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Vengo del corazón a mis trabajos

De una tica

De una tica

 

Porque la distancia no es más que una eterna trampa...


II

No es cierto que estás lejos
porque te estoy mirando aquí, alrededor del viento,
dando pasos iguales al movimiento de las flores;

tersa tu casa;

y tersos en tu nombre grandes árboles;…

No es verdad que estás lejos.
Todos estamos sucediendo siempre en el mismo lugar donde posamos;…

Todos estamos sucediendo siempre.
No es verdad que estás lejos.

Te veo aquí, a mi izquierda,
relatando la ascensión del océano…


Eunice Odio, Últimos poemas (1967-1972)
«En la vida y en la muerte de Rosamel del Valle»

 

 

Un acto solitario que se vuelve público

Un acto solitario que se vuelve público

 

El domingo por la noche recibí una llamada de mi hermana: «¿Te sorprende que te llame a esta hora? –preguntó. Sí, más o menos, –le dije. Me gustó lo que escribiste en el periódico de hoy –dijo con emoción». Y a partir de allí se desató otra emoción, en mí, interna, hacia mis orígenes, como si restallara una y otra vez contra mi cuerpo una vorágine que no menguaba. Ingenuamente pregunté entonces: «¿Lo leíste? Y ella dijo: Sí, aquí lo tengo en la mano, y estoy a punto de leérselo a Óscar –el hombre con el que vive». Hablamos un poco más y un rato después se despidió, antes de colgar me felicitó de nueva cuenta.

El texto que publiqué ese día –bueno, que me publicaron– hablaba sobre mi papá. En algunas partes de ese escrito asoman mis hermanos, incluida ella por supuesto. Quiero pensar que se identificó con la historia, con aquellas situaciones descritas, aquel mundo de paredes de ladrillo sin enjarrar y aire limpio a ráfagas, y le movió algo y decidió hablarme, cosa que agradezco enormemente. Supongo que las alegrías se aderezan aún más si se comparten.

Una maestra de la escuela –a quien algunos llamamos anciana decrépita por su manera de enseñar y la fortaleza física que atesora pese a su avanzada edad, aunque le reconocemos que tiene un conocimiento acumulado invaluable–, continuamente dice que la poesía que no te mueve algo por dentro no puede ser poesía. El texto del que hablo no es un poema, pero quizá quepa la misma aplicación de la que habla esta mujer, sobre todo para quienes de alguna manera se sienten protagonistas de lo que se cuenta.

Mucho se ha hablado –y se habla– de que el que escribe lo hace para los demás, no para sí mismo, por más que algunos se empeñen en asentar que lo hacen como un ejercicio catártico y sólo para satisfacer sus intereses. Estoy de acuerdo en que se escribe para los otros, al fin que la escritura ha de conducirnos al exorcismo de nuestros demonios y fijaciones, a la volcadura de las querencias y los anhelos –aquí está la catarsis–. Escribir –y publicar–, entonces, se convierte en una manera de darnos a los demás, escribimos para darnos a los demás, para compartirnos y desgajarnos y...

 

Una década (2)

Una década (2)

 

Mi padre vivía en un estado permanente de zozobra, de amargura nunca trocada aunque fuera en un baile espontáneo en uno de los tres patios que teníamos en casa, donde mis hermanos y yo nos tendíamos por las noches para contar las estrellas. Las veces que se sentó con nosotros a ver un programa en la televisión, se divirtió enormidades, pero ni aún así daba su brazo a torcer en cuanto a lo que disponía se tendría que hacer y lo que, nosotros, a hurtadillas, acabábamos haciendo con la tibia complicidad de mi madre.


Como solía consolarse ella, mi padre tenía su modo, el asunto era hallárselo. «—¿Tú hiciste esto? –tronó por fin. No supe qué contestar. Estaba solo, alejado de todos. Los poderes de mi padre me habían oscurecido. —¡Responde!». A menudo, al igual que a David en «El sol que estás mirando» de Jesús Gardea, mi padre me ensombrecía con su autoridad: antes de cualquier reprimenda o interrogatorio, había que «echarse unas cuantas piedritas a la boca y chuparlas. Los otros niños decían que eso daba buena suerte». Aunque a mí, me funcionaba mejor esconderme y aparecer después de un rato, ya que el coraje lo hubiera abandonado.

 

 

De nota roja

De nota roja




Eloísa leyó: «Muere con cabezas deshechas pareja de ancianos». Ése era el título de la noticia. Eloísa rió un poco, casi forzando el gesto; pero continuó la lectura: «La mujer se arrojó del quinto piso del edificio donde se encuentran las oficinas donde trabajaba su marido porque éste había decidido marcharse de la casa e irse con otra, más joven. Discutieron un buen rato esta mañana (la de ayer) en la oficina de él, quien salió de allí dando un portazo. Sola ya en el quinto piso la mujer se arrojó a la calle. Justo en el momento en que iba a estrellarse en la acera, salió a toda su prisa su esposo de aquellas oficinas: ambos murieron al instante al chocar sus cabezas».

(La noticia de la muerte de estos ancianos se publicó en un periódico de La Habana, Cuba, hace poco más de 20 años. Lo que aquí está escrito es la noticia reconstruida, sintetizada y ficcionalizada).


El robo que lleva a otro robo

El robo que lleva a otro robo

 

He tenido un sueño bastante extraño: me robaban el auto.

Sucedió de esta manera el sueño:
El auto ahí estaba frente a mí (es esto lo extraño), pero al mismo tiempo no estaba; me explico: me bajo del auto y a punto de cerrarlo me doy cuenta de que no es mi auto, es blanco, pero no es el mío, y entonces me percato con gran sorpresa que es muy diferente al que yo tenía, pero aún así lo había manejado ya. A partir de ese momento trato de recordar la última vez en que vi mi auto: lo había dejado en un estacionamiento para entrar al cine. Eso quiere decir que al salir de la función me subí a otro auto y manejé hasta el momento en que me bajé y me di cuenta de que no era el mío. Me habían robado el auto y al mismo tiempo yo robé otro.

Al fin que «ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón», o por lo menos, en mi caso, un auto nuevo.

Sabores nocturnos

Sabores nocturnos

 

«…las noches de calor
pasarla con amigos
arriba de un balcón
cantando algo de Silvio
hasta el amanecer»
Yahir Durán

 

Hace algunos días vi por la calle a Rafa, a quien no había visto desde que se casó. Mis primeras lecciones de guitarra –soy cabeza dura para eso, o acuso falta de talento más bien– me las dio Rafa precisamente. Pero lo que más vino a la memoria al topármelo en la esquina del barrio fueron aquellos días ya lejanos:


En las noches, Rafa congregaba a los del barrio alrededor suyo. Rafa, con un cigarro en una mano y la guitarra en la otra, caminaba distraído, apaciguado como quien después de un largo día de trabajo se tira a descansar para ya no levantarse sino hasta el día siguiente. Todavía no se acodaba en las raíces del enorme hule afuera de la tienda de abarrotes de don Rosendo, cuando ya la gorra recorría la rueda para reunir la cooperacha de las caguas. Al tiempo que Rafa deshilaba «Sombras nada más» con un blues desgarrado y preciso, las palomas que emergían de su guitarra negra le tendían una emboscada a la medianoche. Los sabores nocturnos de Rafa en sus arpegios, y su voz alada de caguama, se elevaban a la noche envueltos en cristales oscuros, pululando como palabras que apenas se distinguen en la distancia. «Te recuerdo saltando los charcos…», era el escenario en el que «El Blues» se unía al grupo. Ceremoniosamente extraía de su camisa percudida su armónica y ensayaba algunas notas con ademanes delirantes. Interrumpía su ensayo y pedía la caguama para empinarle, desesperado y casi furibundo, un trago que se antojaba no terminaría. «Si naces en el Golfo, de golfo te la pasas…», las voces de Rafa y «El Blues» se confundían, se alejaban una de la mano de otra, cercando los muros, encharcándose en el filo de la acera, rasgando los cuerpos apretujados en torno a un mundo oloroso a cerveza que no tomaba en cuenta el vientre blanco del amanecer. Las voces iban perdiendo fuerza, la noche iba perdiendo sus oscuridades acompasadas, los sabores nocturnos se impregnaban en nuestros cuerpos con destellos de viento, de ése que solamente viene de noche, y se derramaban luego, al día siguiente. Con las primeras luces, Rafa se alejaba tal como había llegado: fumando, distraído, despacio con su ritmo de tortuga. Y «El Blues», dormido un buen rato antes, se aferraba al tronco madre del hule de don Rosendo.


Una noche Rafa dobló la esquina con aquella eterna lentitud en sus pasos, como siempre distraído, pero sin la guitarra colgándole de un hombro. Venía fumando. Una vez en el hule, dijo que esa tarde había vendido su guitarra negra.
A partir de ahí los sabores nocturnos ya no le pudieron seguir «robando luz al sol».

Síndrome macondiano

Síndrome macondiano




La desmemoria es un laberinto donde a veces se avanza con los ojos vendados, en otras se va hacia atrás creyendo lo contrario, en algunas más se sigue un derrotero en círculos, y esa circularidad, pasado el tiempo y recorrida la distancia, nos coloca de nueva cuenta en la línea de salida: ese es el principio del abismo.


Esto le ocurre a mi tía Rafaela, tía de mi madre para ser exactos. 92 años cumplidos tiene esta mujer a quien yo confundía, siendo niño, con mi abuela, por su asolador parecido.


Quizás ella pertenece a ese encomiado grupo de los fundadores de Macondo, que en sus primeros días, encandilados por el sol, errantes en arenas densas que se extendían por los cuatro puntos cardinales, olvidaron en cierto momento cómo había que nombrar las cosas; se trataba de un proceso paulatino de olvidos, por lo que se vieron obligados a colgarles papelitos con su nombre a los objetos reconocibles, y a inventar otros para aquellos de los que ya habían echado al olvido.


La hermana de mi abuela ya ha dejado atrás todos los nombres, al menos aquéllos que comprenden ese reducido universo de sus «seres queridos».

 

José, mi tío

José, mi tío

 

(Sombreros -2)

 

«No es fácil explicar la relación de un hombre con su sombrero. Es un objeto que siempre va a estar ahí, muy cerca de la cabeza.»

Luis Humberto Crosthwaite, «Idos de la mente»
 

 

El brazo le colgaba como un vestido zarandeado por el aire en el tendedero. Un tractor se lo había destrozado veinte años atrás. No obstante, ese miembro tenía la suficiente fuerza para llevarse a la cabeza su sombrero ancho, café, con tres agujeros perfectos en cada costado. Las correas del sombrero le rodeaban el cuello, siempre de camisa a cuadros, con mancuernas cremas, brillantes; me recordaba a esas películas en que los vaqueros más envalentonados se batían a duelo no sin antes afianzar las correas por debajo de la barbilla y adquirir un rostro duro. José murió semanas después de que su esposa, una mujer que siempre vestía toda de negro, falleciera tras una larga enfermedad cancerígena; en el ventanal que daba al balcón, recostado en la mecedora que habían traído de Florencia, con el sombrero blanco sobrepuesto en la rodilla, José extravió sus ojos en el verdor del cielo allá al fondo de la tarde más quieta que recuerdo.

 

 

¡No hagas ruido...!

¡No hagas ruido...!

 

«Nadie está libre de decir necedades; el mal consiste en decirlas con pompa… Esto no va conmigo, que digo mis tonterías tan neciamente como las pienso»
Michel de Montaigne, Ensayos III

 

El ruido se ha convertido en una forma de agresión. Mucho se ha hablado de la contaminación auditiva, sobre todo lo referente a ruidos provenientes de automotores, fábricas, centros de diversión que cierran sus puertas a altas horas de la noche, etcétera; incluso, en tiempos recientes, a los ruidos que provocan las fiestas patronales de los templos: juegos mecánicos y pirotécnicos, principalmente los cohetes que lanzan al cielo en horas muy tempranas y cada cierto tiempo, como si de un bombardeo dosificado se tratase, cuyo objetivo es acabar con el sueño y el descanso.

Hay que reconocer que el ruido es un ingrediente más de la convivencia moderna, del trabajo y el trato entre nuestros semejantes. Es casi imposible pretender, a estas alturas, vivir sin ruido en una ciudad como la nuestra. El asunto se agudiza si consideramos, entonces, que el ruido nos es indispensable en algunas cuestiones más terrenales que de otra índole. ¿Se podría regular el ruido, así como se hace con el agua o la energía eléctrica? ¿Es el ruido una energía conducente? ¡Carajo! Me temo que no. Pero sí se podría asumir una actitud de respeto hacia las opciones de todos. Y en Europa, por ejemplo, ya se prepara una Ley del Silencio.

Mi confrontación con el ruido a últimas fechas se ha encarnizado por cuestiones vecinales: la calle es un espacio, sin dudarlo, en el que se puede transitar a cualquier hora que a uno le plazca, ¡pero que los niños y los adultos platiquen a voz en cuello pasada la medianoche y entre semana me parece una actitud poco menos que considerada! Más de una vez he pensado que esos chamacos son niños huérfanos, que han tramado impedir a toda costa que aquel que se acuesta pretendiendo descansar porque al siguiente día hay que ir con toda la disposición al trabajo, acabe revolviéndose entre las sábanas peleando contra los fantasmas de la duermevela y el insomnio. (Maldita sea, si hasta el zancudo más sigiloso se une a ese ejército de “nodejesdormiranadie”)

Y si a esto le sumamos que los vecinos de al lado –que recién se han mudado– son empedernidos fiesteros, amantes del borlote y la música a todo volumen, con tragos de alcohol empinados con embudo y fieles fanáticos del karaoke con berridos y vomitadas incluidas, la cuestión se ha vuelto francamente intolerable: sus fiestas acaban a las cinco de la madrugada casi cada semana. Y aquí, lo creo ferréamente, no se trata de discutir si uno vive amargado o no, sino de tener la mínima disposición para acabar la fiesta a una hora moderada, tipo una o dos de la mañana, y más si se considera que el argüende comienza pasadas las seis de la tarde anterior. ¡Carajo!

Ahora, la cuestión es discernir si se habla con ellos –toda la cuadra casi– o si de plano uno se limita a levantar el teléfono y pedir una patrulla que imponga el orden. ¿Hasta dónde se puede proponer una convivencia vecinal cuando nuestros semejantes se empeñan en levantar una barrera que impide cualquier atisbo de conversación o trato cordial? Lo dicho: el ruido, con estas características y otras más, se ha vuelto una forma de agresión.

 

El escritor maldito de estos lares

El escritor maldito de estos lares




Bernardo Couto Castillo, el escritor maldito mexicano de la segunda mitad del siglo XIX, es un autor casi desconocido. Couto, ante el avasallamiento de escritores «de prestigio» –como marca comercial– por estos días aciagos, no aparece en el mapa de la narrativa mexicana. Es un desconocido excepcional, sus cuentos son cortos, pero dispuestos a dejar salir a la menor provocación un universo imposible de aprisionar al primer intento. Couto, que dejó un sinnúmero de estos textos, murió tan sólo a los 22 años de edad, por el abundante alcohol, drogas y noches de fiesta; antes, siendo adolescente, se había fugado del parvulario. No obstante su desafinada juventud, su narrativa cuentística fue prolífica, bien hecha, contundente.

A la manera de los poetas malditos franceses –Rimbaud, Baudelaire–, Couto llevó una vida turbulenta interior y exteriormente, pero le alcanzó el tiempo para dejar, letras de por medio, su genialidad, atisbos de su locura creacional, huellas que no obstante haber sido trazadas a la intemperie todavía pueden encontrarse si se pone un poco de atención.


Tan sólo por mencionar algo, en «Rojo y Blanco» este escritor mexicano inaugura, podría decirse, una nueva poética del crimen: da a luz la estética del asesino que cuida los detalles, del asesino que desnuda a una mujer, la acomoda sobre un lecho, la mira con paciencia y ojos tristes, para al fin atravesarle la garganta con un cuchillo: los trazos de esa pintura, como letras hechas con el cincel que prefigura el letrero que ha de colgarse sobre la puerta que da a la calle con el cometido de que pueda visualizarse apenas se ha dado vuelta a la esquina, sorprenden y llevan al ensimismamiento. En su pretensión de dar muerte está avientrada la intuición de lo plástico como belleza suprema, la conciencia de una nueva manera de creación.

Couto no escribió más que cuentos, que comenzó a publicar en revistas culturales de la época cuando tenía apenas 14 años; en aquel tiempo se le tachó de ser un escritor vulgar, malo, inconsciente, inconsistente, por tratar temas de esa manera descarnada y desenfadada. Aún así, siguió creyendo en su escritura, y murió escribiendo, muerto ha escrito. Los pocos que han leído parte de su obra coinciden en la genialidad modernista de Couto.

En Factoría Ediciones, colección «Serpiente emplumada», Ángel Muñoz Fernández ha publicado sus «Cuentos completos», libro que se puede adquirir por Internet.

Una década

Una década

 

Hoy, mi padre cumple diez años de haber muerto, tras un accidente automovilístico.

El hombre –Vicente– que describe Jesús Gardea en la novela «El sol que estás mirando», se parece en demasía a como era mi padre, sobre todo en su proceder para con su hijo David; es por ello que quise anotar este inicio de un capítulo de la novela. Vayan estas palabras como un recuerdo para él.

«Mi padre me llamó con un grito. No quise ir solo. Mi hermana y yo estábamos jugando y le pedí que me acompañara. En el camino me detuve para echarme unas piedritas a la boca. Los otros niños decían que eso daba buena suerte. Mi hermana me imitó.
—Tú no tienes necesidad, Fernanda –le dije.
—Sí. Así te ayudo.
Cuando llegamos donde se encontraba mi padre, Fernanda corrió luego a ponerse a su lado. Desde allí me lanzó una mirada triste, de compasión.
—Nada de lloriqueos –me advirtió mi padre.
Con él estaban los dos hombres que se habían pasado la mañana y parte de la tarde escarbando en el patio en busca de varias fugas de agua en la tubería. Uno de ellos fumaba sentado sobre un montón de tierra húmeda. El otro, cerca de mi padre, se examinaba, aparentemente desentendido, la palma de una mano. El que fumaba se parecía mucho a Leandro, el amigo de la casa.
Todavía estaba el sol alto en el cielo. La cabeza rubia de Fernanda ardía como un fuego manso. Miré hacia la bodega. Pensé en mi madre y deseé que entonces apareciera. El hueco que sentía en el estómago me iba creciendo. Mi padre tenía muy mala cara.
—¿Tú hiciste esto? –tronó por fin.
No supe qué contestar. Estaba solo, alejado de todos. Los poderes de mi padre me habían oscurecido.
—¡Responde!
Entonces vi lo que traía en la mano.
—Sí –dije, pero con una boca que no era la mía, sino la del miedo.
—¿Por qué? –volvió a tronar. Luego, se dirigió al hombre que tenía más cerca, el de la palma abierta, y le dijo.
—A ver, maestro Bastida, tráigame por favor el resto.
El hombre se dio media vuelta y fue y trajo un envoltorio de papel periódico no supe de dónde.
—Póngalos en el suelo –le dijo mi padre.
—Sí, don Vicente.
—¿Cómo cuántos serán, maestro?
—Quince, sin contar el que usted tiene.
—¡Quince!
—Dieciséis, don Vicente.
Yo ya no le veía la cara a mi padre, pero sí a mi hermana, que chupaba afanosamente las piedritas.
—¿Cuándo fue? –me preguntó mi padre.
—No me acuerdo.
Mi padre avanzó un poco hacia mí. Tenía unos pies grandes. Casi siempre traía arrastrando la valenciana de los pantalones y se la mordía al caminar. Esa tarde sus zapatos estaban manchados de lodo en la punta.
—Levanta la cara –me dijo– y óime bien.
Fernanda entonces regresó a mi lado. Se colocó entre mi padre y yo.
—Esos soldaditos a los que les arrancaste la cabeza y enterraste…»

Jesús Gardea, «El sol que estás mirando», fragmento

(Otro día ahondaré en la obra de Gardea).

 

Nadie va a Durango....

Nadie va a Durango....

 


No conozco todavía a nadie que haya ido de vacaciones a Durango... No, ni siquiera a alguien que haya ido en viaje de trabajo. ¿Durango? ¿Dónde está? ¿Es parte de México? ¿Acaso es un páramo de fantasmas? En Durango nunca pasa nada; al menos no se sabe que pase algo. Las malas lenguas pregonan que allí hace mucho calor; que es una tierra caliente, donde se dan los alacranes por montones. Hace mucho tiempo Durango fue un oasis, durante la fiebre del oro; incluso en ese lugar se filmaron algunas películas, westerns hollywodenses. Ese suelo caliente fue pisado por el mítico Doroteo Arango, lo recorrió montado en su caballo, con carrillera, sombrero y un enconado odio por los yanquis. Pero ya no hay diligencias, ni pistoleros, ni mujeres con vestidos amplios con olanes, ni saloons, ni buscadores de oro llegados todos los días, ni fervor, ni mucha gente siquiera. «Ya el horizonte no es un potro bronco, pepitas de oro no hay tan a la mano». Lo que sí hay es «un sol que todo lo quema, que todo lo calcina». No obstante, quiero conocer Durango, porque Durango para mí es a la vez un misterio y un escenario de cartón, como la Barataria de Sancho Panza, o el Comala del sur jalisciense, o la Piura del desierto peruano, o La Yesca metida en el fondo de un barranco y en los recuerdos vivos de mi madre.


Durango. La palabra misma pareciera ser una combinación de durazno y mango, dur-ango. Es una palabra que puede comerse, un vocablo que no existe en los noticieros nacionales, un lugar que para llegar hay que auxiliarse de un mapa que todavía no es encontrado, ni siquiera trazado. «¿Será por eso que nadie va a Durango?». Nadie va a Durango.... Jaime López la cantó una mañana de diciembre en un minibús por la López Mateos. Y hasta entonces nadie había ido a Durango. Hoy, por lo menos, yo quiero ir a Durango.... Nadie más. Iré. Y de vuelta, sobre la carretera quizás, sabré «porque están tan solos en Durango».

 

«Aquí la mano de Dios está re lejos, ¿será por ser tan ateos?, dice un vato. Se fue John Wayne y el pueblo es un fantasma, ¿será por eso que nadie va a Durango?».

(Jaime López, «Nadie va a Durango»)

Susana San Juan

Susana San Juan

 

Durante la semana pasada, tras releer algunos párrafos de «Pedro Páramo», sobre todo lo referente a Susana San Juan, recordé que cuando leí esta novela de Rulfo por primera vez acabé enamorado de esta mujer.

 

Susana San Juan, la última esposa de Pedro Páramo, la de la sepultura grande, la que algunos decían que estaba loca y otros no, la Susana niña, la Susana que se casó con Florencio, la Susana que vivió con Bartolomé San Juan –su padre–, y la última Susana, la esposa que vivió en La Media Luna con el cacique Pedro Páramo, que él no se atrevió a tocar, a la que consideraba intocable, pura, la que estaba por encima de todos los hombres.

 

«-Yo. Yo vi morir a doña Susanita.- ¿Qué dices, Dorotea?- Lo que te acabo de decir.Al alba la gente fue despertada por el repique de la campanas. Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría; pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la misa grande y empezaron a abrirse las puertas; las menos, sólo aquellas donde vivía gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque del alba les avisara que ya había terminado la noche. Pero el repique duró más de lo debido. Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino también las de la Sangre de Cristo, las de la Cruz Verde y tal vez las del Santuario. Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos. Los hombres gritaban para oír lo que querían decir. “ ¿Qué habrá pasado?”, se preguntaban.A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cascadas, con un sonar hueco como de cántaro.- Se ha muerto doña Susana.- ¿Muerto? ¿Quién?- La señora.- ¿La tuya?- La de Pedro Páramo.Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique. De Contla venían como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorios y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo.Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más. La Media Luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala:- Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.Y así lo hizo».

 

Juan Rulfo, fragmento de «Pedro Páramo».

Se ha ido una

Se ha ido una




El domingo, que transcurrió bajo un sol extendido como un ancho mar, tras una agonía en que me vi impedido a actuar, murió una de las nenas. Por exceso de agua, dijo la Chica Azul. Y yo agrego que, paradójicamente respecto a ese día, le hizo falta luz.

Lo que ahonda en tristeza esta situación es que esa nena había sido un regalo de unos amigos muy queridos: ¿con qué cara habré de decirles, simple y llanamente, que murió?

Por otra parte, inevitablemente traje a la memoria aquella pata de elefante que se secó en el departamento de la Consti-rock, y la planta extraña de la que nunca supimos su nombre.

Con todo, sobreviven todavía cinco nenas más, radiantes y abiertas como la mariposa que se detiene un instante y se prolonga en el espacio.

 

 

Ni mechones ni peluqueros

Ni mechones ni peluqueros

 

Es verdad, me estoy quedando calvo. Un calvo prematuro. Quién lo dijera. Y me niego a llegar a verme como esas personas mayores –porque no lo soy– a las que les brilla el centro de la cabeza todo el tiempo, y no precisamente por sus ideas. Hace algunos años me di el lujo de llevar el cabello largo, un poco más abajo de los hombros. Hoy, sólo unos cuantos cabellos sobreviven al paso del tiempo. Es herencia familiar esto de la calvicie, aunque mi padre no llegó a serlo así totalmente. Con todo, creo que en mí se agudizó el asunto, porque a mis tres hermanos mayores no se les cae el cabello como a mí. A mis entradas, ya les dicen salidas, y aquella frase chistosa que Delgadillo pronunciara en el concierto de Febrero 13, también me acomoda: «…para alguien que tenga tres dedos de frente… Yo tengo más».

De mis hermanos, el más grande siempre se ha peinado, desde que recuerdo, del mismo modo; el que le sigue, lleva una gorra todo el tiempo, para cubrir sus marcadas entradas, y del que yo sigo sí se puede hablar de entradas bastante pronunciadas, pero su cabello es tupido y ensortijado, parece una madeja enredada con desgana.

A propósito de peinados, recuerdo que Daniel, siendo más chico, decía: «Mi papá se peina de puentito», y todos nos carcajeábamos. No sé si algún día llegue a olvidar aquella imagen que todavía hoy me causa extrañeza: mi padre tenía un modo muy peculiar para peinarse. Los cuates del barrio, lo recuerdo bien, decían que ése era «un peinado de tres picos». En realidad, nunca pude seguir la trayectoria de su pelo: la raíz aparecía por un lado pero nunca su final. Era como una enredadera. Al levantarse, siempre temprano, antes que el sol, lo primero que hacía era peinarse: frente al espejo del baño exprimía sobre su cabeza un limón y luego lo arrojaba al piso. Sacaba su peine de su bolsa trasera y comenza ese proceso que se me sigue antojando difícil: de un extremo a otro de su cabeza delineaba su cabello, y entre estas líneas se elevaban tres picos, uno al centro, más elevado, y otros dos en los costados, mucho más pequeños.

¿Dónde aprendió a peinarse así? No he visto jamás algo parecido en esos catálogos que pueden hojearse en las estéticas o peluquerías mientras espera uno su turno. ¿Habrá visto ese peinado en algún otro lugar, en alguna otra cabeza? O ¿fue una invención suya? De ser así, podría hablarse de un innovador real, que, huelga decirlo, hoy no hay quien siga esa moda, no hay discípulos que prolonguen su concepto de comodidad. Quizá esa estética suya era producto solamente de la cantidad de pelo que tenía. Él no usó jamás sombrero ni gorra, todos los días su peinado estaba ahí, intacto, desafiante ante vientos y lluvias.

Al final del día, algunos cabellos rebeldes se desprendían del yugo limonesco y semejaban resortes recién disparados de un colchón viejo: adquiría un aire de científico loco, pues no trataba nunca de alisarlos, y alguna vez le escuché decir que uno debía peinarse una sola vez al día. En el fondo, en aquel peinado suyo había algo de inventiva, de rebeldía ante lo común, de trabajo bien hecho.

Si me llega el momento de una calvicie casi total –unos cuantos cabellos dispersos nada más–, he dedicido que nada de sombreros, gorras, pañuelos y mucho menos peluquines, optaré por raparme o rasurarme el cráneo.

Maquilando cultura

Maquilando cultura

 

En estos tiempos en los que casi ya todo tiene un precio, no resulta sorprendente, aunque sí arriesgado, que también a la cultura se le convierta en un objeto vendible. Hace algunos años, la Organización Mundial del Comercio (OMC) recomendó a los países tercermundistas que poseen riqueza cultural y gran cantidad de recursos naturales, que «les pongan precio», a fin de que la generación de divisas producto de estos rubros, los puedan sacar, en un futuro, del subdesarrollo.


En México, es bien sabido, contamos con una amplia gama de recursos turísticos y culturales, tales como ciudades y pueblos enteros con tesoros arquitectónicos, expresiones y monumentos históricos; numerosas comunidades indígenas con lengua natural y expresiones particulares, peculiares modos de vivir y producir para la supervivencia; pueblos que son depositarios de leyendas, rituales propios y costumbres ancestrales; fiestas patronales y herencias gastronómicas muy antiguas. De tal modo que organizar tal cantidad de «objetos culturales» en un catálogo, para ponerlos al alcance del mejor postor, resultaría una tarea titánica y descabellada, porque es indudable que el patrimonio cultural puede generar una ganancia determinada, pero también habría que considerar que si se busca darle otra dimensión a la cultura y al turismo, se debe procurar que tales dividendos lleguen a las manos de quienes son poseedores de practicar, resguardar y transmitir esa herencia cultural que define nuestras raíces de pueblo mestizo.


La reciente elección de la ciudad imperial de Chichén Itzá como una de las «siete nuevas maravillas del mundo» se inscribe en esta lógica de comercializar la cultura, de prostituirla, si lo dijéramos descarnadamente. En el trasfondo de esta situación se perciben señales que pueden considerarse graves en cuanto a la defensa y conservación del patrimonio que es de todos los que habitamos este país: el asunto de la elección obedece a mezquinos intereses monetarios, de ávido reconocimiento internacional –hay que figurar en la larga fila de países, la globalización lo exige así–, de que se nos sitúe en el mapa del mundo, de que, como lo dijo El Chipotes hace días, incluyan nuestro nombre en algún libro de Historia Universal.


La cultura se vende, se comercializa, se vuelve espectáculo decadente cuando, hay que decirlo, debiera ser al revés: que no se concibiera como la cultura del espectáculo, sino como el espectáculo de la cultura, que también atraería miles de miradas hacia lo que debemos considerar un tesoro que no se puede exponer a una invasión bárbara de turistas ansiosos de pisar la mágica tierra de Chichént Itzá, como de tantas otras joyas de que disponemos en este país, a riesgo de que se le maltrate o se banalice su real significación.


Quizá, como bien lo apunta Carlos Emiliano Vidales en un texto que subió a la red mi buen amigo Pablo, lo más aberrante de este asunto sea la participación de la sociedad –tú, yo, nosotros, ustedes, ellos–, millones de incautos mexicanos que lo único que hicieron al responder al llamado fue contribuir al ya de por sí enorme caudal de un magnate suizo, quien tuvo la genial idea de lanzar la propuesta de la que la UNESCO (el organismo regulador de este tipo de patrimonio, con reconocimiento internacional) se deslindó totalmente.


No hay que pretender ser la ventana del mundo, sólo basta con correr las cortinas y, con toda parsimonia, asomar a la calle.

Romina

Romina

 

Ante la mirada de los transeúntes ocultaba el rostro.

Recargada sobre los muros iba calle a calle, rumiando las palabras últimas.

Lloraba, pero nadie la había visto llorar, nadie la vería.

Su dolor era un ejercicio cotidiano que de tanto practicarlo había llegado a dominarlo: sabía ser dolorosa, sabía amasar todo el dolor que le hacían llegar.

Prefería las aceras solas, prefería el dolor llano, prefería su soledad para martirizarse.

Romina era una mujer endeble, toda de dolor, incluso alguna vez pensó que sus padres habían cometido un craso error: debía llamarse Dolores.

No distinguía ya nada, ni la hora, ni el momento del día, ni los sueños frustrados: en el fondo ella no creía en los sueños que se frustan, sólo en que no había oportunidad para todo.

El dolor, en un principio, fue una máscara; pero ahora Romina era dolorosa.

Sabía que el dolor le pertenecía, y si veía a alguien sufriendo le arrebata su pena y se la llevaba.

Aquellas palabras últimas ya no las recordaba una por una: sólo sabía que habían sido palabras, quizá inentendibles, quizá sólo palabrería…

El dolor no correspondía a una situación, a una querencia, al temor de la muerte, a los recuerdos ya invisibles, a una amiga que le dio la espalda…

El dolor era Romina, ella misma sabía ser dolorosa, Romina era el dolor, Romina en la cotidianidad de un dolor que no tenía vuelta de hoja, era dolor llano, era ella, era dolor…

La perfección en ser dolorosa, dolorida, dolorosamente dolida era ser ella misma, Romina, la del dolor a cuestas, la de sólo dolor…

Alguien la vio, con la cabeza gacha, en la última calle, recargada en la última casa; a su vuelta, ese alguien ya no la vio más, sólo un rastro doloroso quedó en aquella pared…

 

«¿Por qué uno quiere lanzarse desde lo alto, y al bajar buscar olvido?».

(Caifanes, «Los dioses ocultos», El Diablito) 

Los riesgos de la ficción

Los riesgos de la ficción

 


«Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios», se lee a manera de prólogo en «Las muertas», de Jorge Ibargüengoitia.

A propósito, hace poco más de dos semanas, en «El País» apareció una nota con esta cabeza: «Un escritor ‘linchado’ por sus personajes».

El argumento de la nota es más o menos así: Algunos vecinos del escritor francés Pierre Jourde intentaron lincharlo por verse reflejados en una de sus novelas. El asunto fue grave: en el verano de 2005, a Jourde y a su familia lo aguardaban seis o siete vecinos a la entrada del pueblo en lo que parecía una emboscada bien organizada. Piedras sobre el coche, cristales rotos, heridas a un bebé de 15 meses –hijo de Jourde–, histeria de su esposa e insultos que llevaron al escritor a demandar a sus personajes por intento de asesinato. Y precisamente ese día de publicación de la noticia comenzaba el juicio.

La novela que suscitó la polémica en ese pueblo del centro de Francia aborda historias de sexo y adulterio, hombres y alcohol, soledad y relaciones sanguíneas no conocidas, que se habían contado de boca en boca y de forma confidencial durante décadas.

Al leer esto, cabe preguntarnos: más allá del tinte tragicómico que pueda resultar el hecho, ¿un autor logra ficcionalizar del todo a los personajes inspirados en un ente real?, ¿la ficción, al tener como raíz un hecho real, invade el territorio de la realidad? ¿Es posible que lo relatado en una novela pueda tomarse como verdadero, aún cuando sabemos que se han novelado infinidad de historias ciertas? ¿Se justifica entonces –nunca se podrá entender– el proceder de «los personajes» en contra del autor?

El mecanismo de la ficción funciona siempre para anteponer un velo a lo que se cuenta, no obstante que se haya orginado de una anécdota o historia verídica. Por más que se identifiquen hechos en lo narrado, posibles involucrados, desenlaces, consecuencias, nunca será real lo que se cuente, pues eso ya ha pasado por un proceso a través de la pluma del escritor, semejante a un proceso de destilamiento en el que se retira aquello que pudiera dar pie a conjeturas que pudieran conducir a la identificación de lo escrito.
Jourde ¿los retrataría tal cual son?, y ¿sería su intención inhibirlos y ridiculizarlos? Seguramente que no, pero no está de más decirle a todo aquél que se dedica a escribir historias que: «cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar», por aquello de que se esté organizando en los subterráneos una rebelión masiva de personajes.

Algunas princesas

Algunas princesas

«Dicen que las princesas no tienen equilibrio, (que) son tan sensibles que notan la rotación de la tierra…»

 

¿Será la prostitución de veras el oficio más viejo del mundo? En realidad lo desconozco, pero lo que sí puedo decir es que se trata de un oficio despiadado: quien lo practica deja de ser, en cierto momento ya ni es la sombra de lo que fue, en algún lugar deja botados su nombre, identidad, querencias y sueños y de ahí en más se le conoce únicamente como puta, piruja, prostituta, sexoservidora, profesional del sexo, entre otros adjetivos. Ya no se tiene derecho a nada, no se puede aspirar a llevar una vida como la llevan los otros, ya no se es, y en esa existencia nebulosa tienen cabida las más variadas formas de sobrevivencia.

 

«Existimos porque alguien piensa en nosotros, no porque nosotros pensemos en otros…»: Una de ellas –Caye–, una prostituta irredenta y que no tiene más pretensión que el hombre que ama la espere a la salida del trabajo –sea cual sea éste–, le cede su derecho de existencia a la otra –Zulema–, que está condenada a morir prematuramente y a quien le es negada toda posibilidad de echarse a volar…

 

Dos mujeres, dos amigas, dos princesas…

 

«Dicen que (las princesas) son tan sensibles que enferman si están lejos de su reino, que hasta se pueden morir de tristeza…»

 

«Princesas» es el más reciente filme de Fernando León de Aranoa, el mismo director de «Los lunes al sol».

Vengo del corazón a mis trabajos

Vengo del corazón a mis trabajos

Hoy sólo quiero justificiar el por qué del título de este espacio. “Vengo del corazón a mis trabajos” es un verso de un poema de Ricardo Yáñez, un poema sencillo y llegador, un breve poema que encierra un encanto abrumador por su carácter reflexivo o puramente visual (según se le quiera ver), surgido de la vena más coloquial del lenguaje, cercano a la canción popular, que parece escrito de primera intención y que, a la vez, muestra un riguroso oficio. Aquí el poema del que hablo:

 

Si no amor soy entonces qué carajos

qué nube de pesar qué estrella herida

bandera por qué vientos abatida

conversación resuelta en qué estropajos

 

vengo del corazón a mis trabajos

y voy de mis trabajos a la vida

vida que se te entrega inmerecida

pero que sabe dar sus golpes bajos

 

no sé ni qué decir pero me digo

que al fin y al cabo soy un buen testigo

y voy atestiguar que estoy amando

 

todo lo que perdí mejor ahora

que cuando lo tenía llora llora

no dejes de cantar te estoy mirando

 

(Ricardo Yáñez, en su antología personal Novedad en la sombra)