El último de los románticos
¿Aún el romanticismo es algo apreciado, practicado, modelado? O ¿es algo pasado de moda o que ha evolucionado sin perder su perfil original? ¿Qué es ser romántico en estos tiempos? ¿Quedará todavía algún romántico a la usanza de Acuña –que, según se dice, se suicidó por el amor que sentía por Rosario de la Peña– o Gutiérrez Nájera? ¿No basta con querer, amar, hacer crecer una querencia sin más motivos y juegos pirotécnicos de afecto?
Es un mal endémico que la mayoría de las mujeres se quejen de que los hombres no somos románticos, ¿en qué se basan para decir eso, en que no destilamos miel a ninguna hora del día o en las cantidades que las satisfagan? ¿Se han olvidado acaso de lo dicho por Héctor Manjarrez, respecto a que no todos los hombres son románticos?
A continuación planteo tres –de las tantas que hay– hipotéticas situaciones en que se retrata un romanticismo que obedece a distintos momentos y tienen su raíz en variopintos motivos –en contra de las cuales, quiero aclarar, no tengo nada–:
1. El auto se detiene en una esquina en espera del verde del semáforo. Un tipo se acerca y ofrece flores al hombre que está frente al volante, con dedicatoria para la mujer que va a su lado, «se las merece, ¿o no?», dice el vendedor. El conductor compra y las entrega a la chica, quien sonríe por «el detalle» romántico de su pareja. Esto podría llamarse «romanticismo de ocasión».
2. Una mujer y un hombre –que algún día se quieren, dice Sabines– entran en un restaurante. Ocupan una mesa y esperan a que el mesero les lleve la carta. Pasado un rato –todo a su tiempo– les llevan las entradas, bebidas, sopa, plato fuerte y postre. Al final, cuando degustan el aperitivo final el hombre saca del bolsillo de su saco un estuche, lo abre y aparece un anillo; la mujer no cabe en sí, sonríe, llora, lleva sus manos a la cara, y al fin recibe aquel aro brillantísimo. Aquí hablamos de un «romanticismo trabajado».
3. La ciudad se convierte en un manicomio, cuyos seres desquiciados, de un lado a otro, atropellándose, llevan por igual una flor roja, un globo en forma de corazón, una caja de chocolates, un arreglo más o menos elaborado de flores y globos, una tarjeta con mensajes de afecto, un oso o chango o perro o conejo de peluche, etcétera. Es el día de San Valentín, y la regla es ser romántico; si un extraño poder te ha dejado sin esa cualidad, en este día hay que serlo a fuerzas. «En San Valentín fui con bombones… chocolate con licor para olvidarme dulcemente de un amor ausente», canta Calamaro en «Prefiero dormir». Este otro es un «romanticismo de obligación».
En orden a estos tres escenarios, definitivamente estoy de acuerdo con Manjarrez, no todos los hombres somos románticos. Y si en algún rincón hay algo de eso en mí, quizás soy partidario de un «romanticismo inusual», muy poco vistoso y que, las más de las veces –no sé si afortunada o lamentablemente–, pasa desapercibido.
«Voy a perder la cabeza por tu amor, como no despierte, de una vez por siempre, de este falso sueño…»
Andrés Calamaro, «Voy a perder la cabeza por tu amor» en el disco El cantante
(Hoy –así como el martes– es viernes de cinito en casa y de ir a cenar al monumento amarillo. Además, por la tarde, después de mucho tiempo, jugaré una cascarita con algunos amigos)
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Pablo -