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Vengo del corazón a mis trabajos

Filmes-no-vuelvo-a-ver

Filmes-no-vuelvo-a-ver



He llegado a la conclusión de que algunas películas es posible verlas una y otra vez, ya sea por un afán de análisis, de mayor entendimiento de lo que buscan decir o por simple divertimento u otros motivos cualesquiera. Pero algunos filmes han sido hechos para verse una sola vez, y según el espectador, tras verlos, han de hacerse dos tipos de acciones: olvidarse de plano de ellos, borrarlos de nuestra memoria cinematográfica o recordarlos vivamente y recomendarlos con toda sinceridad y modestia.
Pero esto de ver en una sola ocasión una película obedece a dos razones en un principio: 1. porque el filme es totalmente infumable, intragable que se vuelve necesario desecharlo apenas ha concluido su proyección; tiempo perdido y neuronas heridas incluidas (de estas películas, lamentablemente, abundan). y 2. porque la película es tan desgarradora, cala tan hondo, que sería imposible sentarse de nuevo a verla; considerando, claro está, la propuesta del director, el guión, las actuaciones, las imágenes y todo ese cúmulo de sensaciones que todo el conjunto en sí mismo provoca en el espectador y lo arranca literalmente de su asiento, lo zarandea y de nuevo lo siembra en su silla.
De estas películas puedo citar algunas que para mi fortuna he visto, y que recuerdo vivamente, pero de las que no sería capaz ver de nuevo; si se quiere, puedo parecer un cinéfilo poco perseverante de ciertas propuestas que conducen a vaciarnos interiormente y preguntarnos sobre numerosas cuestiones que flotan en el aire pero que nadie se atreve a responder, mucho menos a nombrar. Y quizá sí lo soy, pero sé apreciarlas a mi modo, quizá no en su justa dimensión, pero sí en un intento global de asimilarlas. Y, además, no les rehuyo, más bien intento frecuentarlas.
En esta categoría de filmes-no-vuelvo-a-ver entran Bailando en la oscuridad, Kandahar, Hotel Rwanda, El violín, Las tortugas pueden volar (que recién vi el viernes pasado), Dogville, Irreversible, Los olvidados, y otros que en este momento no recuerdo.

El cine, ya se sabe, tiene muchas cualidades, y una de ellas es que no sólo retrata la vida, sino que nos conduce a identificarnos con esas vivencias al punto de que las hacemos nuestras. Dicen los que saben, que si esto no sucede con algún filme, en realidad no se trata de buen cine.

 

Los caifas

Los caifas

 

Tan de moda los encuentros y reencuentros musicales en los últimos tiempos, que van desde lo más patético hasta la verdadera recreación de pasados éxitos musicales en conciertos que pasarán a la historia (la que se recuerda gratamente; como el de Los Héroes del Silencio en el D.F., o el que seguramente dará Soda Stéreo aquí en Guanatos), hoy quiero hablar sobre un reencuentro que, de darse, agradecería desde lo más hondo de mi afición por la música.
Sin embargo, antes de hacer mi pronunciamiento, quiero dejar asentado que el mayor número de estos reencuentros se han hecho con la única intención de obtener dinero (y no es que sea despreciable esto, pues el músico necesita, como todos los mortales, comer y vestir). Lo que quiero subrayar es que tan ha sido ése su único móvil que acaban presentando un espectáculo que deja mucho que desear; baste citar el ejemplo más cercano y fresco: esa comedia vulgar que se transmitía los domingos por la noche en Televisa, cuyo fin fue conformar a la nueva banda Timbiriche. ¿Nueva banda? ¿Nuevo Timbiriche? Un grupo de plástico más, así de seco. Porque, es obvio, pudo haber sido un asunto serio, pero el rigor y los modos de evaluación y selección de los integrantes se prestaron para la más completa decepción y desconfianza. La buena noticia es que ya terminó.
Bueno, ahora, como dicen, «a lo que te truje Chencha». Desde aquí me pronuncio por un reencuentro de una banda que catapultó el rock en español en la década de los años ochenta, y que se constituyó como la punta del iceberg que abrió escenarios impensables para un grupo de rock, como el Palacio de los Deportes chilango, pues en este espacio la primera banda que tocó, más allá de cantantes románticos y otros especímenes, fueron ellos. Me refiero a Caifanes, que después mutaron en Jaguares (que todavía dan toquines) y antes fueron Las insólitas imágenes de Aurora.
Caifanes fue nuestra bandera, el espejo de una generación que bogábamos por hallar un rumbo definido, y no es que ellos señalaran ese camino, sino que su música (letras incluidas) se volvió una metáfora que transformamos en palabras y las hicimos nuestras en la vida real. Su influencia y arrastre, amén del arraigo e identidad por lo que relataban en sus canciones, nos hizo apostar por una pertenencia todavía no bien definida, aunque sí visualizada. Incluso se imitó su manera de vestir y de llevar el pelo, cosa muy común por otro lado.

Antes de que nos olviden,
nos evaporaremos en magueyes,
y subiremos hasta el cielo
y bajaremos con la lluvia.

Antes de que nos olviden,
romperemos jaulas,
y gritaremos la fuga;
no hay que condenar el alma.

Caifanes, «Antes de que nos olviden», en El Diablito

 

Hakuna matata….

Hakuna matata….

 


Hace un rato, mi jefe inmediato me llamó a junta, ¡sólo a mí!; así que, de entrada, supuse que el asunto no iría bien.
Adquirió un rostro serio, aclaró una dos tres cuatro veces la garganta antes de hablar, y entonces soltó una cantaleta que, más allá de una preocupación inicial, me resulta, en el fondo, divertida, y es que a veces la vida se convierte en un tobogán divertido al que no se le ve fin. En fin, en fin (para ponerme cacofónico).
En pocas palabras dijo que mi trabajo dejaba que desear, que podía dar más, que está llevando a cabo una reestructuración y que si le preguntaran en este momento yo quedaría fuera de su esquema de trabajo, y para rematar sentenció que a partir de hoy estaré a prueba durante un mes. ¡Carajo! qué elocuencia y propiedad del señor. Señalarle algunos errores más que evidentes no es retroalimentación, sino un desafío llano y puro, pues ayer mismo su cara se petrificó cuando se percató que había cometido un yerro menor y yo, junto con otro, soltamos una carcajada mesurada, viéndole el lado cómico; el asunto es que lo tomó, como dicen, «muy a pecho».
Se me estaba olvidando que lo primero que dijo, y creo que de ahí partió la elaboración y estructura de su discurso fue esto: «En la primera junta que tuvimos creo que fui muy claro (esto lo repitió en tres ocasiones) respecto a que yo soy tu jefe inmediato, y te fuiste de vacaciones sin consultarme, sólo me avisaste el día que te ibas; lo trataste directamente con el director. Y si hay algo que no tolero es que pasen por encima de mí». (A esto, lo quiero aclarar –y se lo argumenté–, puedo decir que no fue mi intención ignorarlo o saltarme su autoridad, así lo hice porque así siempre ha sido –esto de los procedimientos a veces resulta contraproducente; en fin en fin –la cacofonía me persigue–, qué se le va a hacer).
La intención de escribir esto no es más que referir que de veras me parece una situación divertida –con sus asegunes, por supuesto. Y lo divertido no proviene en sí de mi posición en la cadena de trabajo –porque, sin pretensión ni arrogancia, creo que hago mi trabajo según los lineamientos estipulados–, sino en que, cosa extraña, su «disfrazada amenaza» la considero no más que una cosa que se dijo por no decir otra. Quizá todo esto pueda dar a entender que soy un irresponsable o que me tiro a la dejadez y soy conformista, pero creo que en ocasiones hay que salirse de la tangente para no topar en pared.

Ahora sí que hakuna matata….



Insomnio

Insomnio

 

En mi vida, en algunas noches he batallado para lograr conciliar el sueño, ya sea por factores ajenos o por turbulencias en mi interior, por un cansancio desmedido o porque en una época me acostumbré a no dormir de noche –trabajé año y medio de 7 de la noche a 7 de la mañana–; incluso, porque por algún tiempo llevé a la práctica una máxima de mi abuelo que decía: «ya dormirá uno cuando se muera»; pero, invariablemente, tras esos lapsos de momentáneo insomnio acabo durmiendo sin más sobresalto que un despertador que se atraviesa a mitad de la placidez.
Muchos dicen que dormir es uno de los mejores placeres que puede disfrutar el ser humano, para el cual no se necesita de compañía o incentivos como sí sucede con otro tipo de satisfacciones. Y, debo anotarlo, conozco personas especialistas en esto de la dormitancia, que donde recargan la cabeza ahí se despatarran y acurrucan para disfrutar un largo sueño –esto está fuera de mis posibilidades–. Hay quien, también, puede dormir por más de 24 horas consecutivas; ésos sí que, prácticamente, «se tiran a morir» –también esto no lo podría conseguir yo–. Y también están esos otros que no necesitan más que acostarse para, transcurridos algunos segundos, comenzar a roncar o a soñar, o las dos acciones al mismo tiempo –y esto otro también me está vedado–. Qué le vamos a hacer, soy delicadito para domir, dicen.


Todo esto viene a propósito porque Arcángel, el protagonista de Cuentos de hadas para dormir cocodrilos, sufre, como todos sus antepasados cercanos y lejanos –desde su bisabuelo hasta su padre–, de un insomnio permanente, no duerme nunca. Por este «pequeño motivo» su esposa lo abandona, llevándose a su pequeño hijo –que padece autismo–, aludiendo que no descansan, que no pueden convivir ya con él. A partir de este desencuentro se desata una historia cuya estructura es más bien cíclica: su bisabuelo, por ganar tres monedas, siendo niño mira a los ojos a un coyote –se dice que éste acabará llevándose el sueño del que se atreva a mirarlo fijamente por un rato y la condena pasará de generación en generación–, y ahí comienza el rosario de desgracias para la familia de los Arcángel. El bisabuelo, al crecer, siempre se le ve en compañía de un amigo, de nombre Mingo, a quien a mitad de la noche siempre despierta para que le cuente lo que estaba soñando –algo vedado para él–, pagándole cada vez una moneda de plata. ¡Pagar para que otros te cuenten sus sueños y los que uno no puede soñar! Es como desear ser otro.
Como dije antes, la historia es cíclica hasta llegar con Arcángel, quien, al final, de algún modo, rompe con esa maldición que siempre pesó sobre su familia –una solución más bien fatídica y desesperada. El argumento y la historia no son tan simples como aquí las presento, pues sólo tomé la arista que tocaba con el asunto del domir. Se trata de una película rica argumental y visualmente, altamente disfrutable.

Cuentos de hadas para dormir cocodrilos es un filme que recomiendo ver, cuyo director y guionista es el mexicano Ignacio Ortiz Cruz, producida en el año 2000. Ignacio Ortiz también fue guionista de Sin remitente, La mujer de Benjamín, La vida conyugal y Desiertos mares


 
 

Diferencias capitales

Diferencias capitales

 


Hay diferencias capitales entre Mérida y Guadalajara en cuanto a lo automovilístico se refiere (escojo estas dos ciudades por una razón: en la segunda vivo y en la primera estuve de visita durante toda la semana pasada).
Antes que nada, hay que apuntar que el parque vehicular de Guadalajara supera con mucho al de la ciudad capital yucateca, en razón de las dimensiones de la metrópoli y el número de habitantes y posibilidades de desarrollo comercial, industrial y habitacional. Pero esto no exime que se puedan instrumentar otras reglas de convivencia, o reformar las existentes para un buen entorno de circulación entre peatones y automotores.
El asunto que quiero abordar tiene que ver con lo siguiente: Cinco días enteros estuve en Mérida, me moví por la ciudad en combi y minibús, y en ese tiempo –que podría considerarse corto– no vi un solo accidente automovilístico. Nada, ni siquiera un percance menor, ni choque, ni volcadura, ni atropellamiento, nada de nada. Además, de esos cinco días, en tres compré ejemplares de la prensa yucateca y no encontré referencia a ningún accidente de este tipo. Y eso, por no faltar a la verdad, me ha dejado gratamente sorprendido.
En Guadalajara, en cambio, y lo sabemos de sobra quienes aquí vivimos, los accidentes viales son constantes en número y tiempo de aparición, a más de lamentables y aparatosos. Y esto se debe a numerosos factores: el ya citado y grueso parque vehicular, la poca educación de los automotores combinada con la escasa cautela y cuidado de los peatones, las prisas por ganarle a los semáforos, la habilitación de vías rápidas en zonas habitacionales y pasajes comerciales, viaductos y calzadas, falta de semáforos en lugares estratégicos con gran aforo peatonal, falta de señalamientos en zonas que presentan gran carga vehicular, etcétera (y este etcétera hace honor a su nombre).
Mucho se ha dicho en torno a esto que nuestra ciudad es una ciudad hecha y deshecha para automóviles y no para peatones, baste citar el tan cacareado viaducto en López Mateos. Y es de lamentarse aquello de que esta urbe es apta para ir sobre cuatro ruedas, pues no son pocos a quienes he escuchado que no hay otra manera de disfrutar la ciudad que recorrerla a pie. Pero ello se ha vuelto peligroso, no un deporte extremo, porque al fin éste se practica por placer; y caminar poniendo en riesgo la vida no comporta satisfacción alguna.
Es cierto que las soluciones para grandes problemas también tienen que ser grandes, y la de éste tendría que ser, forzosamente, de enormes dimensiones, y tendría que involucrar tanto a peatones como a automovilistas, pero mucho me temo que en ambos bandos hay quienes no están dipuestos a ceder ni un ápice.

Una especie de locura hay en nuestras calles, una locura cuya raíz ha de ser encontrada para, de un tajo, abrirla y sacarle lo que lleva dentro.

   
 

Primer día de andanzas

Primer día de andanzas


La estancia en Yucatán comenzó el lunes pasado, atravesando la ciudad desde el aeropuerto hasta el otro lado del periférico, donde me hospedé en una vieja casona rodeada de una vegetación tupida, aunque un tanto deteriorada por el paso del huracán Isidore hace algún tiempo.


Lo primero fue habituarme al clima: un sofocante calor, húmedo, que no deja de sentirse en todo el día. A menudo creía estar viviendo los días de más intenso calor en Guanatos, pero, viéndolo fríamente, no hay comparación: el calor yucateco es mucho mayor, más punzante y aletargado.


Ese mediodía comí frijoles puercos, un platillo que las familias yucatecas acostumbran comer los días lunes: está compuesto de frijoles negros con carne de puerco en caldillo; se le agrega cilantro, cebolla, rabanos, chile habanero, aguacate y se acompaña con tortillas pequeñas (la tortilla para taco de aquí), amarillentas.


Por la tarde di el primer recorrido al centro histórico: su catedral es blanca, donde se venera al Cristo de las Ampollas, un Cristo negro cuyo aposento se halla al costado derecho del altar mayor (aunque no es el principal); esa imagen es el estandarte de todos los gremios habidos y por haber: zapateros, comerciantes, taxistas, talabarteros, sastres, campesinos, choferes, agricultores, pescadores, electricistas, bomberos, panaderos, tortilleros, artesanos, joyeros, fontaneros, albañiles, etcétera. En un primer momento creí que por aquello de las ampollas se relacionaba con todos estos trabajos que requieren fuerza y empuje, pero el nombre le viene de una especie de “callos” que presentaba en las manos cuando fue descubierto.


Al costado izquierdo de catedral se encuentra el pasaje del arte, donde se ubica el Museo de Arte Contemporáneo yucateco; más allá la Casa Montejo, casona donde vivió Francisco de Montejo, el conquistador de la península; al frente se alza la plaza principal, donde a toda hora hay residentes y visitantes sentados en sus bancas verdes, resguardadas por palmeras y numerosos árboles y jardines; a la derecha, el Palacio Federal, un edificio antiguo, verde, de dos plantas. Por esa misma acera se ubican un sinfín de negocios: cafés, puestos de revistas y artesanías, tiendas comerciales y una nevería típica, donde me senté a degustar un sorbete: helado (pedí de elote) servido en copa, acompañado de un mantecado y un vaso con agua.


A dos cuadras, por ese mismo costado se erigen dos plazoletas, un templo que atienden franciscanos, dos teatros y el antiguo edificio de la Universidad Autónoma de Yucatán. Ahí se abre otro pasaje donde hay varios cafés al estilo europeo y la sede del Congreso yucateco. Otras dos cuadras más se topa uno con el barrio de Santa Lucía; pero de todo esto hablaré en otro post….

A propósito, en cuanto pisé tierra tapatía este fin de semana experimenté una especie de regocijo al respirar este clima al que me he acostumbrado. Pequeñas obstinaciones, diría alguien.

 

Desde el último reducto maya




Este blog ha estado de vacaciones desde el viernes pasado por muchos motivos, el principal es que me encuentro en Mérida, Yucatán, y que regresaré a Guanatos hasta mañana sábado. Mi intención primera era estar subiendo post y comentarios sobre lo que viera, conociera y comiera acá en la península yucateca, pero hasta hoy encontré un ciber en que las máquinas me han dejado hacerlo. Así que en cuanto llegue a mi Perla Tapatía me pondré a mano y escribiré sobre todo lo acontecido en esta última semana en esta ciudad en que hace un calor infernal, bueno, infernal es poco....

Por lo pronto les dejo esta bomba que escuché decirle a un descendiente maya yucateco en la playa de Puerto Progreso, ya con unos tragos encima:

Si el mundo se acabara, me voy para Mérida....

 

 

Apuntes sobre la fatalidad (1)

Apuntes sobre la fatalidad (1)

 


¿Quién está exento de la fatalidad, de la tragedia? La vida es un prolongado acto que se inserta en una obra al más puro estilo de los griegos, cuyo espíritu desolador quedaba de manifiesto en aquellas historias en que el ser humano acababa siendo un títere ante los avatares del destino.
La tragedia pudiera ser el núcleo de nuestro acontecer, pues la fatalidad aparece una y otra vez, se presenta de mil maneras y perservera no importándole el tiempo. En ocasiones intenta ocultarse tras la máscara de lo festivo, en ese reducto de tratar de parecer otra cosa; pero no son sino distintos modos que la fatalidad asume para adjudicarse la vida de alguien. El asunto es que nos hemos acostumbrado al transcurrir trágico, los hechos fatales han tomado la cotidiniadad como recipiente para instalarse entre nosotros. Además, no hay otro modo de entender nuestra historia si no es a través de la fatalidad.

Doña Panchita
Todas las mañanas –en ocasiones a mediodía–, en el barrio donde crecí, doña Panchita sacaba su mesita casi destartalada de madera, extendía un mantel tejido por ella misma y ponía los dulces para que nosotros los compráramos. Cabizbaja por la joroba que se alzaba en su espalda, doña Panchita, a sus casi cien años, no pudo evitar compartir el destino despiadado de un país que no conoce a sus habitantes: la fatalidad también puede llegar a convertirse en un modus vivendi. Un día, doña Panchita ya no salió a vender más; entonces, las amigas de mi madre vinieron a avisarle que había muerto, sola; sus ojos habían quedado abiertos. A menudo, hoy todavía, cuando paso por la acera donde ella solía estar a pesar del incómodo calor o del frío duro, puedo mirar su risa arrugada mientras la saludo.



 

Poderes extraños

Poderes extraños

 


Siempre he imaginado que las secretarias (o secretarios) de los registros civiles, incólumes y con su aire de suficiencia ante sus máquinas de escribir, son seres enigmáticos, poseedores de extraños poderes, pero que siempre pasan de incógnitos: no he escuchado todavía a alguien que interrumpa la conversación para decir: «ahí va la del registro civil», como sí he oído que se dice: «ahí va el señor de la ferretería», «acaba de pasar la señora de los elotes», «ayer me encontré a la muchacha de la mercería», etcétera.


Esto viene a propósito porque estos personajes tienen el poder –extraño, pero poder al fin– de omitir letras de los nombres –apellido y todo– que se registran, para alterarlos, cambiarlos totalmente o ya de plano, inventar otros. (Lo divertido de esto es que estoy seguro de que no son conscientes de la posesión y manejo de esa cualidad). Y de esto sobran ejemplos:


No hace mucho tenía una amiga que se apellidaba Fragoso, su hermano era Fregoso y una hermana mayor que ella Fragosa; tres apellidos en uno, qué capacidad para encontrar vertientes a una sola palabra.
Es bien sabido que López, Pérez, Gómez, González, son apellidos provenientes de España, que con el paso de los años nos hemos apropiado; pero ya existen las variantes Lopes, Peres, Gomes y Gonzales –que suenan más a portugués–, gracias a la habilidad de cambiar una letra por otra (que suena igual, dicen) y omitir el detalle del acento.
Hay también nombres que han ido cambiando tras un proceso de quitar y poner, por ejemplo: conocí una señora que se llamaba Pabla, en lugar de Paula; o aquel hombre que en un trolebús le comentaba a otro amigo que su madre había decidido ponerle Asdrúbal, pero al salir del registro civil ya llevaba el nombre de Cristóbal –la mujer del registro no entendió y acabó escribiendo lo que le sonó más parecido. O Marialena, que quedó en uno cuando debían ser dos: María Elena; en esta corriente sobreabundan los especímenes: Mariamparo, Marijose, Maripaz, etcétera; o aquel exabrupto de Ivón, Ivone, Ivonne o Ivonee –nombres semejantes presentan iguales fenómenos–, a quienes se tiene que preguntar como se escribe y pronuncia su nombre para no alargar el error cometido.
Ahora, también en cuanto a las fechas de nacimiento hay sus negritos en el arroz; el ejemplo más fresco que tengo es el de un chompa cercano, que nació en junio 6, pero la mujer escribió en su máquina que había nacido en julio 6; este asunto lo resolvió diciendo a algunos que cumple años en junio y a otros que en julio; festeja dos veces por año. Y está la situación de aquél –que conocí personalmente– que registraron dos años antes su nacimiento, es decir, ¡era más grande un año que su hermano mayor!


Esto de los errores en los registros de nacimiento en cuanto a nombres y fechas es, tal como ocurre con los automovilistas presuntuosos y que se pasan por alto todos los artículos de vialidad y las buenas maneras de conducir, un mal endémico.


   

 
 

En la carpa callejera

En la carpa callejera

 


Rabanote dijo que se llamaba el payaso que se subió al camión, ayer mismo por la tarde, justo cuando el calor hacía que todos los viajantes estuviéramos en nuestro jugo (por aquello de la carne en su jugo).


Recuerdo que alguien dijo alguna vez que un payaso es, en el fondo, un hombre alegre, que es feliz cuando los demás ríen, y que por ello hacía malabares y contaba historias y chistes. En otra ocasión, un amigo comentaba en una reunión, que un payaso no es más que un tipo que dice chistes de memoria y tan simples y malos que, en el fondo, ni siquiera a él le causan gracia, mucho menos a los oyentes. Y también, alguna vez leí que un payaso no es más que un niño adulto frustrado que por haber tenido una niñez para el olvido había decidido dedicarse a divertir a los demás.


En fin, Rabanote –al menos por su actuación de ayer– se ajusta a la segunda definición, puesto que por más que se esforzaba en divertir a los que íbamos en el camión en esa hora infernal de las cuatro de la tarde, no logró ni una sola risa, ni siquiera pudo conmover a nadie con aquella letanía de todo actor y cantante callejero: «Damas y caballeros, como pueden ver yo no soy un gran artista…». Ni una sola moneda recibió a cambio de su actuación, más desafortunada que plausible.


Verlo allí, parado en el pasillo, entre empujones y el bamboleo característico cuando se viaja en transporte urbano, era la más completa estampa de la desesperanza, el desaliento de aquel que tiene que ser otro para sobrevivir, al más puro estilo de la canción de Mercedes Sosa.


Rabanote, si se pudiera definir de alguna manera, me pareció un payaso de cara triste, y no por atender las lágrimas pintadas sobre sus mejillas blancuzcas enmarcadas por unos labios gruesos y rojos y sombrero de bombín. Su gesto no atinaba a transformarse ni aún cuando remataba con un chiste o le hacía alguna broma al pasajero que tenía más cerca. La tristeza de un payaso es, quizás, una tristeza doble, una tristeza palpable, una tristeza que bien pudiera merecer algo más que una moneda; a él, ahora lo supongo, le hubiera bastado con algún aplauso desganado o un movimiento afirmativo con la cabeza de más de uno.


Para su fortuna sólo un pequeño, que durante mucho rato había estado cabeceando en el regazo de su madre, le sonrió en algún momento a Rabanote. La ganancia en monedas fue nula para el payaso, pero al menos pudo llevarse el mejor rostro de ese niño –que, quizá, eso era lo que iba buscando.



 
 

Por ella

Por ella




El sábado, hacia mediodía, recibí una noticia lamentable, dolorida, que me entristeció durante el resto de ese día y los que han sucedido; es una tristeza que se abrillanta con los recuerdos, con las imágenes fugaces, con las palabras pronunciadas; es una tristeza que no se va no obstante conocer los pormenores del caso; más bien, quizá por esto, se ha ahondado todavía más.

Un día antes, el viernes, había muerto una amiga muy cercana de la Chica Azul, una mujer que tenía su misma edad –26 años–, que, como bien lo ha dicho siempre ella, a nadie podía caerle mal, más bien a todo mundo le simpatizaba por su festiva manera de ver la vida, por sus carcajadas contagiantes.

Solamente la vi en dos o tres ocasiones, y eso me bastó para conocerla, pues ella sabía abrirse a los demás, se daba en todo, siempre sonreía, y nunca ocultaba ni se guardaba nada, pero sabía decir las cosas con cautela, su trato franco armonizaba con el tono atrompetado de su voz y su cuerpo de nube cargada de lluvia.

Sagrario se llamaba, y la Chica Azul y sus demás amigas –Sheyla, Ziwi, Tere– la llamaban Chayo; tenía gustos musicales diversos, se había licenciado en mercadotecnia hace algún tiempo, había vivido por Guanajuato a unas cuadras del Panteón de Mezquitán, viajaba continuamente a Estados Unidos, le fascinaba asistir a charreadas, y la última vez que la vimos había organizado una carne asada en su casa; en aquella ocasión tenía el pie enyesado y llevaba muletas, y aún así no se aguantó las ganas de bailar dos o tres piezas rancheronas. También, en esa ocasión habíamos planeado hacer una reunión con asado en una casa de campo; obvio, nunca se concretó ese plan.

Las cosas últimamente le habían dado la espalda, y no supo sacarle la vuelta a esos inconvenientes –no pretendo juzgarla por ello; hoy su cuerpo está en una tumba del Panteón Guadalajara, cuya lápida habremos de cambiar para saberla viva, para invitarla a la próxima reunión con cervecitas y carne asada mientras el estéreo se arranca con una rola de Intocable, un grupo que le removía los adentros, y le inspiraba la cintura y accionaba el mecanismo de sus pies.

Hasta siempre, Sagrario; hasta siempre, Chayito.

«A dónde van las palabras que no se quedaron, a dónde van las miradas que un día partieron, acaso flotan eternas como prisioneras de un ventarrón, o se acurrucan entre las rendijas buscando calor, acaso ruedan sobre los cristales cual gotas de lluvia que quieren pasar, acaso nunca vuelven a ser algo, acaso se van, y a dónde van, a dónde van.»
Silvio Rodríguez, «A dónde van» en Mujeres

 

Una frontera

Una frontera

 


«Un empleado del servicio de recolección de basura en Florida, halla una bolsa de plástico con 65 mil dólares y la devuelve a la policía»


Hace unos momentos leí esta noticia en el periódico. Y sí –tengo que reconocerlo–, lo primero que pensé fue «qué pen… sante». Pero, tras reflexionarlo durante un rato, pude imaginar al hombre caminando a la estación de policía, a donde entra y en el mostrador deja la bolsa mientras dice «encontré esta bolsa y vengo a entregarla para que sea devuelta a su dueño».


Es cierto, esto puede sonar irrisorio, inexplicable, fumado, incluso muy pero muy poco creíble; sin embargo, en esas imágenes está contenida una esperanza por los seres humanos que actualmente poblamos este planeta, o como diría un amigo, «no todo está perdido». Y no hablo precisamente de devolver todo lo perdido a sus dueños, sino de ser coherentes con lo que somos y pensamos. Es difícil, lo sé.


Más allá de este comentario de las bondades humanas que, aunque pocas, siguen apareciendo por aquí y por allá; quiero decir que esta historia verídica puede fácilmente rayar en lo fantástico. A menudo, una perspectiva miope de las cosas nos conduce a considerar que lo llamado real es duro, tétrico, intragable; cuando, en la práctica, puede dispararse en distintas direcciones, una de las cuales es lo fantasioso, aquello que le es propio a la imaginación más desatada.


Ahora, «ya entrados en gastos», como se dice comúnmente, por otro lado podríamos plantear dos escenarios: el hombre encuentra el dinero y lo devuelve (lo que sucedió); o, el hombre encuentra la bolsa con el dinero y se la guarda (lo que pudo suceder). En la primera cuestión no queda más que hablar bien del tipo, reconocerle ese acto de valentía y compromiso para consigo y con los demás. En cambio, si este hombre se embolsa los 65 mil dólares, ¿podría alguien recriminarle algo? Quizás sólo él mismo. O por el simple hecho de adueñarse de la bolsa –que encontró en la basura– aunque guarde el secreto, ¿sería reprobable su acto?

«¿Hasta dónde debemos practicar las verdades?», se pregunta Silvio en «Playa Girón».

 

El mundo es un letrero

El mundo es un letrero

 


No obstante ser considerado un arte por un reducido sector de la sociedad –aquí cabría disertar sobre el arte en sí, pero dejémoslo así–, a casi todos les resulta repugnante encontrar la barda de su casa pintarrajeada por mensajes indescifrables, dibujos que más les parecen exabruptos que producto de la inspiración o pinceladas estéticas, enormes trazos que contrastan con el estilo de las construcciones. Al contemplar la ciudad rayoneada por indeterminadas pintas, alguien fácilmente puede concebirse purgando una condena en una cárcel de puertas abiertas, de calles amplias, olores urbanos, cielos rasos y claros, pero de libertad condicionada y estructurada con cientos de pasillos laberínticos: ¿acaso buscan los graffiteros reestructurar el oficio de las urbes, despojarlas de su frío semblante y otorgarles una renovada fisonomía dictada por una nueva escritura, sorprendentes pinturas o proclamas de protesta e incluso fragmentos poéticos?

Las bardas o muros, portones, fachadas, construcciones abandonadas, anuncios y letreros publicitarios –espectaculares–, interiores y exteriores de autobuses públicos, señales de tránsito, bancas de parques, cristales de negocios, casetas telefónicas, puestos de periódicos, botes de basura, esquinas de establecimientos, cortinas de comercios, toldos, puestos ambulante son papel para el graffiti –en particular me refiero a esas leyendas inentendibles–, cuyo ejercicio está ligado a la clandestinidad. Incluso, en ocasiones es asociado con lo vandálico, codiciada bandera de las rivalidades añejas entre barrios: principalmente las bardas –papeles porosos, lisos, extensos, altos, idóneos para rayar– son disputadas en los extremos de la ciudad, al interior de las colonias, en la periferia, y la policía, al igual que en el cuento cortazariano titulado precisamente «Graffiti», es un perro guardián que más de las veces resulta burlado.

El grafitti –es un término italiano que viene desde los antiguos romanos, que decoraban sus habitaciones con pinturas–, como estrella fugaz –no en su belleza sino en lo instántaneo–, aparece de la noche a la mañana: donde un maestro pintor ha dejado un color pulcramente fresco, sabana multicolor como ventana que siempre luce abierta, se deja entrever esta aparición súbita, plaga incontrolable, sombra molesta por su insistencia. Su sintaxis tergiversada, mutilada, alterada, es para los más una suerte de acertijo villoriano: quien logre entender lo que se ha rayado, no sufrirá la condena de no saber de qué se está hablando o qué cifrado mensaje se ha dejado como señal. Así, como bien dice el título de este texto, el mundo bien puede ser una suerte de letrero, y las miradas que no lo comprenden (comprendemos) abren una amplia zanja entre el mensaje y su descodificación, muchas veces insalvable.

«El mundo es un letrero sin vocales, un árbol que florece detrás de la pared, una fruta que nunca madura en nuestros patios»
Anónimo

 

Despuntes

Despuntes

 

Un hombre atraviesa su aldea creyéndose un avión: corre con los brazos extendidos, de los que cuelgan dos botellas enormes sostenidas por lazos; va planeando, imitando el vuelo y balanceo, entre casas de adobe, calles de tierra y comercios callejeros. Se detiene porque el combustible se le ha acabado.


Ese mismo hombre, al poco rato, de nuevo recorre la aldea, sólo que ahora simula ser un automóvil y en esta ocasión lleva un pasajero: la coordinación de ambos –el hombre y su hermana menor– cuando hay que doblar hacia un lado, frenar, acelerar, mirar por el retrovisor, les da un aire de máquina con dos motores, cuatro faros delanteros y dos volantes, aunque sólo uno lleve la dirección que se sigue. El hombre sigue siendo un motor de proporciones humanas y alcances sobrehumanos.

(Estas dos imágenes pertenecen a la película Luna papa, del soviético Bakhtiar Khudojnazarov)  


Un hombre más, que se dice el loco de su pueblo porque ya había rabino, zapatero, sastre, talabartero, cartero, maestro, electricista, campesino, panadero; a él, así lo afirma, no le quedaba otra más que ser el loco del pueblo. Sin embargo, en su más profunda contradicción neuronal siempre es el que tiene las mejores ideas: cuando se presenta un problema que involucra a todo el pueblo, todos se empecinan en determinada solución que, al fin, no conduce a ningún lado; el loco, en cambio, sigue otra ruta y su respuesta siempre es atinada.

(Esta imagen es la de Schlomo, el personaje principal de El tren de la vida, filme de Radu Mihaileanu) 


Otro hombre, al entrar en una fonda, dijo que había olvidado su guitarra, pero que sabía cantar, que sólo bastaba con que le invitaran un taco para que se arrancara con una del poeta de Guanajuato, don José Alfredo Jiménez. Al final, tras discutir con la propietaria del negocio, no cantó ni nadie le invitó un taco, y se alejó diciendo que el mundo estaba lleno de locos que no saben que el canto es un alimento más nutritivo que cualquier plato de menudo u orden de quesadillas.

(Esta imagen aconteció el sábado pasado en el mercado municipal de Amatitán).

Entonces, ¿qué es la idea de un loco? Parafraseando el título de un cuento de Óscar de la Bórbolla contenido en Las vocales malditas, ¿qué es la locura sino otro cosmos?

 

Día de luto

Día de luto

 


El pasado domingo 30 de septiembre salió a luz el último número. Ha muerto el Tapatío Cultural, suplemento dominical del periódico El Informador. Tras 44 años de historia y de historias, ha sido enterrado por el consejo editorial del diario porque no les dejaba ganancias; es más, han argumentado que les provocaba pérdidas. ¿Qué más ganancias querían? ¿Qué pérdidas duelen más, las económicas o las que dan vida, las que proponen cosas distintas a lo común, a lo que es fácilmente corriente y vulgar?
Hoy es un día de luto.

«Se sentó a la ventana viendo cómo la tarde invadía la avenida. Su cabeza quedó inclinada contra las cortinas de la ventana, y el olor de la polvorienta cretona se instaló en su nariz. Estaba cansada.»
James Joyce, «Eveline» en Dublineses

(Este post está dedicado con sincero agradecimiento y estimación a don Luis Meza)

 

Peatones intrépidos

Peatones intrépidos




Es bien sabido –porque se ha repetido hasta el cansancio– que nuestra ciudad está hecha para automovilistas, no para peatones. Es verdad, las ciudades del futuro ya se han instalado. Y esto de la ciudad sobre ruedas lo demuestran innumerables cruceros viales en los que el peatón tiene que poner «pies en polvareda» –«más vale aquí corrió que aquí quedó»– para evitar ser atropellado, para no dejarse ver –desde el punto de vista del automovilista– como un transeúnte inconsciente, atrabancado, cuando no como un perfecto imbécil. Nosotros diríamos, más bien, teniendo consideración esa sincronía entre las luces de los semáforos, el reducido tiempo de duración y esa tensión contenida por querer meter el acelerador hasta el fondo del que espera la luz en verde, que se trata de peatones intrépidos, héroes cotidianos de una urbe asfaltada que adelanta sus tiempos y avanza en una carrera lunática. Para ello baste citar los cruceros de Isla Raza y Conchitas, Lázaro Cárdenas y Guadalupe, Périferico en su intersección con avenida Tabachines, calzada Independencia, avenida Colón –etcétera–, el embrollo en que se ha convertido lo que antes eran Los Cubos por todas las vertientes que se desprenden, y ahora últimamente la desquiciada, extrámbotica decisión de reducir el tiempo para que los transeúntes atraviesen la avenida López Mateos, –«una medida hasta cierto punto estúpida» diría un amigo–.


¿A qué nos podemos atener, al caminar por las calles, si Guanatos se ha transformado en una «Autopista del sur» latinoamericana? Al momento de encontrarse, ¿quién lleva realmente la preferencia, el peatón o el automotor? Siempre se ha pregonado que hay que ceder el paso al peatón, pero en la práctica esto no existe, y lo que es peor, la mayoría lo desconoce. De modo que si acontece algún accidente, la disputa puede dar para mucho, pues tanto hay automovilistas poco hábiles al volante o del todo brutos, como peatones –hay que decirlo en descarga del más elemental derecho a réplica– que van por la vida como caballos percherones o de calandria, mirando sólo hacia adelante sin tomar en cuenta los extremos y mucho menos los riesgos.


Si como lo vaticinó Vicente Huidobro en su multicelebrado –y a veces inentendible– poema de «Altazor», que la vida sería sólo adelantos tecnológicos y el lenguaje estaría poblado sólo de tecnicismos para dar forma a una vida autómata y mecanizada, ¿qué grado hemos alcanzado en esa escala altazoriana demente y de fierros y ruidos al por mayor?


Por otra parte, si la ciudad está hecha para disfrutarse como bien lo anotara Pessoa en su «Lisboa revisitada», hay que darnos a la tarea de rescatarla de aquellos –leáse automotores– que la han secuestrado –esto, no lo digo yo, sino que lo dicen y repiten muchos con constancia y vigor–. Aquella ciudad portuguesa que Pessoa describe da paso no sólo a la añoranza de lo que fue la urbe, sino que la proyecta como un regazo al que se vuelve para recobrar la cotidiniadad de un líquido amniótico que devuelve sólo momentos apacibles, prolongados en su exacta languidez amorosa, inmersos en su mirada de horizontes de edificios que dan paso a la luz y la buena vida, aún cuando se interactúe en un ambiente saturado de estas moles y miles de especímenes que se empeñan en torcer la convivencia citadina.

¿Podría esta ciudad dejar de lado esa careta cortazariana adecuada a estos tiempos, y convertirse en una mediana Lisboa pessoana?

 

Horario meticuloso

Horario meticuloso

 


Ayer tenía trabajo que hacer en casa. Así que llegué temprano, más o menos temprano, después de una junta insufrible, infumable, inservible –tres horas tiradas al caño.
De modo que nada más llegué me senté en el sillón a descansar y estirar los pies –acuso cansancio atrasado por una continua investigación de fines de semana.
Ahí me quedé por casi una hora.
Por fin me levanté, me metí a bañar –el agua fría fue lo mejor; salí, encendí el televisor, destapé una cerveza, luego otra.… comí pistaches, papas al jalapeño, vi un juego entre River y Botafogo –que me emocionó por su inesperado desenlace; después puse una película en el DVD que acabó adormilándome.
La tarde se fue sin sentirla, la noche vino casi en seguida; la nítida luna que entraba por el ventanal del estudio se adelantó a octubre.
Y no trabajé…
Me fui a domir.

 

¿Qué es la vida?

¿Qué es la vida?




En el cielo había un avión, dos pájaros y nubes dispersas, diminutas. El avión hacía un fuerte ruido, sin embargo yo veía los pájaros: agitaban sus alas y en seguida planeaban sobre su vientre negro, las volvían a agitar y de nuevo se tiraban en esa hamaca que se forma cuando las corrientes de aire se encuentran.
En el suelo, por la acera, en dirección opuesta a la mía caminaba una mujer; parecía desorientada, alguien diría que andaba «volando bajo». Se detuvo a pocos pasos, miró hacia atrás, consultó su reloj, echó a andar de nuevo. Supuse que alguien la estaría esperando. Nos separaban no más de diez metros ya.
Momentos después pude verla entera. Arrastraba los pies, tenía los ojos embotados, el cuerpo crispado, su pelo lucía salpicado de basura y hojarasca, tropezaba a cada tanto, canturreaba, y su rostro era un cúmulo de tristezas.
Pasé de largo y tras unos pasos volví la cara: vi que se había detenido, apoyaba un brazo en un poste de líneas telefónicas, se inclinaba y levantaba la cabeza al cielo donde el avión ya no estaba pero los pájaros y las nubes, ya mutadas, sí.
De pronto, de lo más paradójico, me sentí desesperado. Me encaminé hacia ella. Como pensamientos fugaces, ideaba qué le preguntaría, qué le diría, cómo explicaría mi repentino interés en su historia. Miró de nuevo su reloj y reemprendió su caminata ahora por la calle, al filo de la acera, aprisa.
La tarde no tardaba en dejarse ir con todas sus luces, lo anunciaba que la calle estaba casi sola, excepto por la mujer, por un anciano y por mí. La fila de autos estacionados de maestros de la universidad iba siendo cada vez menos, y ese anciano que estaba a su cuidado dormitaba sobre un tambo verde que se sostenía en un extremo sobre un árbol ya seco, doblado, vencido en su intento de mantenerse erguido.
La mujer una vez más se detuvo. A esas alturas no nos separaban más de cuatro metros. Volvió el rostro con rapidez. Sus ojos encontraron los míos, como si los hubiera buscado con súbito interés. Quedé congelado allí, como cuando se juega a las estatuas de sal. Dijo algo que no entendí, sólo asentí. Volvió a hablar, calló, y concluyó con una frase más inentendible todavía. Lo único que atiné a decir fue «qué calor hace». Pese a que un momento antes había consultado la hora, en seguida le pregunté con nerviosismo: «¿sabe qué hora es?». La mujer ignoró la pregunta, me ignoró, ignoró todo y, tras subirse a la acera, retomó su camino. Había algo en ella que me hacía pensar que la había visto antes.
Quedé en blanco, desorientado; tras un momento me pregunté qué le sucedería a esa mujer, qué me sucedía a mí que iba detrás suyo sin saber lo qué ocurría realmente, sin saber qué era lo que yo buscaba interesándome en una mujer que bien hubiera podido pasar como una desquiciada. ¿O acaso el loco era yo? Había escuchado hablar de la identificación de las almas, pero la situación no tenía nada que ver con aquello, en principio porque no me estaba guiando por una atracción o interés amatorio alguno.
Me detuve. Los pájaros pasaron cerca de mí, persiguiéndose, esquivando objetos con limpieza. Un camión urbano circulaba a exceso de velocidad, se pasó la luz roja; un automovilista lo insultó. La mujer hizo caso omiso de lo que sucedía a su alrededor, seguía caminando, ahora con la cabeza gacha. Ni siquiera la levantó al cruzar la calle rumbo al parque a esa hora llena de enamorados.
Indeciso me detuve. Nunca me percaté de que el anciano de los autos se acercaba a mí, lo noté hasta que me dijo, tan cerca y clarito, que esa mujer se había casado no hace mucho, que había tenido unos gemelos, que había sido feliz, pero que no hacía ni tres meses que su marido y sus dos hijos habían muerto intoxicados en su misma casa por una fuga de gas de la estufa, por la noche; y que ella había podido salvar la vida gracias a la atención médica.
Otra mujer, con mandil y a la que le calculé algunos sesenta años, pasó junto a nosotros a la carrera. Al notar mi extrañeza el anciano se apuró a decir que era la madre, que no había día en que no saliera a buscarla.

¿A qué hay que aferrarse cuando sobrevienen este tipo de desgracias? ¿A vivir?

(Esta historia inició en una calle de la Consti-rock hace diez años más o menos, y concluyó ayer, en los alrededores del CUCSH.
-Para Luz, la hija de doña Tere, a quien por mucho tiempo llamamos doña Cacique.)

 

Swimming pool

Swimming pool

 


La más vieja es una escritora reconocida en Inglaterra. Escribe una saga –léase best-sellers– de crímenes y detectives que vende millones de ejemplares.
La más joven es hija de un magnate editorial inglés, que reparte su tiempo entre trabajos temporales y una vida disipada.
A la más vieja le llega un momento de atosigamiento de aquella cotidianidad en la que vive; su editor le recomienda entonces que viaje a Francia y se hospede en una casa que él tiene en las afueras de París.
La más joven no vive ni con su madre ni con su padre, vaga sola de un lado a otro, tropezando, levantándose; su padre, por cierto, es el editor y publicista de la más vieja.
La más vieja decide alejarse de Londres y en tren viaja a Francia; se hospeda en la casa que le había ofrecido su editor.
La más joven, recién despedida de su último empleo, llega también a la casa donde se ha alojado la escritora.
La más vieja, en un primer momento, asume una actitud hostil y de alejamiento respecto a la más joven; se recluye en la escritura y corrección de su última novela.
La más joven sale todos los días y por la noche regresa con un hombre, siempre distinto al del día anterior.
La más vieja, superando el desorden y modo de conducir su vida de la más joven, acaba por interesarse en ella –esa vocación indomable de inquirir, de escribir.
La más joven, al notar este cambio en la más vieja, primero desconfía, pero acaba contándole los avatares –casi siempre lamentables– de su vida.
La más vieja, un día, deja de lado la escritura de su saga de crímenes y detectives y comienza a escribir la historia de la más joven –sin conocimiento de ésta. 
La más joven, cierta mañana, intrigada por saber lo qué la más vieja estaba escribiendo, se introduce en su habitación y lee el borrador de la novela: se da cuenta de que la más vieja escribe su historia. Y decide seguir el juego….

¿Cómo es posible distinguir entre la realidad y la ficción? ¿Es ético, o cuando menos aceptable, que el autor, movido por construir un mundo ficcionalizado, altere la realidad? ¿Es posible que la realidad, mano humana de por medio, pueda considerarse ficción al traslaparla al papel? ¿La ficción supera a la realidad, o es al revés?

Estas y otras preguntas quedan en el aire al ver este filme de Francois Ozon, titulado precisamente Swimming pool, cuya reseña aquí quedó a la mitad, para que a los posibles visitantes de este blog les quede el gusanito y se animen a verla alguna vez.

 

¿Quién es ése, o aquél, o el otro?

¿Quién es ése, o aquél, o el otro?




En la misma calle donde se ubica el Roxy –aquel lugar que antaño dedicaba sus afanes a dar a conocer propuestas de rock, ya fuera subterráneo, duro, puro, comercial y en español– encontré una librería de viejo, de ésas cuyo ambiente está saturado de un hedor a páginas mohosas y desgastadas. Entré en ella el viernes pasado, y estuve ahí dentro por casi una hora.


Esto no tiene nada de sorprendente o fuera de lo común; el asunto es que en una pared del local pendía un retrato antiguo, borroso, manchado: a pesar de estas condiciones logré ubicar de quién se trataba, pues al calce tenía esta inscripción pero con una fecha imposible de discernir: Don Reginaldo Cortés. Y ¿quién es o fue Reginaldo Cortés? Al principio supuse que era un antepasado de quien atendía la librería; tras preguntarle al sujeto, resultó que no, que no lo llamaba nada, que cuando adquirió el local el cuadro ahí estaba.


Siempre –y no a menudo, ni ocasionalmente, sino siempre– nos ataca ese mal endémico de querer colgar etiquetas y biografías a todo rostro desconocido que por alguna razón o circunstancia se cruza en nuestro camino. ¿Y éste quién se cree que es? Don Reginaldo, lo sé porque me di a la tarea de investigarlo –acuso también esa patología de detective metiche–, no escribió ningún libro, no gobernó ninguna ciudad, no fue magistrado, ni médico sobresaliente, ni futbolista, ni artesano, ni artista ambulante, ni cantante de boleros, ni integrante de algún mariachi ya desaparecido. No, don Reginaldo sólo se dedicó a vivir. ¿Dónde está, entonces, el interés por hablar de este hombre, más bien, de ese retrato olvidado en un rincón descarapelado y sucio de una librería de antiguo que levanta su cortina frente a un foro de conciertos pasado a la historia?


Todos esos cientos y miles de seres con que nos topamos en la calle, en todo lugar al que vamos, son rostros desconocidos que acabarán confundidos cuando estén en una tumba, a los que no será necesario colgarles una biografía. Por ello me gusta esa idea del sepulturero del cementerio de la ciudad donde vivía don José que durante mucho tiempo se dedicó a cambiar, imagino que por las noches, los nombres de las lápidas; así, todo doliente que visitaba el panteón en realidad lloraba o rezaba ante una tumba que no era la de su pariente o amigo. Una forma de anonimato total. De modo semejante: todos esos rostros que deambulan por las ciudades tan nos son ajenos que resultaría imposible guardar ese registro de las multitudes que nos desconciertan y atosigan al caminar por las calles.


¿A dónde voy con todo esto? A ningún lugar, es obvio; sólo quería resaltar que todos tenemos una historia que no necesita ser del dominio común para trascender, ya lo decía don Jaime Sabines: «amo la indiferencia del mundo para con mi persona».

(Este post está dedicado a don Reginaldo, por no estar ni en ese retrato ni en esa librería ni en esa vieja calle del centro tapatío, sino porque lo vi sentado en una silla de mecate, con su sombrero al lado, en la calle principal de San Ignacio Cerro Gordo el pasado sábado a mediodía, mirando el horizonte nada más, lo que para él es vivir.)