle algo? Quizás sólo él mismo. O por el simple hecho de adueñarse de la bolsa –que encontró en la basura– aunque guarde el secreto, ¿sería reprobable su acto?

«¿Hasta dónde debemos practicar las verdades?», se pregunta Silvio en «Playa Girón».

 

El mundo es un letrero

El mundo es un letrero

 


No obstante ser considerado un arte por un reducido sector de la sociedad –aquí cabría disertar sobre el arte en sí, pero dejémoslo así–, a casi todos les resulta repugnante encontrar la barda de su casa pintarrajeada por mensajes indescifrables, dibujos que más les parecen exabruptos que producto de la inspiración o pinceladas estéticas, enormes trazos que contrastan con el estilo de las construcciones. Al contemplar la ciudad rayoneada por indeterminadas pintas, alguien fácilmente puede concebirse purgando una condena en una cárcel de puertas abiertas, de calles amplias, olores urbanos, cielos rasos y claros, pero de libertad condicionada y estructurada con cientos de pasillos laberínticos: ¿acaso buscan los graffiteros reestructurar el oficio de las urbes, despojarlas de su frío semblante y otorgarles una renovada fisonomía dictada por una nueva escritura, sorprendentes pinturas o proclamas de protesta e incluso fragmentos poéticos?

Las bardas o muros, portones, fachadas, construcciones abandonadas, anuncios y letreros publicitarios –espectaculares–, interiores y exteriores de autobuses públicos, señales de tránsito, bancas de parques, cristales de negocios, casetas telefónicas, puestos de periódicos, botes de basura, esquinas de establecimientos, cortinas de comercios, toldos, puestos ambulante son papel para el graffiti –en particular me refiero a esas leyendas inentendibles–, cuyo ejercicio está ligado a la clandestinidad. Incluso, en ocasiones es asociado con lo vandálico, codiciada bandera de las rivalidades añejas entre barrios: principalmente las bardas –papeles porosos, lisos, extensos, altos, idóneos para rayar– son disputadas en los extremos de la ciudad, al interior de las colonias, en la periferia, y la policía, al igual que en el cuento cortazariano titulado precisamente «Graffiti», es un perro guardián que más de las veces resulta burlado.

El grafitti –es un término italiano que viene desde los antiguos romanos, que decoraban sus habitaciones con pinturas–, como estrella fugaz –no en su belleza sino en lo instántaneo–, aparece de la noche a la mañana: donde un maestro pintor ha dejado un color pulcramente fresco, sabana multicolor como ventana que siempre luce abierta, se deja entrever esta aparición súbita, plaga incontrolable, sombra molesta por su insistencia. Su sintaxis tergiversada, mutilada, alterada, es para los más una suerte de acertijo villoriano: quien logre entender lo que se ha rayado, no sufrirá la condena de no saber de qué se está hablando o qué cifrado mensaje se ha dejado como señal. Así, como bien dice el título de este texto, el mundo bien puede ser una suerte de letrero, y las miradas que no lo comprenden (comprendemos) abren una amplia zanja entre el mensaje y su descodificación, muchas veces insalvable.

«El mundo es un letrero sin vocales, un árbol que florece detrás de la pared, una fruta que nunca madura en nuestros patios»
Anónimo

 

¿Quién es ése, o aquél, o el otro?

¿Quién es ése, o aquél, o el otro?




En la misma calle donde se ubica el Roxy –aquel lugar que antaño dedicaba sus afanes a dar a conocer propuestas de rock, ya fuera subterráneo, duro, puro, comercial y en español– encontré una librería de viejo, de ésas cuyo ambiente está saturado de un hedor a páginas mohosas y desgastadas. Entré en ella el viernes pasado, y estuve ahí dentro por casi una hora.


Esto no tiene nada de sorprendente o fuera de lo común; el asunto es que en una pared del local pendía un retrato antiguo, borroso, manchado: a pesar de estas condiciones logré ubicar de quién se trataba, pues al calce tenía esta inscripción pero con una fecha imposible de discernir: Don Reginaldo Cortés. Y ¿quién es o fue Reginaldo Cortés? Al principio supuse que era un antepasado de quien atendía la librería; tras preguntarle al sujeto, resultó que no, que no lo llamaba nada, que cuando adquirió el local el cuadro ahí estaba.


Siempre –y no a menudo, ni ocasionalmente, sino siempre– nos ataca ese mal endémico de querer colgar etiquetas y biografías a todo rostro desconocido que por alguna razón o circunstancia se cruza en nuestro camino. ¿Y éste quién se cree que es? Don Reginaldo, lo sé porque me di a la tarea de investigarlo –acuso también esa patología de detective metiche–, no escribió ningún libro, no gobernó ninguna ciudad, no fue magistrado, ni médico sobresaliente, ni futbolista, ni artesano, ni artista ambulante, ni cantante de boleros, ni integrante de algún mariachi ya desaparecido. No, don Reginaldo sólo se dedicó a vivir. ¿Dónde está, entonces, el interés por hablar de este hombre, más bien, de ese retrato olvidado en un rincón descarapelado y sucio de una librería de antiguo que levanta su cortina frente a un foro de conciertos pasado a la historia?


Todos esos cientos y miles de seres con que nos topamos en la calle, en todo lugar al que vamos, son rostros desconocidos que acabarán confundidos cuando estén en una tumba, a los que no será necesario colgarles una biografía. Por ello me gusta esa idea del sepulturero del cementerio de la ciudad donde vivía don José que durante mucho tiempo se dedicó a cambiar, imagino que por las noches, los nombres de las lápidas; así, todo doliente que visitaba el panteón en realidad lloraba o rezaba ante una tumba que no era la de su pariente o amigo. Una forma de anonimato total. De modo semejante: todos esos rostros que deambulan por las ciudades tan nos son ajenos que resultaría imposible guardar ese registro de las multitudes que nos desconciertan y atosigan al caminar por las calles.


¿A dónde voy con todo esto? A ningún lugar, es obvio; sólo quería resaltar que todos tenemos una historia que no necesita ser del dominio común para trascender, ya lo decía don Jaime Sabines: «amo la indiferencia del mundo para con mi persona».

(Este post está dedicado a don Reginaldo, por no estar ni en ese retrato ni en esa librería ni en esa vieja calle del centro tapatío, sino porque lo vi sentado en una silla de mecate, con su sombrero al lado, en la calle principal de San Ignacio Cerro Gordo el pasado sábado a mediodía, mirando el horizonte nada más, lo que para él es vivir.)



En familia

En familia




Al niño le habían dado algunas monedas. El sol calaba. Eran las 3:30 de la tarde, poco más. Se alejó del automóvil y fue al encuentro de su madre que, con bebé en brazos, venía de recorrer la fila de autos en espera del semáforo en verde. El pequeño, también la mujer de no más de 30 años, llevaban huaraches, los pies sucios, la ropa gastada y percudida; se les veía agotados, inútilmente vivos. La mujer –lo supuse– le preguntó cuánto le habían dado. El niño estiró el brazo y abrió la mano: vi brillar algunas monedas. En ese momento la mujer se percató que yo los estaba mirando; con insistencia. Pareció turbarse. El niño también le mostró a su mamá unos dulces que le habían dado junto con el dinero. Quitó la envoltura a uno y le ofreció a su hermano más pequeño. Éste lo rechazó. La mujer extendió su rebozo y cubrió la cabeza del pequeño, de donde manaba un vapor casi visible. La tela negra del chal los ocultó por un momento, como si se enconcharan en su capullo: habían bajado el telón, trazado con un gis imaginario la distancia entre ellos y nosotros, los demás, los transeúntes, los automovilistas, los que los vemos en todos los cruceros como si se tratara de otro tipo de señales viales. Esperaban, en familia, el cambio de luz en el semáforo. El niño corrió a otro auto, y luego al que estaba detrás, al siguiente, y… La mujer lo miraba deslizarse entre aquellas bestias metálicas y luego interpuso su brazo entre su cara y el sol, como si quisiera con eso apaciguarlo. El pequeño, pasado un momento, volvió y, de nuevo, estiró el brazo y abrió la mano: una vez más algo brillaba en su palma. La cerró y guardó aquello en una de las bolsas del suéter que la mujer llevaba debajo del rebozo. La mujer, con disimulo, trató de buscarme, quiso saber si yo seguía mirándolos –me había ocultado ya tras un letrero enorme de publicidad. Como si siguieran una rutina ya trazada, un guión aprendido, la mujer abrió su rebozo y guareció a los dos pequeños: parecía por momentos una mariposa negra cuyas alas contrastaban con el brillo metálico de aquel sol agobiante. El niño le dijo algo a su madre; ésta respondió y cuando le acariciaba la cabeza la luz del semáforo cambió. El pequeño, presuroso, se acercó a una ventanilla, enseguida a otra, siguió con el auto que le seguía y luego…

(Ayer mismo. 3:35 de la tarde. Crucero de las avenidas Cruz del Sur e Isla Raza, al sur de la ciudad).

Del borracho y su mujer

Del borracho y su mujer

 


En el trayecto de una sola cuadra el hombre se golpeó la cabeza en dos ocasiones en el tubo que está en la parte superior de los asientos. El sonido hueco corrió por el pasillo. Con apuro, la mujer que iba a su lado trataba de protegerlo, interponiendo su mano entre el metal y la cabeza del tipo. El hombre aparentaba 50 años, la mujer poco menos.


De cuando en cuando el hombre abría los ojos, con mucha dificultad, y la miraba y le decía que lo dejara solo, que no necesitaba ayuda; su voz era apenas un aullido perceptible.


La mujer, renegando a los cuatro vientos y hablando con nadie al mismo tiempo –o con todos los que viajábamos en la unidad en aquel momento–, decía que eso se sacaba por andar cuidando al marido en sus borracheras, que lo iba a dejar en cuanto llegaran a su casa, que se iría con su hermana que vivía en Nogales.

El tipo, somnoliento y con la boca entreabierta de donde le escurría un hilillo de saliva, no la escuchaba. En un frenón brusco del camión el hombre se precipitó con toda su humanidad contra el tubo, y de la frente le brotó un poco de sangre; la mujer, ensimismada en su soliloquio sobre aquello de que ya no le aguantaría ni una más, no pudo impedir aquel crack seco de la cabeza con el metal.


El tipo, mecánicamente, se llevó la mano a la frente y se limpió aquella mancha roja como si se tratara de simple sudor; hizo una ligera mueca de dolor y chasqueó los dientes. Su camisa blanca, de mangas largas que remataban en mancuernillas, era ya un pedazo de tela de dos colores y le daba un aspecto de carnicero a mediodía.


La mujer explotó “Dios mío, mira nada más cómo te pusiste”, y el tipo, con marcada sonoridad le recordó malamente a su suegra, pero la mujer le espetó casi en la cara: “Respeta a los difuntos”.


Cuando iban a llegar a la esquina en que bajarían la mujer jaló del brazo al tipo, pero ni un centímetro lo pudo arrancar del asiento. El hombre se balanceaba conforme el camión se iba de un lado a otro. Con desesperación, ella le decía una y otra vez que ya iban a llegar, que por favor despertara un poco para bajarse. El tipo se negaba a abrir los ojos, y al poco rato de tanto estirón le replicó a la mujer que él se quedaría ahí, que si ella quería bajarse que lo hiciera, al fin que le había escuchado decir que se iría con su hermana a Nogales, entonces para qué se tendrían que bajar juntos…


A la mujer se le arrugó la frente, empezó a llorar, se levantó, timbró y bajó de la unidad…

(El sábado pasado, en la ruta 13, del Centro Histórico de Zapopan a la Consti-rock en la frontera con La Palmita).