Agarrar al vuelo
Mucho se habla de que hay que saber ver las oportunidades en la vida para no dejarlas ir, para construir un futuro más o menos prominente. Pero, ¿las oportunidades vienen o uno las busca? Algunos dicen que hay muchos que nunca han tenido oportunidad de esto o aquello y que por consecuencia llevan una vida miserable, y que otros tuvieron muchas oportunidades y por ello han logrado trascender –o que tuvieron pocas pero supieron agarrarlas al vuelo–. ¿Es equitativa la distribución de oportunidades para todos? ¿Es igual el perfil del futuro de alguien que nace en un hogar pobre a otro que viene al mundo en cuna de oro? Las oportunidades, de algún modo y dejando de lado el tesón y el carácter de cada persona, vienen dadas por una especie de sorteo del que no todos tienen boleto.
En un cuento de Dublineses, James Joyce relata la vida de un hombre mayor y soltero que conoce a una mujer casada –el esposo viaja constantemente por cuestiones de trabajo–, comienzan a frecuentarse y se dan cuenta de que congenian en algunas cosas; la mujer atraviesa la raya de la amistad y se enamora del tipo, pero éste por sus convicciones y modo de vida, y por la condición de ella la rechaza y deciden ya no volverse a ver.
Algunos años después, el hombre lee en el periódico la muerte de la mujer –fue arrollada por un tren– y comienza a preguntarse si hizo o bien o no en rechazar a la mujer, y se da cuenta de que su vida es una total rutina, sin emociones, vacía, cronometrada de pies a cabeza, aunque estructurada en una sólida base moral. Pero no se sabe feliz ni satisfecho.
Es claro que este tipo tuvo su oportunidad, pero ésta estaba condicionada: la mujer era casada, él era ya mayor y no quería ver alterada su cotidianidad por nada del mundo. Estaban además sus convicciones. Los viejos tienen sus ideas y no hay quién los saque de ahí, se dice a menudo.
En el filme Las tortugas no pueden volar podría decirse que sucede lo contrario: los protagonistas –tres niños: una niña que lleva sobre los hombros la responsabilidad de cuidar a su hermanito, otro hermano de ella, un poco más grande pero sin brazos, y un niño que se enamora de ella y es una especie de líder de los niños de la comunidad en la que viven–, a sus escasos años es posible vislumbrar que tendrán pocas –o nulas– oportunidades. Este escenario nebuloso conduce a la niña a tomar la determinación terrible –que podría llegar a entenderse mas en ningún plano justificarse– de ahogar a su hermanito y suicidarse después. El niño no era en sí su hermanito, sino su hijo, producto de una violación masiva de militares. Su hermano –el niño sin brazos– le decía que no debían abandonar al pequeño, como ella insistía un día tras otro. La situación de guerra, desamparo –sus padres fueron acribillados antes de ser violada–, abandono, desesperanza, soledad, sin un aliciente de dónde asirse, orillaron a la pequeña a decidir su fatal rumbo. ¿Ellos tuvieron oportunidad alguna? Y si la tuvieron, ¿dónde estaba?, ¿acaso en ese futuro nada halagador y ominoso? Que cada quien lo determine. Ella tomó esa oportunidad y el niño sin brazos se quedó más solo todavía.
Las oportunidades deben entenderse, por otro lado, según el contexto y los protagonistas, pero es evidente que no hay un patrón a seguir para «acarrear agua a nuestro molino», es decir, si no hay, hay que buscarlas, y si no se encuentran, hay que hacerlas. No obstante, hay que también considerar la irreversibilidad de las decisiones.
«Hoy debiera contar hasta cien y luego soñar. / Hoy debiera volver del océano, y ser bienvenido…»
Silvio Rodríguez, «Mariko-San»
0 comentarios