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Vengo del corazón a mis trabajos

Roleando

Los caifas

Los caifas

 

Tan de moda los encuentros y reencuentros musicales en los últimos tiempos, que van desde lo más patético hasta la verdadera recreación de pasados éxitos musicales en conciertos que pasarán a la historia (la que se recuerda gratamente; como el de Los Héroes del Silencio en el D.F., o el que seguramente dará Soda Stéreo aquí en Guanatos), hoy quiero hablar sobre un reencuentro que, de darse, agradecería desde lo más hondo de mi afición por la música.
Sin embargo, antes de hacer mi pronunciamiento, quiero dejar asentado que el mayor número de estos reencuentros se han hecho con la única intención de obtener dinero (y no es que sea despreciable esto, pues el músico necesita, como todos los mortales, comer y vestir). Lo que quiero subrayar es que tan ha sido ése su único móvil que acaban presentando un espectáculo que deja mucho que desear; baste citar el ejemplo más cercano y fresco: esa comedia vulgar que se transmitía los domingos por la noche en Televisa, cuyo fin fue conformar a la nueva banda Timbiriche. ¿Nueva banda? ¿Nuevo Timbiriche? Un grupo de plástico más, así de seco. Porque, es obvio, pudo haber sido un asunto serio, pero el rigor y los modos de evaluación y selección de los integrantes se prestaron para la más completa decepción y desconfianza. La buena noticia es que ya terminó.
Bueno, ahora, como dicen, «a lo que te truje Chencha». Desde aquí me pronuncio por un reencuentro de una banda que catapultó el rock en español en la década de los años ochenta, y que se constituyó como la punta del iceberg que abrió escenarios impensables para un grupo de rock, como el Palacio de los Deportes chilango, pues en este espacio la primera banda que tocó, más allá de cantantes románticos y otros especímenes, fueron ellos. Me refiero a Caifanes, que después mutaron en Jaguares (que todavía dan toquines) y antes fueron Las insólitas imágenes de Aurora.
Caifanes fue nuestra bandera, el espejo de una generación que bogábamos por hallar un rumbo definido, y no es que ellos señalaran ese camino, sino que su música (letras incluidas) se volvió una metáfora que transformamos en palabras y las hicimos nuestras en la vida real. Su influencia y arrastre, amén del arraigo e identidad por lo que relataban en sus canciones, nos hizo apostar por una pertenencia todavía no bien definida, aunque sí visualizada. Incluso se imitó su manera de vestir y de llevar el pelo, cosa muy común por otro lado.

Antes de que nos olviden,
nos evaporaremos en magueyes,
y subiremos hasta el cielo
y bajaremos con la lluvia.

Antes de que nos olviden,
romperemos jaulas,
y gritaremos la fuga;
no hay que condenar el alma.

Caifanes, «Antes de que nos olviden», en El Diablito

 

Sabores nocturnos

Sabores nocturnos

 

«…las noches de calor
pasarla con amigos
arriba de un balcón
cantando algo de Silvio
hasta el amanecer»
Yahir Durán

 

Hace algunos días vi por la calle a Rafa, a quien no había visto desde que se casó. Mis primeras lecciones de guitarra –soy cabeza dura para eso, o acuso falta de talento más bien– me las dio Rafa precisamente. Pero lo que más vino a la memoria al topármelo en la esquina del barrio fueron aquellos días ya lejanos:


En las noches, Rafa congregaba a los del barrio alrededor suyo. Rafa, con un cigarro en una mano y la guitarra en la otra, caminaba distraído, apaciguado como quien después de un largo día de trabajo se tira a descansar para ya no levantarse sino hasta el día siguiente. Todavía no se acodaba en las raíces del enorme hule afuera de la tienda de abarrotes de don Rosendo, cuando ya la gorra recorría la rueda para reunir la cooperacha de las caguas. Al tiempo que Rafa deshilaba «Sombras nada más» con un blues desgarrado y preciso, las palomas que emergían de su guitarra negra le tendían una emboscada a la medianoche. Los sabores nocturnos de Rafa en sus arpegios, y su voz alada de caguama, se elevaban a la noche envueltos en cristales oscuros, pululando como palabras que apenas se distinguen en la distancia. «Te recuerdo saltando los charcos…», era el escenario en el que «El Blues» se unía al grupo. Ceremoniosamente extraía de su camisa percudida su armónica y ensayaba algunas notas con ademanes delirantes. Interrumpía su ensayo y pedía la caguama para empinarle, desesperado y casi furibundo, un trago que se antojaba no terminaría. «Si naces en el Golfo, de golfo te la pasas…», las voces de Rafa y «El Blues» se confundían, se alejaban una de la mano de otra, cercando los muros, encharcándose en el filo de la acera, rasgando los cuerpos apretujados en torno a un mundo oloroso a cerveza que no tomaba en cuenta el vientre blanco del amanecer. Las voces iban perdiendo fuerza, la noche iba perdiendo sus oscuridades acompasadas, los sabores nocturnos se impregnaban en nuestros cuerpos con destellos de viento, de ése que solamente viene de noche, y se derramaban luego, al día siguiente. Con las primeras luces, Rafa se alejaba tal como había llegado: fumando, distraído, despacio con su ritmo de tortuga. Y «El Blues», dormido un buen rato antes, se aferraba al tronco madre del hule de don Rosendo.


Una noche Rafa dobló la esquina con aquella eterna lentitud en sus pasos, como siempre distraído, pero sin la guitarra colgándole de un hombro. Venía fumando. Una vez en el hule, dijo que esa tarde había vendido su guitarra negra.
A partir de ahí los sabores nocturnos ya no le pudieron seguir «robando luz al sol».

Nadie va a Durango....

Nadie va a Durango....

 


No conozco todavía a nadie que haya ido de vacaciones a Durango... No, ni siquiera a alguien que haya ido en viaje de trabajo. ¿Durango? ¿Dónde está? ¿Es parte de México? ¿Acaso es un páramo de fantasmas? En Durango nunca pasa nada; al menos no se sabe que pase algo. Las malas lenguas pregonan que allí hace mucho calor; que es una tierra caliente, donde se dan los alacranes por montones. Hace mucho tiempo Durango fue un oasis, durante la fiebre del oro; incluso en ese lugar se filmaron algunas películas, westerns hollywodenses. Ese suelo caliente fue pisado por el mítico Doroteo Arango, lo recorrió montado en su caballo, con carrillera, sombrero y un enconado odio por los yanquis. Pero ya no hay diligencias, ni pistoleros, ni mujeres con vestidos amplios con olanes, ni saloons, ni buscadores de oro llegados todos los días, ni fervor, ni mucha gente siquiera. «Ya el horizonte no es un potro bronco, pepitas de oro no hay tan a la mano». Lo que sí hay es «un sol que todo lo quema, que todo lo calcina». No obstante, quiero conocer Durango, porque Durango para mí es a la vez un misterio y un escenario de cartón, como la Barataria de Sancho Panza, o el Comala del sur jalisciense, o la Piura del desierto peruano, o La Yesca metida en el fondo de un barranco y en los recuerdos vivos de mi madre.


Durango. La palabra misma pareciera ser una combinación de durazno y mango, dur-ango. Es una palabra que puede comerse, un vocablo que no existe en los noticieros nacionales, un lugar que para llegar hay que auxiliarse de un mapa que todavía no es encontrado, ni siquiera trazado. «¿Será por eso que nadie va a Durango?». Nadie va a Durango.... Jaime López la cantó una mañana de diciembre en un minibús por la López Mateos. Y hasta entonces nadie había ido a Durango. Hoy, por lo menos, yo quiero ir a Durango.... Nadie más. Iré. Y de vuelta, sobre la carretera quizás, sabré «porque están tan solos en Durango».

 

«Aquí la mano de Dios está re lejos, ¿será por ser tan ateos?, dice un vato. Se fue John Wayne y el pueblo es un fantasma, ¿será por eso que nadie va a Durango?».

(Jaime López, «Nadie va a Durango»)