Lo de cada año
Guadalajara se reviste hacia fines de año por la Feria del Libro que, según se anuncia por aquí y por allá, es la segunda más importante en el mundo de habla hispana.
El asunto con los grandes eventos, como la FIL, es que es tanta la parafernalia y los juegos pirotécnicos lanzados al aire por los medios, que poca atención se presta a sus objetivos primarios. En este caso, y salvo la mejor opinión de los posibles lectores, el de la FIL tendría que ser la promoción de la lectura –quizá en lo utópico, porque aquí el asunto es vender libros; aunque ¿para qué han de comprarse esos volúmenes si no es para leerse?
Sí, la lectura debería ser el eje de esta «fiesta de los libros», como la anuncian las mantas y espectaculares que hay por toda la ciudad. Pero, siendo realistas, la promoción de la lectura es un tópico que poco o nada atienden las grandes editoriales que se hacen presentes –cosa que se vuelve cuestionante, pues ¿si no van tras nuevos lectores cómo es que piensan vender libros?– y ni los organizadores –léase Universidad de Guadalajara– contemplan, salvo alguna actividad a la que dedican algunas baterías de las muchas que ponen en juego.
En otro orden de cosas, en los pasillos de la feria no pueden faltar esos especímenes culturosos –de los que abundan en esta ciudad, por cierto– que llevan bolsas y más bolsas de libros, con su aire de suficiencia y su postura de creerse la última chela del estadio; tratando de esquivar a los escolares que van, hay que decirlo, acarreados, edecanes que bien podrían conjuntar un ejército con uniforme variopinto pero sexy siempre, y todas esas huestes de amas de casa, empleados, y algún que otro despistado que es arrastrado o por la novia o por el novio, o por motivos qué vaya cada uno a imaginar –aunque, por otro lado, da gusto ver qué la gente se interesa por una feria como ésta.
Estos culturosos infectan la «fiesta de los libros», manchan sus páginas, afean sus portadas y saturan los stands como si asistieran al reparto de algún bien por todos codiciado, y van por la vida pregonando que compraron a tal o cual autor, la novela de moda, la que más se vende en Europa, la del premio que reparte unos cuantos miles de pesos, el libro de cabecera del maestro, el volumen de superación que ha superado al anterior gurú, aquél que presume los 10 pasos para ser un hombre de negocios exitoso o la amante perfecta o el hombre más deseado, entre otros tantos títulos dignos de marquesinas sesenteras y mantas arrastradas por la cola de un avión surcando los aires –de la que se desprende otra variante en cuanto al ejercicio de la lectura, pero que trataré otro día.
No digo que una feria del libro sea mala o del todo desechable, porque es importante decirle a todos que los libros ahí están, pero que sobre todo hay que leerlos –pues se sabe de algunos que los compran para llenar libreros que dan buena vista a la sala. El asunto es que creo que una feria como ésta –que de por sí arrastra a miles de visitantes y compradores cada año–, no debería ser tan desperdiciada, sino sacarle todavía más –mucho más que los millones que se embolsan los magnates del libro– jugo del que hoy destila.
(Otra cuestión paradójica es que en la FIL los libros, invariablemente, cuestan más caros que en las librerías de la ciudad durante todo el año: ¿no es esto desquiciante y tremebundo?)
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