Un accidente
Era temprano, pasadas las ocho. Esperaba a que el semáforo cambiara la luz. Los automóviles pasaban raudos en la avenida que pretendía cruzar, y los camiones hacían un ruido mortal para los oídos en aquella hora temprana. Llevaba un café en la mano, y la otra metida en los bolsillos del pantalón. Iba trajeado, pulcramente peinado, con los zapatos relucientes, y un maletín café le colgaba del hombro. Sus anteojos –de ésos de fondo de botella– lo hacían parecer aún más viejo de lo que era, sin embargo su pelo entrecano iba siendo cada vez menos. La luz cambió. Caminaba con parsimonia, como cuando el albatros planea y parece que flota y se detiene allá arriba. Cuando estaba a punto de alcanzar la otra acera, se le emparejó un tipo, se saludaron y siguieron por el mismo rumbo. Apenas se habían detenido en los portales cuando el tipo que le había dado alcance se separó, volvió sobre sus pasos casi corriendo, como cuando alguien recuerda haber olvidado algo en la tienda donde estuvo momentos antes. El otro se quedó allí, bajo un arco, pensativo, mirando nada más. Y sucedió lo que le habría de pasar en aquel primer día de su nuevo trabajo: a la altura de la solapa izquierda le cayó excremento de paloma. Miró con desagrado aquella verduzca masita caliente, sacó un papel, pero no hizo más que extender la mancha hacia donde el pañuelo asomaba de la bolsa superior. Dejó el maletín en el suelo, también el vaso de café, se arremangó el saco, se desanudó la corbata, se quitó los zapatos y comenzó a trepar la pilastra: quería alcanzar a la ave malhechora que, oronda, caminaba por la pestaña del arco; a él le parecía que se burlaba. Los transeúntes, a un tiempo divertidos e interesados, se detuvieron a mirar la escena. Mediaba poco más de un metro entre el animal y el hombre, cuando aquél alzó el vuelo. Un policía se había acercado. El hombre chasqueó los dientes, bajó, se calzó los zapatos, extendió las mangas, se anudó la corbata, levantó su maletín, tomó su café, y estiró el pañuelo que llevaba a la altura del pecho para cubrir la mancha, todavía tibia. Sin hacer caso al policía reanudó su camino, pero el oficial le cerró el paso. Hablaron; al poco rato cada uno tomó un rumbo distinto.
«No lo hice adrede.Yo tampoco. Es todo lo que se le ocurrió decir a aquella imbécil, frente al jarro, hecho añicos. ¡Y era el de mi santa madre, que en gloria esté! La hice pedazos. Les juro que no pensé, un momento siquiera, en la ley del Talión. Fue más fuerte que yo»Max Aub, Crímenes ejemplares
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