Peatones intrépidos
Es bien sabido –porque se ha repetido hasta el cansancio– que nuestra ciudad está hecha para automovilistas, no para peatones. Es verdad, las ciudades del futuro ya se han instalado. Y esto de la ciudad sobre ruedas lo demuestran innumerables cruceros viales en los que el peatón tiene que poner «pies en polvareda» –«más vale aquí corrió que aquí quedó»– para evitar ser atropellado, para no dejarse ver –desde el punto de vista del automovilista– como un transeúnte inconsciente, atrabancado, cuando no como un perfecto imbécil. Nosotros diríamos, más bien, teniendo consideración esa sincronía entre las luces de los semáforos, el reducido tiempo de duración y esa tensión contenida por querer meter el acelerador hasta el fondo del que espera la luz en verde, que se trata de peatones intrépidos, héroes cotidianos de una urbe asfaltada que adelanta sus tiempos y avanza en una carrera lunática. Para ello baste citar los cruceros de Isla Raza y Conchitas, Lázaro Cárdenas y Guadalupe, Périferico en su intersección con avenida Tabachines, calzada Independencia, avenida Colón –etcétera–, el embrollo en que se ha convertido lo que antes eran Los Cubos por todas las vertientes que se desprenden, y ahora últimamente la desquiciada, extrámbotica decisión de reducir el tiempo para que los transeúntes atraviesen la avenida López Mateos, –«una medida hasta cierto punto estúpida» diría un amigo–.
¿A qué nos podemos atener, al caminar por las calles, si Guanatos se ha transformado en una «Autopista del sur» latinoamericana? Al momento de encontrarse, ¿quién lleva realmente la preferencia, el peatón o el automotor? Siempre se ha pregonado que hay que ceder el paso al peatón, pero en la práctica esto no existe, y lo que es peor, la mayoría lo desconoce. De modo que si acontece algún accidente, la disputa puede dar para mucho, pues tanto hay automovilistas poco hábiles al volante o del todo brutos, como peatones –hay que decirlo en descarga del más elemental derecho a réplica– que van por la vida como caballos percherones o de calandria, mirando sólo hacia adelante sin tomar en cuenta los extremos y mucho menos los riesgos.
Si como lo vaticinó Vicente Huidobro en su multicelebrado –y a veces inentendible– poema de «Altazor», que la vida sería sólo adelantos tecnológicos y el lenguaje estaría poblado sólo de tecnicismos para dar forma a una vida autómata y mecanizada, ¿qué grado hemos alcanzado en esa escala altazoriana demente y de fierros y ruidos al por mayor?
Por otra parte, si la ciudad está hecha para disfrutarse como bien lo anotara Pessoa en su «Lisboa revisitada», hay que darnos a la tarea de rescatarla de aquellos –leáse automotores– que la han secuestrado –esto, no lo digo yo, sino que lo dicen y repiten muchos con constancia y vigor–. Aquella ciudad portuguesa que Pessoa describe da paso no sólo a la añoranza de lo que fue la urbe, sino que la proyecta como un regazo al que se vuelve para recobrar la cotidiniadad de un líquido amniótico que devuelve sólo momentos apacibles, prolongados en su exacta languidez amorosa, inmersos en su mirada de horizontes de edificios que dan paso a la luz y la buena vida, aún cuando se interactúe en un ambiente saturado de estas moles y miles de especímenes que se empeñan en torcer la convivencia citadina.
¿Podría esta ciudad dejar de lado esa careta cortazariana adecuada a estos tiempos, y convertirse en una mediana Lisboa pessoana?
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