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Vengo del corazón a mis trabajos

Cámara al hombro

Una de cal....

Una de cal....

 

Los sultanes del sur, una película mexicana de acción que se encuentra en cartelera, y que la crítica cinéfila en general apabulló, viene a intentar rescatar –así lo creo– el cine de acción –con sus asegunes– en nuestro país, que se quedó moribundo en las últimas décadas del siglo pasado con aquellos filmes en que los protagonistas inmoribles eran los hermanos Almada, Miguel Ángel Rodríguez, Jorge Reynoso, Valentín Trujillo, Pedro Armendáriz, Eric del Castillo, Rosa Gloria Chagoyán –con su mítica “Lola la Trailera” –, Edgardo Gazcón, Roberto Ballesteros, entre otros de una larga lista.

Los sultanes del sur y antes, Matando cabos, sin pretender más de lo que pueden lograr –los críticos las han reprobado porque les exigen más de lo que pueden dar–, se inscriben, sobre todo la primera, en el género de road-movie, aunque por ahí andan muchos que se han rasgado las vestiduras por ese atrevimiento de un filme de manufactura nacional. Es cierto que Los sultanes del sur acusa deficiencias y discontinuidad en el guión y que también cojea en otras cosas menores, pero una de sus mejores virtudes es que el espectador nunca sabe para dónde va a tirar la historia. Y eso es un enorme mérito que, además, se sale del canon. 

(En este mes de enero se cumplieron 21 años de la muerte de Rulfo. Por Chapultepec, entre Justo Sierra e Hidalgo, hay un enorme eucalipto que ostentaba una placa que decía: “Los lectores de Juan Rulfo dedicamos este árbol a su memoria. 16 de mayo 88”. El rótulo metálico desapareció. Pero no la evocación del autor del sur jalisciense). 

El «Elefante» que nos aplasta

El «Elefante» que nos aplasta

Elefante, la penúltima película de Gus Van Sant, en su momento puso en la palestra el tema de la violencia que se suscita en los adolescentes de los colegios secundarios y preparatorias de Estados Unidos –entre 1997 y 1999 tuvieron lugar ocho masacres de estudiantes en ese país–. Van Sant no aludía a ningún hecho en particular, sino al acto mismo de la violencia carente de artificios o sensacionalismo. Michael Moore ya había retratado este fenómeno en el documental –anterior a esta película– Browning for Columbine, que se basa, principalmente, en la matanza de 12 adolescentes en una secundaria de Colorado, a manos de dos jóvenes estudiantes. A diferencia de Van Sant, Moore actúa como una especie de fiscal al desmenuzar las posibles causas que desencadenan esta perturbadora forma de vida, pero aquél pone el acento en la violencia cultural que acusan las nuevas generaciones.

Se dijo que el filme de Van Sant se inspiraba en un documental del realizador Alan Clarke, que había transmitido la BBC de Londres, titulado curiosamente: Elephant, y que versaba sobre la violencia en Irlanda del Norte. En esa producción se mencionaba que el problema de la violencia es tan fácil de ignorar como se ignora a un elefante presente en medio de una sala. También se afirmó que esa cinta de Van Sant había tomado su nombre de la leyenda budista que habla sobre ocho ciegos que al palpar un elefante, cada quien por su lado, acaban dando a conocer cada uno sólo una parte del mismo: el que ha tocado las orejas alega que es un ventilador; aquél que examinó la trompa, afirma que se trata de una enorme culebra; el que abrazó una pata del animal, dice que es lo más parecido a un árbol, y así se suceden las confusiones una tras otra. Van Sant hace uso de una metáfora cinematográfica y escenifica la masacre no como un suceso extraordinario, tampoco como la irrupción de la cotidianidad estudiantil, sino como la más pura manifestación de querer causar dolor sin razón aparente.  

De nueva cuenta se ha avivado el debate sobre el fácil acceso y posesión de armas en Estados Unidos, tras la reciente masacre de ocho personas en un centro comercial de Nebraska a manos de un joven de 19 años, que acabó suicidándose. Una polémica ya añeja en ese país, y a la que, no obstante los hechos lamentables en los últimos años, no se le ve fin. 

Si mal no recuerdo, los adolescentes que llevaron a cabo la matanza en Columbine de 12 estudiantes y una maestra, el asiático que mató a 33 personas en la Universidad de Virginia, el hombre que le quitó la vida a cinco niñas en una escuela amish de Pennsylvania, y ahora el asesino de Nebraska –entre tantos otros–, todos, sin excepción, al final se suicidaron. Y la pregunta queda en el aire: ¿por qué? 

(Para la banda que ya no veré tan seguido como antes: El Chalán, Manuel, Claudia, Lupita, Horacio, David, Andrés, Víctor, Dulce, Gaby, Edith, Toño, Mario, Mariana, Ivonne, Luz y Lucecita, Norma, Rosalba, Paulo, Tribi, El Diablo, don Luis, vaya un hasta pronto y un abrazo).

    

De las mafias

De las mafias

 

Juegos, trampas y dos armas humeantes y Ghost dog –el camino del samurai– tienen algo en común: se acercan al mundo de la mafia, los gángsters y ejecuciones a sueldo. Pero sus planteamientos son totalmente distintos.
La primera muestra a una banda conformada por cuatro tipos, que se ven involucrados con entes mafiosos por una cuestión de juego de póker y apuestas, como haber tenido «un mal día en Bosnia». Las circunstancias, y sus decisiones, no les favorecen. El segundo filme lo aborda desde un asesino a sueldo de la mafia –que sigue las reglas y pone en práctica la ética del samurai–, de raza negra, que al cometer un error en un trabajo pasa a ser el perseguido por sus contratantes.
El fin que buscan ambas películas también es diametralmente distinto: Juegos, trampas… podría considerarse una sustanciosa y humorística parodia de las películas de matones y policías, tráfico y familias de abolengo involucradas con las drogas. En tanto que Ghost dog retrata la situación de un asesino negro, que se considera sirviente de un mafioso porque éste, tiempo atrás, le había salvado la vida; las reglas del auténtico samurai en la tradición japonesa es siempre servirle y nunca faltarle al respeto. La cuestión es que por el error, el asesino será perseguido incluso por su protector. Se evidencia, por esto, que hay una intención de traer a cuento a los samurais del Japón antiguo y un homenaje nada velado para Kurosawa, por su filme Rashomon.
Otra variante de los dos filmes es que Juegos, trampas… va de sorpresa en sorpresa –gira sobre sí misma en varias ocasiones–, hay volteretas en la historia que provocan en el espectador la incertidumbre, lo que equivale a sortear un final –que queda inconcluso– totalmente inesperado. Y, en cambio, si atendemos al planteamiento de Ghost dog –que no sus implicaciones y nudos argumentales– y el rumbo que toman las acciones se sabe, con anticipación, en qué va a terminar la historia: pero lo sobresaliente en este sentido es cómo Jarmusch lleva el filme a un clímax bien saboreado, no obstante el devenir intuido.
Ambas películas tienen ingredientes suficientes para sentarse a verlas sin temor de salir estafado, más bien satisfecho; aunque, es bien sabido, la mejor conclusión la saca cada quien por su cuenta.

(Juegos, trampas y dos armas humeantes –1998– es una película inglesa, filmada toda en Londres y cuyo director es Guy Ritchie, y cuenta con la sorpresiva participación de Sting y de Vinnie Jones, un exfutbolista inglés retirado; Ghost dog –1999– es un filme de Jim Jarmusch, el mismo director de Flores rotas y Hombre muerto, y cuyo personaje principal recae en Forrest Whitaker.)

 

Los idiotas

Los idiotas

 

Ayer quedé consternado; además de que mi cabeza acabó dando vueltas, como si recién me hubiese bajo del «Mundo» o de las «Tazas voladoras».
Quedé consternado por el planteamiento de la película Los idiotas, del danés Lars Von Trier. Se trata de un filme que aborda, no la intrincada problemática ni las continuas vicisitudes que se ven obligados a sortear en su vida cotidiana, el tema de las personas que acusan retraso mental. Von Trier retrata, de manera ácida, crítica y quizás terrorífica desde un plano nunca tomado, a este grupo de personas, pero también a quienes padecen síndrome de Down y, como parte de un todo, a aquellos que nos consideramos seres normales, comunes y corrientes. El engranaje de la sociedad, ya se sabe, incluye a todo tipo de personas, y funciona gracias a la entrada y salida, a la perfección y con hora precisa –en una especie de mecanismo–, de todos y cada uno de los seres vivos. En este monstruo de millones de cabezas también tienen su lugar los que tienen retraso mental –los idiotas, en esta película danesa del año 2000–, y no se trata de un espacio apartado, pero sí de un lugar que tiene las características de un rincón nada iluminado. Von Trier pone el dedo en la llaga, y lo pone con toda cautela y precisión: no hace un filme de denuncia, va más allá de eso; lo que hace este director es subrayar la incomprensión humana de las grandes ciudades disfrazada de una lástima lacerante para quienes son, de alguna manera, «diferentes».
Y mi cerebro acabó dando vueltas porque la realización del filme está hecha bajo los presupuestos del Dogma 95 que, entre otras cuestiones, obliga a quien se ciñe a esta propuesta, a filmar películas con una sola cámara, llevada al hombro, por lo que la imagen se mueve de un lado a otro, va de arriba a abajo, en un movimiento que se antoja no va a acabar nunca.

«Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida –no tú ni yo–, la vida, sea para siempre»
Jaime Sabines, «Me encanta Dios»

(Para los que pasan por aquí y vivan en Guanatos y todavía no lo sepan, Los Aterciopelados estarán en la FIL dando un concierto gratis en la explanada)

 

Filmes-no-vuelvo-a-ver

Filmes-no-vuelvo-a-ver



He llegado a la conclusión de que algunas películas es posible verlas una y otra vez, ya sea por un afán de análisis, de mayor entendimiento de lo que buscan decir o por simple divertimento u otros motivos cualesquiera. Pero algunos filmes han sido hechos para verse una sola vez, y según el espectador, tras verlos, han de hacerse dos tipos de acciones: olvidarse de plano de ellos, borrarlos de nuestra memoria cinematográfica o recordarlos vivamente y recomendarlos con toda sinceridad y modestia.
Pero esto de ver en una sola ocasión una película obedece a dos razones en un principio: 1. porque el filme es totalmente infumable, intragable que se vuelve necesario desecharlo apenas ha concluido su proyección; tiempo perdido y neuronas heridas incluidas (de estas películas, lamentablemente, abundan). y 2. porque la película es tan desgarradora, cala tan hondo, que sería imposible sentarse de nuevo a verla; considerando, claro está, la propuesta del director, el guión, las actuaciones, las imágenes y todo ese cúmulo de sensaciones que todo el conjunto en sí mismo provoca en el espectador y lo arranca literalmente de su asiento, lo zarandea y de nuevo lo siembra en su silla.
De estas películas puedo citar algunas que para mi fortuna he visto, y que recuerdo vivamente, pero de las que no sería capaz ver de nuevo; si se quiere, puedo parecer un cinéfilo poco perseverante de ciertas propuestas que conducen a vaciarnos interiormente y preguntarnos sobre numerosas cuestiones que flotan en el aire pero que nadie se atreve a responder, mucho menos a nombrar. Y quizá sí lo soy, pero sé apreciarlas a mi modo, quizá no en su justa dimensión, pero sí en un intento global de asimilarlas. Y, además, no les rehuyo, más bien intento frecuentarlas.
En esta categoría de filmes-no-vuelvo-a-ver entran Bailando en la oscuridad, Kandahar, Hotel Rwanda, El violín, Las tortugas pueden volar (que recién vi el viernes pasado), Dogville, Irreversible, Los olvidados, y otros que en este momento no recuerdo.

El cine, ya se sabe, tiene muchas cualidades, y una de ellas es que no sólo retrata la vida, sino que nos conduce a identificarnos con esas vivencias al punto de que las hacemos nuestras. Dicen los que saben, que si esto no sucede con algún filme, en realidad no se trata de buen cine.

 

Insomnio

Insomnio

 

En mi vida, en algunas noches he batallado para lograr conciliar el sueño, ya sea por factores ajenos o por turbulencias en mi interior, por un cansancio desmedido o porque en una época me acostumbré a no dormir de noche –trabajé año y medio de 7 de la noche a 7 de la mañana–; incluso, porque por algún tiempo llevé a la práctica una máxima de mi abuelo que decía: «ya dormirá uno cuando se muera»; pero, invariablemente, tras esos lapsos de momentáneo insomnio acabo durmiendo sin más sobresalto que un despertador que se atraviesa a mitad de la placidez.
Muchos dicen que dormir es uno de los mejores placeres que puede disfrutar el ser humano, para el cual no se necesita de compañía o incentivos como sí sucede con otro tipo de satisfacciones. Y, debo anotarlo, conozco personas especialistas en esto de la dormitancia, que donde recargan la cabeza ahí se despatarran y acurrucan para disfrutar un largo sueño –esto está fuera de mis posibilidades–. Hay quien, también, puede dormir por más de 24 horas consecutivas; ésos sí que, prácticamente, «se tiran a morir» –también esto no lo podría conseguir yo–. Y también están esos otros que no necesitan más que acostarse para, transcurridos algunos segundos, comenzar a roncar o a soñar, o las dos acciones al mismo tiempo –y esto otro también me está vedado–. Qué le vamos a hacer, soy delicadito para domir, dicen.


Todo esto viene a propósito porque Arcángel, el protagonista de Cuentos de hadas para dormir cocodrilos, sufre, como todos sus antepasados cercanos y lejanos –desde su bisabuelo hasta su padre–, de un insomnio permanente, no duerme nunca. Por este «pequeño motivo» su esposa lo abandona, llevándose a su pequeño hijo –que padece autismo–, aludiendo que no descansan, que no pueden convivir ya con él. A partir de este desencuentro se desata una historia cuya estructura es más bien cíclica: su bisabuelo, por ganar tres monedas, siendo niño mira a los ojos a un coyote –se dice que éste acabará llevándose el sueño del que se atreva a mirarlo fijamente por un rato y la condena pasará de generación en generación–, y ahí comienza el rosario de desgracias para la familia de los Arcángel. El bisabuelo, al crecer, siempre se le ve en compañía de un amigo, de nombre Mingo, a quien a mitad de la noche siempre despierta para que le cuente lo que estaba soñando –algo vedado para él–, pagándole cada vez una moneda de plata. ¡Pagar para que otros te cuenten sus sueños y los que uno no puede soñar! Es como desear ser otro.
Como dije antes, la historia es cíclica hasta llegar con Arcángel, quien, al final, de algún modo, rompe con esa maldición que siempre pesó sobre su familia –una solución más bien fatídica y desesperada. El argumento y la historia no son tan simples como aquí las presento, pues sólo tomé la arista que tocaba con el asunto del domir. Se trata de una película rica argumental y visualmente, altamente disfrutable.

Cuentos de hadas para dormir cocodrilos es un filme que recomiendo ver, cuyo director y guionista es el mexicano Ignacio Ortiz Cruz, producida en el año 2000. Ignacio Ortiz también fue guionista de Sin remitente, La mujer de Benjamín, La vida conyugal y Desiertos mares


 
 

Swimming pool

Swimming pool

 


La más vieja es una escritora reconocida en Inglaterra. Escribe una saga –léase best-sellers– de crímenes y detectives que vende millones de ejemplares.
La más joven es hija de un magnate editorial inglés, que reparte su tiempo entre trabajos temporales y una vida disipada.
A la más vieja le llega un momento de atosigamiento de aquella cotidianidad en la que vive; su editor le recomienda entonces que viaje a Francia y se hospede en una casa que él tiene en las afueras de París.
La más joven no vive ni con su madre ni con su padre, vaga sola de un lado a otro, tropezando, levantándose; su padre, por cierto, es el editor y publicista de la más vieja.
La más vieja decide alejarse de Londres y en tren viaja a Francia; se hospeda en la casa que le había ofrecido su editor.
La más joven, recién despedida de su último empleo, llega también a la casa donde se ha alojado la escritora.
La más vieja, en un primer momento, asume una actitud hostil y de alejamiento respecto a la más joven; se recluye en la escritura y corrección de su última novela.
La más joven sale todos los días y por la noche regresa con un hombre, siempre distinto al del día anterior.
La más vieja, superando el desorden y modo de conducir su vida de la más joven, acaba por interesarse en ella –esa vocación indomable de inquirir, de escribir.
La más joven, al notar este cambio en la más vieja, primero desconfía, pero acaba contándole los avatares –casi siempre lamentables– de su vida.
La más vieja, un día, deja de lado la escritura de su saga de crímenes y detectives y comienza a escribir la historia de la más joven –sin conocimiento de ésta. 
La más joven, cierta mañana, intrigada por saber lo qué la más vieja estaba escribiendo, se introduce en su habitación y lee el borrador de la novela: se da cuenta de que la más vieja escribe su historia. Y decide seguir el juego….

¿Cómo es posible distinguir entre la realidad y la ficción? ¿Es ético, o cuando menos aceptable, que el autor, movido por construir un mundo ficcionalizado, altere la realidad? ¿Es posible que la realidad, mano humana de por medio, pueda considerarse ficción al traslaparla al papel? ¿La ficción supera a la realidad, o es al revés?

Estas y otras preguntas quedan en el aire al ver este filme de Francois Ozon, titulado precisamente Swimming pool, cuya reseña aquí quedó a la mitad, para que a los posibles visitantes de este blog les quede el gusanito y se animen a verla alguna vez.

 

Algunas princesas

Algunas princesas

«Dicen que las princesas no tienen equilibrio, (que) son tan sensibles que notan la rotación de la tierra…»

 

¿Será la prostitución de veras el oficio más viejo del mundo? En realidad lo desconozco, pero lo que sí puedo decir es que se trata de un oficio despiadado: quien lo practica deja de ser, en cierto momento ya ni es la sombra de lo que fue, en algún lugar deja botados su nombre, identidad, querencias y sueños y de ahí en más se le conoce únicamente como puta, piruja, prostituta, sexoservidora, profesional del sexo, entre otros adjetivos. Ya no se tiene derecho a nada, no se puede aspirar a llevar una vida como la llevan los otros, ya no se es, y en esa existencia nebulosa tienen cabida las más variadas formas de sobrevivencia.

 

«Existimos porque alguien piensa en nosotros, no porque nosotros pensemos en otros…»: Una de ellas –Caye–, una prostituta irredenta y que no tiene más pretensión que el hombre que ama la espere a la salida del trabajo –sea cual sea éste–, le cede su derecho de existencia a la otra –Zulema–, que está condenada a morir prematuramente y a quien le es negada toda posibilidad de echarse a volar…

 

Dos mujeres, dos amigas, dos princesas…

 

«Dicen que (las princesas) son tan sensibles que enferman si están lejos de su reino, que hasta se pueden morir de tristeza…»

 

«Princesas» es el más reciente filme de Fernando León de Aranoa, el mismo director de «Los lunes al sol».

Cuando la violencia es bien vista

Cuando la violencia es bien vista

“El hombre es el lobo del hombre”, Hobbes

 

“El deseo de venganza es un impulso natural”, se lee en el cartel alusivo para la promoción de “Irreversible” (2003). Esta película del director argentino Gaspar Noé cuenta la historia de atrás hacia adelante: el carrusel de la linealidad narrativa va girando a la inversa a través de numerosos movimientos de cámara y ocularizaciones internas, desplegando un tipo de violencia sucia, degradante, inquietante, que deja secuelas, porque un acto violento siempre cala, a pesar de que sólo –no importa si de lejos o de cerca– se le mire. En esta propuesta cinematográfica se pone en juego lo señalado por Hobbes: la violencia es un instinto natural, sea cual sea el tipo de ésta.

Hace dos días vi “Solo contra todos”, un filme del mismo director argentino, sólo que anterior a “Irreversible”. En esta película Noé apuesta también por un planteamiento violento, sólo que difiere mucho respecto a lo ofrecido en “Irreversible”: En “Sólo...” se refiere una violencia física, pero sobre todo psicológica. En la mente del personaje es donde se anida y proyecta la violencia, una violencia ensimismada, inatrapable, incomprensible a ratos, destructiva siempre. Es sorprendente cómo el ser humano a veces se convierte en su propio verdugo, en su presa y cazador, en su motivo y descontrol. “Solo...” nos da cuenta de esto de un modo impactante: los monólogos del personaje, largos, complicados, cansinos, lo presentan como un desadaptado, un olvidado de la sociedad, cuando en realidad es la más clara representación de ésta. Por si fuera poco, no sólo la vida es cíclica, también los actos violentos lo son, y en ocasiones vienen más desgarradores, pero no dejan nunca de lado su carácter desolador.

A propósito de las escenas violentas, hay que decir que a más de espectaculares, han formado siempre parte del cine. Pero debemos anotar que su efecto puede ser devastador, en dos sentidos: de algunos filmes puede hablarse de una trivialización de la violencia, dado su sinsentido, sus repetidas y vulgares apariciones en el proceso de la cinta, lo que da al traste con la propuesta; de otros, puede referirse un tipo de violencia eficaz, detonante de emociones, entendida como el momento certero de insertar, en el transcurso de la historia, un vuelco de imágenes, una irrupción que es a veces meteórica, alucinante, metódica, y en algunos casos hasta necesaria. “Irreversible” y “Solo contra todos” se inscriben en este último apartado. 

 

(Que no confunda el título del post, yo tiendo más bien a ser pacífico)