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Vengo del corazón a mis trabajos

Una de dos

Una de dos

 


Aquella mujer, la del súper –ayer mismo–, no era ni la sombra de lo que fue aquella en los pasillos y salones de la facultad hace algún tiempo.

La de ayer era una mujer endeble –más allá de su físico–, devastada, de cuyo semblante se han adueñado los desvelos y la fatiga que deja el cariño que se ha ido.
La de la escuela era una mujer que despedía vitalidad, que en cada clase nos daba más que una lección literaria: transmitía con llaneza su apego a la literatura, su más ferviente arraigo a la vida a través de lo escrito.
La del súper era una mujer que ha pasado, de puntillas y descalza, por sobre los alfileres del desconcierto, de la angustia que la ha acompañado en los últimos tiempos.
La de la facultad era una mujer cuya voz atemperada nos conducía por los vericuetos dulcísimos de la poesía y la narrativa de autores europeos, sobre todo, y siempre con pasión, con una querencia desmedida.
La que andaba ayer de compras era una mujer que, desorientada, no ha sabido hallar la única salida del laberinto de la tristeza: da una y otra vez con pasillos cerrados, con muros que apenas la ven se le echan encima.
La del salón de clases era una mujer que apuraba las palabras de sus alumnos en una sola dirección: la única forma de disfrutar la literatura es dejar que ésta hable, no que quien lea se dedique sólo a eso, a leer.
La de ayer era una mujer quebrada: sus adentros son ahora su capa, lo lamentable es que esos adentros están deshechos.
La de la facultad era una mujer siempre sincera y siempre sonrisa, y ella será la que prevalezca aún por encima de aquella que hoy camina como un fantasma revestido de nostalgia…

«Yo no le canto a la luna, porque alumbra nada más, le canto porque ella sabe, de mi largo caminar…»
Mercedes Sosa, «Luca tucumana»

 

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