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Vengo del corazón a mis trabajos

El «Elefante» que nos aplasta

El «Elefante» que nos aplasta

Elefante, la penúltima película de Gus Van Sant, en su momento puso en la palestra el tema de la violencia que se suscita en los adolescentes de los colegios secundarios y preparatorias de Estados Unidos –entre 1997 y 1999 tuvieron lugar ocho masacres de estudiantes en ese país–. Van Sant no aludía a ningún hecho en particular, sino al acto mismo de la violencia carente de artificios o sensacionalismo. Michael Moore ya había retratado este fenómeno en el documental –anterior a esta película– Browning for Columbine, que se basa, principalmente, en la matanza de 12 adolescentes en una secundaria de Colorado, a manos de dos jóvenes estudiantes. A diferencia de Van Sant, Moore actúa como una especie de fiscal al desmenuzar las posibles causas que desencadenan esta perturbadora forma de vida, pero aquél pone el acento en la violencia cultural que acusan las nuevas generaciones.

Se dijo que el filme de Van Sant se inspiraba en un documental del realizador Alan Clarke, que había transmitido la BBC de Londres, titulado curiosamente: Elephant, y que versaba sobre la violencia en Irlanda del Norte. En esa producción se mencionaba que el problema de la violencia es tan fácil de ignorar como se ignora a un elefante presente en medio de una sala. También se afirmó que esa cinta de Van Sant había tomado su nombre de la leyenda budista que habla sobre ocho ciegos que al palpar un elefante, cada quien por su lado, acaban dando a conocer cada uno sólo una parte del mismo: el que ha tocado las orejas alega que es un ventilador; aquél que examinó la trompa, afirma que se trata de una enorme culebra; el que abrazó una pata del animal, dice que es lo más parecido a un árbol, y así se suceden las confusiones una tras otra. Van Sant hace uso de una metáfora cinematográfica y escenifica la masacre no como un suceso extraordinario, tampoco como la irrupción de la cotidianidad estudiantil, sino como la más pura manifestación de querer causar dolor sin razón aparente.  

De nueva cuenta se ha avivado el debate sobre el fácil acceso y posesión de armas en Estados Unidos, tras la reciente masacre de ocho personas en un centro comercial de Nebraska a manos de un joven de 19 años, que acabó suicidándose. Una polémica ya añeja en ese país, y a la que, no obstante los hechos lamentables en los últimos años, no se le ve fin. 

Si mal no recuerdo, los adolescentes que llevaron a cabo la matanza en Columbine de 12 estudiantes y una maestra, el asiático que mató a 33 personas en la Universidad de Virginia, el hombre que le quitó la vida a cinco niñas en una escuela amish de Pennsylvania, y ahora el asesino de Nebraska –entre tantos otros–, todos, sin excepción, al final se suicidaron. Y la pregunta queda en el aire: ¿por qué? 

(Para la banda que ya no veré tan seguido como antes: El Chalán, Manuel, Claudia, Lupita, Horacio, David, Andrés, Víctor, Dulce, Gaby, Edith, Toño, Mario, Mariana, Ivonne, Luz y Lucecita, Norma, Rosalba, Paulo, Tribi, El Diablo, don Luis, vaya un hasta pronto y un abrazo).

    

Sobre café y cafés

Sobre café y cafés



El café es uno de los vicios que tengo más emperrado, es decir, que aún cuando llegaran a prohibirme que lo tomara por cuestiones de salud, lo más probable es que no haría caso a tal recomendación. Tomar café es algo que heredé de mi madre y de mi abuela, y también de mi abuelo: desde que tengo uso de razón, después de comer, ellas todos los días tomaban café, y yo me quedaba oyéndolas charlar en la sobremesa mientras bebían aquel brebaje negro –siguen haciéndolo–. Al paso de los años me sumé a su práctica cotidiana de compartir un café en la sobremesa.
Mi abuelo llegaba a casa, y tras subir las escaleras se sentaba en su silla de mecate en el patio, a donde mi abuela le llevaba siempre un vaso de agua. Colgaba su sombrero en una alcayata y un rato después entraba a la cocina: ahí le servían un café de olla que siempre que yo estaba allí me compartía. Él lo tomaba siempre acompañado con una pieza de pan: invariablemente una concha blanca.

Por otro lado, de un tiempo para acá tomar café se ha vuelto una moda o es sinónimo de distinción: los establecimientos donde ofrecen esta bebida se han multiplicado en los últimos años en la ciudad, y sus visitantes también se han incrementado. Ahora, no como antes, es bastante común –que no corriente– escuchar frases como «¿cuándo nos tomamos un café?»,«vamos a tomar un café», «te invito a tomar un café, ¿qué dices?», «nos vemos en tal café», etcétera.
Hay cafés antiguos, tradicionales donde se puede charlar sobre todos los temas posibles, a donde concurren los periodistas, escritores, historiadores, cronistas, poetas de esta ciudad, y arman –no todos con todos– una especie de tertulias, y donde se sirve un café distinguido, fuerte, así como especialidades de la casa. En otros, en cambio se puede uno encontrar con personas de perfiles variopintos y amigos entrañables. Hoy son un potente faro de concurrencia.  
Pero también hay lugares donde –sobre todo cafés nuevos o de procedencia extranjera– ir a tomar un café puede significar muchas cosas, tales como: tomar parte en un acto del jet set tapatío –en este rubro al café le endilgan la cualidad impensable de ser un elemento de sofisticación–, coincidir en el sabor de tal o cual especialidad supone un alto conocimiento, extrañamente vedado para aquellos que no frecuentan ese tipo de cafés; incluso sus parroquianos transcurren las horas en su interior empotrados en su isla de novedoso e inalcanzable estatus –eso dicen, o cuando menos lo piensan.

En fin, el café es una bebida, un aliciente, un aliado, un pedazo de aquello que bien se puede considerar como un vicio sano –si es que esta categoría existe; la compañía, el abrazo y la querencia vienen en el mismo paquete.

(Se preguntaba Guillermo García Oropeza en un artículo publicado hace años, ¿por qué le llaman a la taza de café negro café americano, si ni nació en ese país y ni los estadounidenses lo frecuentan?)

 

Lo de cada año

Lo de cada año

 

Guadalajara se reviste hacia fines de año por la Feria del Libro que, según se anuncia por aquí y por allá, es la segunda más importante en el mundo de habla hispana.
El asunto con los grandes eventos, como la FIL, es que es tanta la parafernalia y los juegos pirotécnicos lanzados al aire por los medios, que poca atención se presta a sus objetivos primarios. En este caso, y salvo la mejor opinión de los posibles lectores, el de la FIL tendría que ser la promoción de la lectura –quizá en lo utópico, porque aquí el asunto es vender libros; aunque ¿para qué han de comprarse esos volúmenes si no es para leerse?
Sí, la lectura debería ser el eje de esta «fiesta de los libros», como la anuncian las mantas y espectaculares que hay por toda la ciudad. Pero, siendo realistas, la promoción de la lectura es un tópico que poco o nada atienden las grandes editoriales que se hacen presentes –cosa que se vuelve cuestionante, pues ¿si no van tras nuevos lectores cómo es que piensan vender libros?– y ni los organizadores –léase Universidad de Guadalajara– contemplan, salvo alguna actividad a la que dedican algunas baterías de las muchas que ponen en juego.

En otro orden de cosas, en los pasillos de la feria no pueden faltar esos especímenes culturosos –de los que abundan en esta ciudad, por cierto– que llevan bolsas y más bolsas de libros, con su aire de suficiencia y su postura de creerse la última chela del estadio; tratando de esquivar a los escolares que van, hay que decirlo, acarreados, edecanes que bien podrían conjuntar un ejército con uniforme variopinto pero sexy siempre, y todas esas huestes de amas de casa, empleados, y algún que otro despistado que es arrastrado o por la novia o por el novio, o por motivos qué vaya cada uno a imaginar –aunque, por otro lado, da gusto ver qué la gente se interesa por una feria como ésta.
Estos culturosos infectan la «fiesta de los libros», manchan sus páginas, afean sus portadas y saturan los stands como si asistieran al reparto de algún bien por todos codiciado, y van por la vida pregonando que compraron a tal o cual autor, la novela de moda, la que más se vende en Europa, la del premio que reparte unos cuantos miles de pesos, el libro de cabecera del maestro, el volumen de superación que ha superado al anterior gurú, aquél que presume los 10 pasos para ser un hombre de negocios exitoso o la amante perfecta o el hombre más deseado, entre otros tantos títulos dignos de marquesinas sesenteras y mantas arrastradas por la cola de un avión surcando los aires –de la que se desprende otra variante en cuanto al ejercicio de la lectura, pero que trataré otro día.
No digo que una feria del libro sea mala o del todo desechable, porque es importante decirle a todos que los libros ahí están, pero que sobre todo hay que leerlos –pues se sabe de algunos que los compran para llenar libreros que dan buena vista a la sala. El asunto es que creo que una feria como ésta –que de por sí arrastra a miles de visitantes y compradores cada año–, no debería ser tan desperdiciada, sino sacarle todavía más –mucho más que los millones que se embolsan los magnates del libro– jugo del que hoy destila.

(Otra cuestión paradójica es que en la FIL los libros, invariablemente, cuestan más caros que en las librerías de la ciudad durante todo el año: ¿no es esto desquiciante y tremebundo?)

 

Relo

Relo

 

(sombreros 3)

En la tibia oscuridad únicamente alcanzaba a distinguir la silueta de su sombrero, de lado, detenido al fondo de las curvas que la barranca iba engullendo. El viento frío crispaba su rostro enjuto, de bigote ancho, entrecano, alargado contra los peñascos que nos iba dejando la sierra; pero el sombrero parecía no pertenecer a ese hombre que se enrollaba, encobijado, en una esquina de la camioneta. En la profundidad del barranco, colgando luces a lo lejos, pendiendo el cielo negruzco de la nada, el hombre por fin se retiró el sombrero y sus ojos, de tigre que mide todo movimiento, se encontraron con los míos: se recostó de lado, recogió sus piernas, y se perdió en su silencio. El sombrero quedó bajo la cobija, y ya, cuando atajábamos las últimas curvas del trayecto, el primer sol, atravesando la manta, lo iluminó del todo.

(Cambio de planes en cuanto a fil, sí iré porque asistiré a un seminario de comunicación. Y en cuanto a mi problema laboral: un pajarillo ha venido a decirme que seré despedido).

 

¡Ay, Pascual….!

¡Ay, Pascual….!

 

Pascual Duarte (La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela) poco a poco fue apareciendo ante mis ojos como un personaje que sufría cada vez una mutación más marcada, y no súbita no como aquél a quien molestaban y se convertía en una enorme mole verde o el Dr. Jekyll que acababa siendo un Mr. Hyde de aspecto horrible: cuando pensaba que a Pascual nada más podría sucederle, o que no sería capaz de hacer otra cosa más atroz que la anterior, Pascual se superaba, y con creces. ¿Quién se atreve a decir que en la literatura no hay lecciones para la vida?
Pascual pertenece a ese estirpe de los que llevan la fatalidad como un tercer ojo en la frente, así como Tiluy o El Jaibo en Los olvidados de Buñuel: los hechos de su vida –no obstante haberse casado dos veces y procreado un hijo, que al fin murió a los once meses por un mal viento– muestran siempre una tonalidad entristecida, lamentable, dramática cuando no en su mayor parte, drásticamente dolorosa. ¡Cómo se empeñan algunos en tropezar siempre, aún cuando lleven la vista levantada! Y vaya que conozco esto de cerca –fuera de la ficción– por algunos allegados.
Es cierto, también tienen su peso las circunstancias y el contexto, pero nadie puede eludir la embestida de los acontecimientos cuando éstos se han empecinado en dar con nosotros: algo semejante le sucede a Pascual, que se vio sorprendido siempre por un destino que desde pequeño le había dado la espalda y al cual nunca supo cómo sacarle la vuelta y aplicarle, apretando los dientes y de puntillas, una verónica.
La desgracia, los accidentes, el odio, la malquerencia, la animadversión, la muerte, de algún modo se las ingeniaban para saltarle al paso: él, curtido por todos esos avatares adversos, en ocasiones ya los esperaba: por ello Pascual también encaja en aquéllos que no pueden creer que las cosas les estén saliendo bien; y si acaso llegan a concebirlo, enseguida conjeturan que alguna desgracia está por desatarse.
Hace poco escribí que esta novela me estaba pareciendo cómica pese a su argumento de fatalidades; hoy, tras concluir el libro, lo cómico ha pasado a deslizarse por debajo de toda esa historia desconcertante, despiadada, irreversible en su apariencia por demás trágica.
Al fin que, ya lo había anotado Carlos Fuentes en La región más transparente (del aire) en boca de Ixca Cienfuegos, «aquí nos tocó vivir». Una especie de sentencia para Pascual porque eso le tocó vivir, y a muchos otros también.

«¿Qué tamaño tiene tu cuerpo / que cabe todo el infierno? / Todo menos tú / menos tú»
Arturo Meza (no recuerdo el título de la canción)

(Hoy es viernes de cinito en casa. Hay planes de ir mañana al estadio a ver a las Chivas por su pase a semifinales. Y en cuanto a mi posible despido, todo está en suspense)

 

Conversaciones

Conversaciones

 

La conversación hoy es un ejercicio casi desterrado, cuando no satanizado –aunque esto es tema de otro post–. A menudo escucho, cuando la gente platica –cuando la gente platica, lo recalco–, frases hechas, cohechas, maltrechas y deshechas que bien pueden quedar para la historia, así como los gestos que asumen los interlocutores:

Una señora le platicaba a otra: «¿Supiste que la boda de Ninel Conde todavía no es comprada en exclusiva por ninguna televisora ni revista?». El pequeño hijo de la interpelada, mientras ésta ponía una cara de «no lo puedo creer», había tropezado, caído y roto la boca.

Unos tipos, al fondo de un minibús, mientras chocaban sus botes de cerveza, le gritaban al chofer: «¿Qué pasa con la música? Súbele al volumen, carnal, que no alcanzamos a oír a Lupillo». El chofer miró por el retrovisor y sonrió para sí mismo.

El tianguero le respondía a una mujer que le había preguntado a cómo estaba el kilo de jicamas: «Para usted, a como las pague. Y si quiere escogerlas, ándele, meta mano con confianza». La mujer se limitó a reír apenada y a escoger la fruta.

En una fiesta infantil, el encargado de luz y sonido, decía por el micrófono: «Estamos aquí para festejar el cumpleaños de este niño» (¿?). Está visto que los maestros de ceremonias no vienen incluidos en los paquetes de luz y sonido.

Una muchacha le decía a su amiga, en pleno comadreo: «Viste cómo dejaron al pobre de Fabiruchis. Le rompieron toda la cara, quedó todo amoratado». La otra replicó un tanto conmovida: «Pobrecito, aunque eso le pasa por ser un desviado».

«Lo que sea de cada quien, yo puedo decir que mi marido ni me grita ni me golpea; nomás que cuando se enoja ni le busco la cara, porque me da unos cuantos manotazos». Así le decía una señora, cuarentona, que llevaba dos chamacos y una niña, a otra que presentaba algunos moretones en su rostro y se dirigía a «su clínica del imss». (Ellas, como muchas otras, acusan el síndrome de las mujeres de Tateposco, del que no se sabe a ciencia cierta si se trata de un mito urbano: el día que sus maridos no las golpean, sienten que no las quieren.)

«Eres un vulgar», dijo tajante el expresidente botudo pelavacas e imbécil en grado sumo, a un periodista que lo cuestionaba sobre la procedencia de sus bienes. Exabrupto originalmente guanajuatense. La vulgaridad, que yo sepa, en sentido estricto, no tiene nada que ver con el enriquecimiento ilícito y el robo a despoblado.

Una señora, atemorizada y aferrada a los tubos del camión, le gritaba al chofer –que no oía nada porque llevaba «Doce rosas» a todo volumen y ni siquiera manejaba atrabancado; tenía el pelo incluso estilo Los Yonics–: «Manejas como puerco, hijo de la chingada, ¿no te enseñaron modales? Ve y zarandea a tu abuela porque yo aquí me bajo». Timbró. El minibús se detuvo. La mujer, sin que el camión se moviera, tropezó en los escalones y se fue de boca al suelo. Nadie pudo hacer nada. El chofer, embebido en su rola, cerró las puertas y arrancó. Los demás pasajeros rieron sonoramente.

(Mañana jueves se cumple el mes de prueba que me pusieron, es decir, que quizá antes del fin de esta semana me pongan de patitas en la calle.
La fil empieza este próximo viernes. A diferencia de otros años, sólo pienso ir un día, quizá dos.)

 

Un mayo ya ido

Un mayo ya ido

 

Del mediodía hacia la tarde de un domingo ardiente de mayo, saboreando camarones y pistaches y cervezas y playa y arena y viendo el cielo y el cuello largo del horizonte y celebrando la conversación y guardando en la memoria de los ojos a aquel señor que hacía nudos indescifrables a las bolsas de pistaches y al muchacho de cabello impeinable que hacía hamacas y que dijo que en el beisbol los mejores eran Los Saraperos (de Saltillo) y aquel niño que corría con estilo de mecánico y el faro más allá de las rocas y las risas y unos caballos que hicieron de la playa su potrero y el ronronear delicado de las olas y la arena adherida a la piel y un barco apareciendo y un mar lejano que se desdibujaba continuamente y nubes livianas en un desplazamiento en curva y una mujer de rojo que nos modeló su bikini más de una vez y Xóchitl recordando al Bicho y el Coyul dormido en la silla y un plátano tatemado y enmielado y unas piernas inmensas paseándose entre las mesas y un guitarrón siguiendo un corrido de matones y unos camarones endiablados y al mojo de ajo y más cervezas y una gringa con destellos de sangre y la hora de partir húmeda y con arena y el epílogo de aquella tarde que podía tocarse y el puerto quieto y San Blas con sus llamadas a misa y la gente en las puertas y la plaza caliente y el calor ya sintiéndose menos y la carretera a Tepic y ella hablando y dormitando y él al volante de su pura sangre y sus recuerdos corriendo veloces por el asfalto y Tepic pronto y un frenazo en las afueras de la ciudad ante la invasión de carril de unos pelavacas y Santa María del Oro y mejor la carretera de cuota y una foto de puesta de sol fallida y las ganas de una coca-cola y lo imposible del tráfico para entrar a Guanatos y un trailer casi boca abajo y la noche de domingo y la noticia de que las Chivas no habían calificado a la liguilla y Trespatines en el radio la hacía de abogado defensor y ella nunca lo había oído….

(«Alguien tiene que recoger las fresas», dijo el jefe de una patrulla fronteriza tras la detención de algunos indocumentados en su cruce por la frontera, y después de ser informado que tres habían logrado escapar; la escena pertenece a la película Los tres entierros de Melquiades Estrada. Y, en eso –y adelanto que no es conclusión mía–, podría resumirse la ideología yanqui respecto a la migración latina a ese país).

 

De las mafias

De las mafias

 

Juegos, trampas y dos armas humeantes y Ghost dog –el camino del samurai– tienen algo en común: se acercan al mundo de la mafia, los gángsters y ejecuciones a sueldo. Pero sus planteamientos son totalmente distintos.
La primera muestra a una banda conformada por cuatro tipos, que se ven involucrados con entes mafiosos por una cuestión de juego de póker y apuestas, como haber tenido «un mal día en Bosnia». Las circunstancias, y sus decisiones, no les favorecen. El segundo filme lo aborda desde un asesino a sueldo de la mafia –que sigue las reglas y pone en práctica la ética del samurai–, de raza negra, que al cometer un error en un trabajo pasa a ser el perseguido por sus contratantes.
El fin que buscan ambas películas también es diametralmente distinto: Juegos, trampas… podría considerarse una sustanciosa y humorística parodia de las películas de matones y policías, tráfico y familias de abolengo involucradas con las drogas. En tanto que Ghost dog retrata la situación de un asesino negro, que se considera sirviente de un mafioso porque éste, tiempo atrás, le había salvado la vida; las reglas del auténtico samurai en la tradición japonesa es siempre servirle y nunca faltarle al respeto. La cuestión es que por el error, el asesino será perseguido incluso por su protector. Se evidencia, por esto, que hay una intención de traer a cuento a los samurais del Japón antiguo y un homenaje nada velado para Kurosawa, por su filme Rashomon.
Otra variante de los dos filmes es que Juegos, trampas… va de sorpresa en sorpresa –gira sobre sí misma en varias ocasiones–, hay volteretas en la historia que provocan en el espectador la incertidumbre, lo que equivale a sortear un final –que queda inconcluso– totalmente inesperado. Y, en cambio, si atendemos al planteamiento de Ghost dog –que no sus implicaciones y nudos argumentales– y el rumbo que toman las acciones se sabe, con anticipación, en qué va a terminar la historia: pero lo sobresaliente en este sentido es cómo Jarmusch lleva el filme a un clímax bien saboreado, no obstante el devenir intuido.
Ambas películas tienen ingredientes suficientes para sentarse a verlas sin temor de salir estafado, más bien satisfecho; aunque, es bien sabido, la mejor conclusión la saca cada quien por su cuenta.

(Juegos, trampas y dos armas humeantes –1998– es una película inglesa, filmada toda en Londres y cuyo director es Guy Ritchie, y cuenta con la sorpresiva participación de Sting y de Vinnie Jones, un exfutbolista inglés retirado; Ghost dog –1999– es un filme de Jim Jarmusch, el mismo director de Flores rotas y Hombre muerto, y cuyo personaje principal recae en Forrest Whitaker.)

 

Andar en bici

Andar en bici



Gabriel Zaid tiene un libro titulado Cómo leer en bicicleta, en el que habla de distintos temas, menos de cómo leer en bicicleta. Aunque, si he de ser sincero, no creo que yo pudiera leer mientras pedaleo o voy esquivando bordos, machuelos y hoyos que abundan en nuestras calles.
Cuando era chico salíamos a la calle a «andar en bici»: rodeábamos la cuadra persiguiéndonos, íbamos a los campitos, al Cerro de la Cruz o jugábamos carreras hasta el Mercado Bola. En mi infancia y adolescencia nunca tuve una bici; siempre me las prestaban. Y, con lo ajeno, ya se sabe, siempre sucede algo:
La primera bici que pedalee –y, obvio, en la que me enseñé– no era mía, sino de un amigo que vivía a unas cuadras de mi casa y que iba al barrio a convivir todas las tardes; no recuerdo ahora su apodo –porque su nombre nunca lo supe–. Una vez que me había alejado algunas cuadras del barrio en esa bici, dos muchachos y una señora me detuvieron: la bici era de uno de ellos. Me la quitaron y regresé a pie.
Ya cuando sabía andar bien, recuerdo que en una ocasión decidimos jugar carreras hasta el Bola y de regreso: otro amigo –el Charro, le decíamos–, me prestó su bici; se la había traído el niño Dios de regalo. De regreso, en la esquina del barrio, el otro competidor –Ismael, que desde hace años vive en Estados Unidos– y yo íbamos parejos: la línea de meta la habíamos trazado a la mitad de la cuadra. Ismael ganó. Y el Charro ya nunca volvió a prestarme nada: su bici se desoldó del cuadro mientras yo estaba arriba, es decir, yo seguía pedaleando mientras el manubrio se había desprendido con todo y llanta delantera. Acabé todo raspado de las rodillas y los codos.
El Pecas, uno de mis hermanos mayores, había logrado comprarse una bici de lo que ganaba lavando carros. Un día, mi madre me mandó a comprar masa a la tortillería; el Pecas no estaba en casa y agarré su bici para hacer el mandado. De nuevo volví a pie. Me la robaron.
Ya estando en la Prepa, tuve mi primera baica: fui comprando las piezas hasta armarla. Resultó ser un armatoste bastante pesado por el tipo de piezas, toda negra, que, sin embargo, era la envidia de los cuates: todos querían subirse, les gustaba su apariencia; no era precisamente una bici tipo «swin», pero la forma del manubrio le daba un aire a ese género; en el barrio la bautizaron, después de pedalearla, como «swingadera». Muy en el fondo y por encima de la rabia, incluso a mí me causaba un tanto de risa la puntada.
Quizás para Navidad le regale una a la Chica Azul; y tal vez compre otra para mí.

(Para los que pasan por aquí: Vittorio de Sica tiene una película llamada El ladrón de bicicletas, ambientada en las primeras décadas del siglo pasado. Está hecha en blanco y negro. Si pueden conseguirla échenle un ojo: es divertidamente reflexiva).

 

Cincuenta años (2)

Cincuenta años (2)

 

Aquí va la segunda y última parte de la crónica empezada ayer.

«Los fantasmas se hacen de cuerpos y con pasos de sol van pintando el ruido en el mosaico gris, le dan la vuelta a su rostro opaco, las cuatro de la tarde y la modorra que produce la comida habrá de quedarse en el umbral del salón, a fin de engarzar algunas ideas en el Seminario de Tesis o discernir a qué género literario pertenece el texto en turno. Dos o tres conversan sobre cine o difieren en la lectura del libro que habrá de ensayarse para Literatura Hispanoamericana, y la tertulia improvisada en las afueras del aula acaba sin sobresalto ni conclusiones tajantes. A un mismo tiempo, sin palabra de por medio unos detrás de otros ocupan sus bancas incómodas. Alguien interrumpe la clase: el saloneo para los avisos de conferencias, talleres, revistas literarias incipientes, congresos en nuestras paredes o más allá de las fronteras jaliscienses, suspensión de clases, concurso de altares, fiesta con cerveza por inauguración de cursos o diversión pura, proyección de documentales en foro, pedimento de recursos para apoyar a los movimientos que defienden sus libertades o a la anciana impedida físicamente; se plantan en medio de elaboradas poéticas modernistas europeas o versos endecasílabos que abandonan los cuadernos de apuntes y se fugan por entre las rendijas buscando calor. Sentados a un lado de un macetón, en círculo maltrecho, tras de que la segunda clase ha bajado el telón, alguien anima la charla sobre los días de fin de cursos, lo apretado que se han vuelto los semestres, la entrega de trabajos finales que agotan el tiempo y generan adictos a la cafeína y la nicotina. A esas alturas hay que ir a la fondita por un huarache de asada, un vaso de fruta picada con don Toño, un andatti al Oxxo, una botella de agua con don Poncho, y echarle de pasada un vistazo a los libros usados. La tarde da sus últimos respiros, las primeras sombras trepan por los costados del edificio, las lámparas alargan y achican cuerpos en cuatro direcciones, y hay que enchamarrarse porque las palabras corren el riesgo de helarse. La Literatura Mexicana es el último escalón de la jornada: los románticos se enfrentaron al mundo desde su trinchera entendida, y el murmullo de disertaciones se va apagando. Una última oleada de voces y risas avanza y retrocede mientras alguien habla de narrativa cinematográfica o sostiene una acalorada exposición de la historia de las religiones. La oscuridad cerca por los cuatro lados del mundo la vieja facultad, y hay que estar atento para no dejar la sombra por ahí: hay que llevarla consigo para poder regresar al día siguiente, con un nuevo abecedario dado a luz al dormir, con un libro que se abre por primera vez, con la intención de aprender del dogma recetado para decir que se sabe literatura, y de aquello que se puede sacar de toda lectura.»

(En el Rojo Café, este viernes próximo a las 9 de la noche, habrá un concierto de mariachi tradicional, altamente recomendable, con la actuación de Las Tecuexinas –música prehispánica– y el Mariachi Antiguo de Acatic –uno de cuyos integrantes tiene 99 años–; tocarán música de rituales, danzas, contradanzas, sones, música criolla de Los Altos, música tradicional de Acatic, polkas y canciones antiguas –anteriores a la Colonia–).

 

Cincuenta años (1)

Cincuenta años (1)


En este año la Facultad de Letras cumplió 50 años; por ese motivo se planeó hacer una revista conmemorativa, para la que me fue pedida una crónica sobre un día de clases en Letras. La revista, al fin, por cuestiones burocráticas y de intereses de poder, no vio la luz; pero aquí entrego la primera parte de esa crónica, con la intención de dejar constancia de esa celebración.

«Temprano, hay quien llega temprano a la facultad: a ese intrincado y frío laberinto de escaleras y pasillos que surgen uno detrás de otro. El camión a esa hora invariablemente va lleno: la mochila en la espalda, algunos libros a la mano, los lentes empañados, con suéter y bufanda, toreando el viento helado con la piel abierta y el primer café del día que entibia el ánimo. La lectura de La feria o el ensayo final de Poética van impresos en los ojos cansados, la mirada tiene las cortinas abajo aseguradas con candado mortecino: la noche fue más que una noche, fue arreglárselas con esos fantasmas que se agazapan y saltan en el momento menos indicado a la hora de escribir un reporte de lectura, una reseña, un ensayo, o cualquier otra tarea signada en el aula. Pero el nuevo día promete, la mañana revolotea por encima de los árboles que cercan el jardín y no dejan pasar ni medio cuerpo de un sol medroso. La luz se desplaza con sigilo, y después de atravesar el velo del follaje se recarga en el viejo edificio de escuadras grises, de dos pisos, de paredes mitad blancas y mitad mosaico azul donde el día menos pensado hay carteles y letreros hechos a mano, de puertas uniformadas como pelotón frente a su general, de lámparas espigadas y viejas como el corazón de ladrillo gastado que sostiene aquella enorme casa de decenas de habitaciones. Los pasillos son más bien fríos, casi siempre desolados, afeados en su fondo gris, cuyo barandal y bancas envejecen a paso acelerado. Los salones parecen más aquellos cuartos donde se interroga a los detenidos, con muros falsos y ventanas inservibles. En la sala de maestros, entre el abrir y cerrar de lockers, el humo de los cigarrillos y los cafés llevan la delantera. De camino al salón el profe no olvida llevar la novela o el libro de poemas para leer en clase, las carpetas con las listas, los plumones, el borrador; atraviesa el umbral, ocupa el lugar de la cátedra y el ruido de las bancas es una sola respiración. Como el marro en la testa de la res, certero asesta una palabra a tiempo en medio de la lectura, muestra los cabos de los hilos del análisis, la reconvención al exponer en clase, el pedimento de guardar silencio, la puerta que se abre, que se cierra, la sentencia sobre el movimiento literario y los datos del autor que ha de verse en la siguiente sesión. Enseguida, el pasillo es el refugio entre la historia de la literatura y la filosofía del lenguaje, la plática de los últimos hechos, el cigarrillo infaltable, la cajetilla compartida, el libro o el disco compacto que se piden prestados. Los pasos a la cafetería, a sacar copias, a la biblioteca al encuentro de un remanso para leer o por el texto de referencia para la exposición de Literatura Comparada; a asomarse para ver quiénes esperan el inicio de la siguiente clase bajo los árboles, al abrigo de la media mañana que toma por asalto las manecillas del reloj. Esa espera transcurre casi sin sentirse y hay que apurar la última bocanada de humo para ganar asiento antes de que la lista se encamine nombres abajo. Pedro Páramo, Madame Bovary, Aureliano Buendía, Medea, Ixca Cienfuegos, La Maga, La cantante calva, don Rigoberto, Rosario, cada cual anda en su litografía por esos pasillos visitando amigos entrañables, conocidos y parientes cercanos por vías extrañas más que por la distancia y la sangre. De a poco los salones y los pasillos rebosan soledad, la playa del mediodía va del sopor al ensimismamiento, y un delicioso silencio escudriña todos los rincones y planea desde unos metros arriba del ático hasta los fríos cajetes de cemento que son custodiados por un muro de piedra lisa.»

(Uno de mis placeres culposos: soy seguidor del futbol americano. Ayer vi jugar a los legendarios 49’s de San Francisco –digo legendarios por aquellos jugadores como Joe Montana, Jerry Rice, Roger Craig, Steve Young, entre otros–, y la decepción fue enorme, no son ni la sombra de lo que algún tiempo fueron).

 

Recuento

Recuento

 

Este fin de semana nuevamente vi a la Rendidora Sabelotodo, vino de visita a casa de su abuela. La niña está creciendo, se ve flaca, alargada, cada vez más hermosa, cuyo perfil va adquiriendo una definición más marcada. Incluso su voz, antes chillante y desafiante, hoy parece que ha entrado en un lapso de reposo. Sigue platicando hasta por los codos.
Siempre es gratificante ver y abrazar a la Rendidora. Hoy comerá en casa de Marco, un antiguo amigo del Kinder.

La cascarita del viernes fue agotadora. Está visto que esto de jugar al futbol ha pasado a mejor vida. Me canso con suma facilidad y la habilidad ha venido a menos. Por lo menos, aunque perdimos, clavé un gol que me hizo recordar los buenos tiempos, ya idos por supuesto. Como anochece más temprano, hubo que jugar, por un rato, a la luz de farolas, y la visibilidad no era muy buena, así que también fui el artífice de un autogol.

Primero, Linda, después Jacob, fueron atacados por la viruela. Ese par de aretes han atravesado días tristes y dolorosos, pero, según supimos ayer, ya van de salida. La Linduris sabe bailar hawaiiano y Jacob, cuando hay que hacer fila para algo o pedir en comunidad, sabe decir sabiamente: «También Jacob quiere».

El sábado por la noche Bebé andaba a grito abierto por la calle, con emoción y risas, quizá desfogando con anticipación sus avatares de los próximos diez días en que estaría alejado de casa de su abuela y, por consiguiente, de nuestra cercanía.

Terminé de leer Dublineses de Joyce, un libro de cuentos, sobrio, que va de una contenida emoción a entretenerse en definiciones largas y quizá faltas de luminosidad, pero ricas visualmente; y ya me enfrasqué en La familia de Pascual Duarte, del que tengo que hacer un reporte para una clase de la universidad. La diferencia entre estos dos libros es que el primero lo leí por placer, y el segundo es por obligación, aunque esta obra de Camilo José Cela me está pareciendo, a pesar de su tono dramático, sencillo y divertido.

A la Chica Azul la han estado aquejando algunos malestares que, en un primer momento, consideré menores, pero dada su repetición y agudizamiento, habrá que planear una visita al médico en cuanto sea posible. Por lo pronto, ella hoy pisará la grama del Estadio 3 de Marzo para ver desgañitarse con sus rolas a la legendaria banda de Soda Stéreo.

Césaria Evora en estos momentos canta «Sodade» y yo, de su mano todavía sobrevuelo la selva chiapaneca rumbo al último reducto maya... y toda la cosa…

«Silencio, la tierra va a dar a luz un árbol…»
Vicente Huidobro, «Altazor»

 

El último de los románticos

El último de los románticos



¿Aún el romanticismo es algo apreciado, practicado, modelado? O ¿es algo pasado de moda o que ha evolucionado sin perder su perfil original? ¿Qué es ser romántico en estos tiempos? ¿Quedará todavía algún romántico a la usanza de Acuña –que, según se dice, se suicidó por el amor que sentía por Rosario de la Peña– o Gutiérrez Nájera? ¿No basta con querer, amar, hacer crecer una querencia sin más motivos y juegos pirotécnicos de afecto?
Es un mal endémico que la mayoría de las mujeres se quejen de que los hombres no somos románticos, ¿en qué se basan para decir eso, en que no destilamos miel a ninguna hora del día o en las cantidades que las satisfagan? ¿Se han olvidado acaso de lo dicho por Héctor Manjarrez, respecto a que no todos los hombres son románticos?

A continuación planteo tres –de las tantas que hay– hipotéticas situaciones en que se retrata un romanticismo que obedece a distintos momentos y tienen su raíz en variopintos motivos –en contra de las cuales, quiero aclarar, no tengo nada–:
1. El auto se detiene en una esquina en espera del verde del semáforo. Un tipo se acerca y ofrece flores al hombre que está frente al volante, con dedicatoria para la mujer que va a su lado, «se las merece, ¿o no?», dice el vendedor. El conductor compra y las entrega a la chica, quien sonríe por «el detalle» romántico de su pareja. Esto podría llamarse «romanticismo de ocasión».
2. Una mujer y un hombre –que algún día se quieren, dice Sabines– entran en un restaurante. Ocupan una mesa y esperan a que el mesero les lleve la carta. Pasado un rato –todo a su tiempo– les llevan las entradas, bebidas, sopa, plato fuerte y postre. Al final, cuando degustan el aperitivo final el hombre saca del bolsillo de su saco un estuche, lo abre y aparece un anillo; la mujer no cabe en sí, sonríe, llora, lleva sus manos a la cara, y al fin recibe aquel aro brillantísimo. Aquí hablamos de un «romanticismo trabajado».
3. La ciudad se convierte en un manicomio, cuyos seres desquiciados, de un lado a otro, atropellándose, llevan por igual una flor roja, un globo en forma de corazón, una caja de chocolates, un arreglo más o menos elaborado de flores y globos, una tarjeta con mensajes de afecto, un oso o chango o perro o conejo de peluche, etcétera. Es el día de San Valentín, y la regla es ser romántico; si un extraño poder te ha dejado sin esa cualidad, en este día hay que serlo a fuerzas. «En San Valentín fui con bombones… chocolate con licor para olvidarme dulcemente de un amor ausente», canta Calamaro en «Prefiero dormir». Este otro es un «romanticismo de obligación».

En orden a estos tres escenarios, definitivamente estoy de acuerdo con Manjarrez, no todos los hombres somos románticos. Y si en algún rincón hay algo de eso en mí, quizás soy partidario de un «romanticismo inusual», muy poco vistoso y que, las más de las veces –no sé si afortunada o lamentablemente–, pasa desapercibido.

«Voy a perder la cabeza por tu amor, como no despierte, de una vez por siempre, de este falso sueño…»
Andrés Calamaro, «Voy a perder la cabeza por tu amor» en el disco El cantante

(Hoy –así como el martes– es viernes de cinito en casa y de ir a cenar al monumento amarillo. Además, por la tarde, después de mucho tiempo, jugaré una cascarita con algunos amigos)

 

Evocación de las urbes

Evocación de las urbes



En qué ciudad del mundo se halla la Lisboa revisitada de Pessoa –escrita a través de su heterónimo Álvaro de Campos–?
Acaso en Lisboa misma, o en otra urbe portuguesa, o sólo fue una proyección imaginativa del poeta o un líquido recuerdo que goteó de la memoria de su niñez?
Quizás Pessoa se valió del recurso cinematográfico del «tiburón rojo» para llevar los ojos de los lectores –y de sus detractores– a un punto equívoco, ocultando la ciudad al mismo tiempo en que levantaba el velo para mostrarla tal cual era?
O la Lisboa revisitada no es más que otro de sus múltiples heterónimos, un tipo de carne y hueso vuelto una ciudad de concreto y madera en la que interminablemente atracan barcos y más barcos?
Pessoa, mediante letras, convirtió Lisboa en una operación matemática cuya fórmula de solución sólo él sabía y conducía, sin remedio, a una melancolía permanente?
La Lisboa revisitada seguirá siendo la misma que fue cuando Pessoa la visitó, la revisitó, la escribió, la inmortalizó, la hizo trasponer esa línea ínfima del tiempo y la distancia, o ha mutado y de aquélla ya nada queda sino el nombre?

La Lisboa revisitada pudiera ser, tal vez –en un ejercicio demente y disparatado–, la Guadalajara pasada y repasada ante los ojos de todo aquél que la contempla hoy?
Puede una ciudad ser otra sin dejar de ser la que es?

«¡Oh cielo azul, el mismo de mi infancia!
¡Eterna verdad vacía y perfecta!
¡Oh suave Tajo, ancestral y mudo, pequeña verdad donde el cielo se refleja!
¡Oh pena mía, de nuevo visitada, oh Lisboa de otro tiempo, hoy!
Nada me dais, nada me quitáis, nada sois que yo me sienta.
¡Dejadme en paz! No he de tardar, que nunca tardo…
Y mientras tardan el Abismo y el Silencio
¡quiero estar conmigo a solas!»

Álvaro de Campos –Fernando Pessoa–, «Lisboa revisitada» (últimos versos)

(A la Chica Azul se le alegró el día al saber que en diciembre viene su novio a la ciudad; y no sólo eso, ha decidido ir a verlo)

 

Los idiotas

Los idiotas

 

Ayer quedé consternado; además de que mi cabeza acabó dando vueltas, como si recién me hubiese bajo del «Mundo» o de las «Tazas voladoras».
Quedé consternado por el planteamiento de la película Los idiotas, del danés Lars Von Trier. Se trata de un filme que aborda, no la intrincada problemática ni las continuas vicisitudes que se ven obligados a sortear en su vida cotidiana, el tema de las personas que acusan retraso mental. Von Trier retrata, de manera ácida, crítica y quizás terrorífica desde un plano nunca tomado, a este grupo de personas, pero también a quienes padecen síndrome de Down y, como parte de un todo, a aquellos que nos consideramos seres normales, comunes y corrientes. El engranaje de la sociedad, ya se sabe, incluye a todo tipo de personas, y funciona gracias a la entrada y salida, a la perfección y con hora precisa –en una especie de mecanismo–, de todos y cada uno de los seres vivos. En este monstruo de millones de cabezas también tienen su lugar los que tienen retraso mental –los idiotas, en esta película danesa del año 2000–, y no se trata de un espacio apartado, pero sí de un lugar que tiene las características de un rincón nada iluminado. Von Trier pone el dedo en la llaga, y lo pone con toda cautela y precisión: no hace un filme de denuncia, va más allá de eso; lo que hace este director es subrayar la incomprensión humana de las grandes ciudades disfrazada de una lástima lacerante para quienes son, de alguna manera, «diferentes».
Y mi cerebro acabó dando vueltas porque la realización del filme está hecha bajo los presupuestos del Dogma 95 que, entre otras cuestiones, obliga a quien se ciñe a esta propuesta, a filmar películas con una sola cámara, llevada al hombro, por lo que la imagen se mueve de un lado a otro, va de arriba a abajo, en un movimiento que se antoja no va a acabar nunca.

«Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida –no tú ni yo–, la vida, sea para siempre»
Jaime Sabines, «Me encanta Dios»

(Para los que pasan por aquí y vivan en Guanatos y todavía no lo sepan, Los Aterciopelados estarán en la FIL dando un concierto gratis en la explanada)

 

Asunto de percepción

Asunto de percepción

 

Conforme pasa el tiempo, las cosas me van pareciendo cada vez más pequeñas. Me refiero a objetos, a espacios, a viejos conocidos no vistos recientemente, a cuestiones espaciales que nos conciernen o nos son (o fueron) familiares por la cotidianidad. Hay aquí contenida una especie de antítesis a la visión Gulliver respecto a lo que le rodea.
Por ejemplo, cada que camino por el barrio donde crecí, las proporciones de las casas, las aceras, aquellos árboles de hule y moras, las tres privadas –ahora son cuatro– que desembocan en la que consideramos siempre nuestra calle, la distancia que mediaba entre mi casa y la esquina de Obreros, el ancho de la calle misma, el terreno baldío hoy bardeado, la casa de cantera que fuera de mi tía hoy deteriorada y afeada, entre otras cosas, las veo reducidas, empequeñecidas –y eso que tengo una estatura más bien baja– al punto de que tengo la sensación de que estoy caminando por un escenario de cartón montado ex profeso y según las dimensiones acordes con el objetivo buscado.
Otro tanto ocurre con aquellos personajes amigos de mi padre, o los que frecuentaban a mis abuelos y las vecinas amigas de mi madre, ya no se diga los chompas de mis hermanos más grandes. Dicen que cuando una persona envejece también empequeñece. No sé cuánto tenga de cierto esta máxima popular, de lo que sí tengo certeza es de que, a menudo, al encontrarme a algunos de estos personajes, se me aparecen no tan imponentes y enormes como hasta hace poco los había considerado, se han achicado en una carrera frenética contra el suelo.
Más allá de la posible tomadura de pelo que esto pueda tener –que el posible lector de estas líneas pueda llegar a considerar–, quiero aventurar que las cosas grandes tienden a venirse a menos conforme el tiempo transcurre, y las pequeñas, lamentablemente para mí, se quedan tal cual son.

«Nadie está libre de decir necedades; el mal consiste en decirlas con pompa… Esto no va conmigo, que digo mis tonterías tan neciamente como las pienso»
Michel de Montaigne, «Ensayos III»

(Hoy es martes de cinito en casa)

 

Acaponeta

Acaponeta



Hace muchos años, la primera vez que conocí el mar, viajamos a Acaponeta, un pueblo al norte de Tepic, la capital de Nayarit, a la casa de la tía Consuelo, prima hermana de mi padre.
Hasta entonces, nunca había viajado en familia –bueno, a media familia–, pues fuimos Cristóbal, el Pecas, mi papá y yo nada más. No recuerdo exactamente por qué mi madre, mis hermanas y mi hermano más grande se quedaron en casa.
Acaponeta es un pueblo grande, y está rodeado por una vía de ferrocarril; también fue la primera vez que vi correr un tren, pues hasta entonces sólo había presenciado eso en televisión. La tía Consuelo se desvivió en atenciones, y aunque jamás la habíamos visto hasta aquel momento –y jamás la hemos vuelto a ver–, ella se portó como si nos hubiésemos frecuentado casi cada fin de semana.
Su casa era grande, acogedora, con decenas de puertas; de ésas que tienen patio al centro, flanqueado por cuatro corredores que se prolongaban en un patio trasero. En el mero corazón había plantas, una larga hamaca y cuatro mecedoras, donde por las noches, mientras comíamos plátano macho cocido y un vaso de leche, aquella mujer que pasaba los 60 nos platicaba hasta que comenzábamos a cabecear de cansancio.
Todo aquello sucedió durante una semana santa de uno de los primeros años de la década de los noventa; de Acaponeta a la playa había que tomar un camión. Durante tres días consecutivos nos lanzamos al mar, pero durante los mismos tres días hubo mal tiempo, fue imposible meterse al agua, sólo lo vimos de lejos, esperanzados, como tantos que ahí estaban, en que amainaran los vientos y las olas volvieran a la quietud. Nunca sucedió.
Al final del tercer día, la tía Consuelo, sabedora de nuestra congoja, le hizo prometer a mi padre que nos llevaría de nuevo a Acaponeta en otro tiempo –nunca volvimos–, y enseguida sacó de las bolsas de su mandil unas monedas, se las dio al Pecas con la consigna de que nos comprara helados y nos pagara la entrada al cine del pueblo. En cartelera se anunciaba una película mexicana de la que no recuerdo el título, lo que sí tengo presente era que actuaban los hermanos Almada.
El mar, al final, como ése del que habla Delgadillo que se queda sin palabras, no cruzó ni palabras ni mirada alguna con mis hermanos y conmigo.

«Estas casas amuebladas / que sus dueños nunca habitan, / viejas casas misteriosas, / viejas casas que dormitan / (…) Casi nunca, nunca hay rosas / sobre el huerto displicente, / y es un sueño de hojas secas / el espejo de la fuente (…) Y quién sabe de qué cosas estén llenas / las garrafas de las cavas / y las grandes alacenas…»

Francisco González León, «Solariega»

 

Apuntes sobre la fatalidad (2)

Apuntes sobre la fatalidad (2)


¿Alguien sabe por qué Tiluy extiende su mano para pedir algunas monedas? Nació aquí, en este país que lleva la marca inexpugnable de la tristeza y la fatalidad atravesando sus ojos. «Aquí nos tocó» anotó Carlos Fuentes en La región más transparente. Este lugar le impuso la fatalidad como única pertenencia y no ganada condena a Tiluy. ¿Alguien sabe dónde se hallan sus padres?, ¿quién conoce el motivo de su abandono? La fatalidad desconoce todo misterio y asume los destinos de quienes se arriman a su cobijo. Tiluy nació pobre, vive pobre y, probablemente, pobre morirá; pero la fatalidad de los niños como Tiluy no reside en su pobreza, sino en la costumbre de verlos rondando por allí, como si nada. 

 

Una probadita

Una probadita

 

No hablo portugués, ni le entiendo gran cosa; sin embargo las canciones de Cesaria Evora me seducen. ¿Puede ser esto posible? No podría argumentar alguna razón que convalide esa posibilidad, lo que sí puedo anotar es que sus canciones me atraen porque me sugieren, no porque entienda a cabalidad toda esa argamasa que las compone.
Incluso, esto puede dar lugar a una metonimia musical: la parte por el todo, es decir, la melodía en sí –sin letra de por medio– por todo ese universo que transcurre como un canto aterciopelado, lento en su fugacidad y relampagueante en sus atisbos. La voz de Cesaria es deliciosa, y tras todo ese telón de instrumentos siempre sale limpia, emerge como un géiser. Pero ¿a qué viene todo esto?
A que, en ocasiones, lo que me sugiere me dice más que aquello que se abre de par en par y no acaba por generar expectación, mucho menos instantes de satisfacción. Y de esto puedo dar más ejemplos.
En lo tocante a la literatura, por ejemplo, me refiero en particular a lo que no ha sido dicho en el cuerpo del texto, que en ocasiones resulta más impactante que lo escrito; aquello que se sugiere, que no está y sin embargo sí lo está. «El bosque era enorme. Unos pinos altísimos y grises. De lejos vi a la niña que perseguía a un lobo aterrado. Lo juro». En esta minificción titulada «Reversión» de Alejandro Rossi –que, por otro lado, no podría entenderse si no se tiene el referente cultural del cuento de la Caperucita roja– la irrupción que se deleita viene de lo que está ausente, de aquello que el lector comienza a imaginar tras acabar la lectura de estos dos renglones.
En la fotografía acontece otro tanto, similar casi cuando se contemplan imágenes que se consideran de marcado erotismo; a mí me resulta más agradable tratar de descubir lo que está oculto por un velo, un rincón oscuro, la tela que cae pero no acaba de hacerlo; que un cuerpo desnudo que se muestra incólume como el mar helado de los Balcanes –aunque es verdad que no siempre sucede de este modo.

Lo que sugiere, desde este lado del mundo, es casi tan impactante y disfrutable como lo que se expresa anunciado en marquesina y timbales incluidos.

 

Agarrar al vuelo

Agarrar al vuelo



Mucho se habla de que hay que saber ver las oportunidades en la vida para no dejarlas ir, para construir un futuro más o menos prominente. Pero, ¿las oportunidades vienen o uno las busca? Algunos dicen que hay muchos que nunca han tenido oportunidad de esto o aquello y que por consecuencia llevan una vida miserable, y que otros tuvieron muchas oportunidades y por ello han logrado trascender –o que tuvieron pocas pero supieron agarrarlas al vuelo–. ¿Es equitativa la distribución de oportunidades para todos? ¿Es igual el perfil del futuro de alguien que nace en un hogar pobre a otro que viene al mundo en cuna de oro? Las oportunidades, de algún modo y dejando de lado el tesón y el carácter de cada persona, vienen dadas por una especie de sorteo del que no todos tienen boleto.
En un cuento de Dublineses, James Joyce relata la vida de un hombre mayor y soltero que conoce a una mujer casada –el esposo viaja constantemente por cuestiones de trabajo–, comienzan a frecuentarse y se dan cuenta de que congenian en algunas cosas; la mujer atraviesa la raya de la amistad y se enamora del tipo, pero éste por sus convicciones y modo de vida, y por la condición de ella la rechaza y deciden ya no volverse a ver.
Algunos años después, el hombre lee en el periódico la muerte de la mujer –fue arrollada por un tren– y comienza a preguntarse si hizo o bien o no en rechazar a la mujer, y se da cuenta de que su vida es una total rutina, sin emociones, vacía, cronometrada de pies a cabeza, aunque estructurada en una sólida base moral. Pero no se sabe feliz ni satisfecho.
Es claro que este tipo tuvo su oportunidad, pero ésta estaba condicionada: la mujer era casada, él era ya mayor y no quería ver alterada su cotidianidad por nada del mundo. Estaban además sus convicciones. Los viejos tienen sus ideas y no hay quién los saque de ahí, se dice a menudo.
En el filme Las tortugas no pueden volar podría decirse que sucede lo contrario: los protagonistas –tres niños: una niña que lleva sobre los hombros la responsabilidad de cuidar a su hermanito, otro hermano de ella, un poco más grande pero sin brazos, y un niño que se enamora de ella y es una especie de líder de los niños de la comunidad en la que viven–, a sus escasos años es posible vislumbrar que tendrán pocas –o nulas– oportunidades. Este escenario nebuloso conduce a la niña a tomar la determinación terrible –que podría llegar a entenderse mas en ningún plano justificarse– de ahogar a su hermanito y suicidarse después. El niño no era en sí su hermanito, sino su hijo, producto de una violación masiva de militares. Su hermano –el niño sin brazos– le decía que no debían abandonar al pequeño, como ella insistía un día tras otro. La situación de guerra, desamparo –sus padres fueron acribillados antes de ser violada–, abandono, desesperanza, soledad, sin un aliciente de dónde asirse, orillaron a la pequeña a decidir su fatal rumbo. ¿Ellos tuvieron oportunidad alguna? Y si la tuvieron, ¿dónde estaba?, ¿acaso en ese futuro nada halagador y ominoso? Que cada quien lo determine. Ella tomó esa oportunidad y el niño sin brazos se quedó más solo todavía.

Las oportunidades deben entenderse, por otro lado, según el contexto y los protagonistas, pero es evidente que no hay un patrón a seguir para «acarrear agua a nuestro molino», es decir, si no hay, hay que buscarlas, y si no se encuentran, hay que hacerlas. No obstante, hay que también considerar la irreversibilidad de las decisiones.

«Hoy debiera contar hasta cien y luego soñar. / Hoy debiera volver del océano, y ser bienvenido…»
Silvio Rodríguez, «Mariko-San»