Sobre café y cafés
El café es uno de los vicios que tengo más emperrado, es decir, que aún cuando llegaran a prohibirme que lo tomara por cuestiones de salud, lo más probable es que no haría caso a tal recomendación. Tomar café es algo que heredé de mi madre y de mi abuela, y también de mi abuelo: desde que tengo uso de razón, después de comer, ellas todos los días tomaban café, y yo me quedaba oyéndolas charlar en la sobremesa mientras bebían aquel brebaje negro –siguen haciéndolo–. Al paso de los años me sumé a su práctica cotidiana de compartir un café en la sobremesa.
Mi abuelo llegaba a casa, y tras subir las escaleras se sentaba en su silla de mecate en el patio, a donde mi abuela le llevaba siempre un vaso de agua. Colgaba su sombrero en una alcayata y un rato después entraba a la cocina: ahí le servían un café de olla que siempre que yo estaba allí me compartía. Él lo tomaba siempre acompañado con una pieza de pan: invariablemente una concha blanca.
Por otro lado, de un tiempo para acá tomar café se ha vuelto una moda o es sinónimo de distinción: los establecimientos donde ofrecen esta bebida se han multiplicado en los últimos años en la ciudad, y sus visitantes también se han incrementado. Ahora, no como antes, es bastante común –que no corriente– escuchar frases como «¿cuándo nos tomamos un café?»,«vamos a tomar un café», «te invito a tomar un café, ¿qué dices?», «nos vemos en tal café», etcétera.
Hay cafés antiguos, tradicionales donde se puede charlar sobre todos los temas posibles, a donde concurren los periodistas, escritores, historiadores, cronistas, poetas de esta ciudad, y arman –no todos con todos– una especie de tertulias, y donde se sirve un café distinguido, fuerte, así como especialidades de la casa. En otros, en cambio se puede uno encontrar con personas de perfiles variopintos y amigos entrañables. Hoy son un potente faro de concurrencia.
Pero también hay lugares donde –sobre todo cafés nuevos o de procedencia extranjera– ir a tomar un café puede significar muchas cosas, tales como: tomar parte en un acto del jet set tapatío –en este rubro al café le endilgan la cualidad impensable de ser un elemento de sofisticación–, coincidir en el sabor de tal o cual especialidad supone un alto conocimiento, extrañamente vedado para aquellos que no frecuentan ese tipo de cafés; incluso sus parroquianos transcurren las horas en su interior empotrados en su isla de novedoso e inalcanzable estatus –eso dicen, o cuando menos lo piensan.
En fin, el café es una bebida, un aliciente, un aliado, un pedazo de aquello que bien se puede considerar como un vicio sano –si es que esta categoría existe; la compañía, el abrazo y la querencia vienen en el mismo paquete.
(Se preguntaba Guillermo García Oropeza en un artículo publicado hace años, ¿por qué le llaman a la taza de café negro café americano, si ni nació en ese país y ni los estadounidenses lo frecuentan?)
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sv alteza -