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Vengo del corazón a mis trabajos

El mundo es un letrero

El mundo es un letrero

 


No obstante ser considerado un arte por un reducido sector de la sociedad –aquí cabría disertar sobre el arte en sí, pero dejémoslo así–, a casi todos les resulta repugnante encontrar la barda de su casa pintarrajeada por mensajes indescifrables, dibujos que más les parecen exabruptos que producto de la inspiración o pinceladas estéticas, enormes trazos que contrastan con el estilo de las construcciones. Al contemplar la ciudad rayoneada por indeterminadas pintas, alguien fácilmente puede concebirse purgando una condena en una cárcel de puertas abiertas, de calles amplias, olores urbanos, cielos rasos y claros, pero de libertad condicionada y estructurada con cientos de pasillos laberínticos: ¿acaso buscan los graffiteros reestructurar el oficio de las urbes, despojarlas de su frío semblante y otorgarles una renovada fisonomía dictada por una nueva escritura, sorprendentes pinturas o proclamas de protesta e incluso fragmentos poéticos?

Las bardas o muros, portones, fachadas, construcciones abandonadas, anuncios y letreros publicitarios –espectaculares–, interiores y exteriores de autobuses públicos, señales de tránsito, bancas de parques, cristales de negocios, casetas telefónicas, puestos de periódicos, botes de basura, esquinas de establecimientos, cortinas de comercios, toldos, puestos ambulante son papel para el graffiti –en particular me refiero a esas leyendas inentendibles–, cuyo ejercicio está ligado a la clandestinidad. Incluso, en ocasiones es asociado con lo vandálico, codiciada bandera de las rivalidades añejas entre barrios: principalmente las bardas –papeles porosos, lisos, extensos, altos, idóneos para rayar– son disputadas en los extremos de la ciudad, al interior de las colonias, en la periferia, y la policía, al igual que en el cuento cortazariano titulado precisamente «Graffiti», es un perro guardián que más de las veces resulta burlado.

El grafitti –es un término italiano que viene desde los antiguos romanos, que decoraban sus habitaciones con pinturas–, como estrella fugaz –no en su belleza sino en lo instántaneo–, aparece de la noche a la mañana: donde un maestro pintor ha dejado un color pulcramente fresco, sabana multicolor como ventana que siempre luce abierta, se deja entrever esta aparición súbita, plaga incontrolable, sombra molesta por su insistencia. Su sintaxis tergiversada, mutilada, alterada, es para los más una suerte de acertijo villoriano: quien logre entender lo que se ha rayado, no sufrirá la condena de no saber de qué se está hablando o qué cifrado mensaje se ha dejado como señal. Así, como bien dice el título de este texto, el mundo bien puede ser una suerte de letrero, y las miradas que no lo comprenden (comprendemos) abren una amplia zanja entre el mensaje y su descodificación, muchas veces insalvable.

«El mundo es un letrero sin vocales, un árbol que florece detrás de la pared, una fruta que nunca madura en nuestros patios»
Anónimo

 

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