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Vengo del corazón a mis trabajos

Día tras día

Desde el último reducto maya




Este blog ha estado de vacaciones desde el viernes pasado por muchos motivos, el principal es que me encuentro en Mérida, Yucatán, y que regresaré a Guanatos hasta mañana sábado. Mi intención primera era estar subiendo post y comentarios sobre lo que viera, conociera y comiera acá en la península yucateca, pero hasta hoy encontré un ciber en que las máquinas me han dejado hacerlo. Así que en cuanto llegue a mi Perla Tapatía me pondré a mano y escribiré sobre todo lo acontecido en esta última semana en esta ciudad en que hace un calor infernal, bueno, infernal es poco....

Por lo pronto les dejo esta bomba que escuché decirle a un descendiente maya yucateco en la playa de Puerto Progreso, ya con unos tragos encima:

Si el mundo se acabara, me voy para Mérida....

 

 

Apuntes sobre la fatalidad (1)

Apuntes sobre la fatalidad (1)

 


¿Quién está exento de la fatalidad, de la tragedia? La vida es un prolongado acto que se inserta en una obra al más puro estilo de los griegos, cuyo espíritu desolador quedaba de manifiesto en aquellas historias en que el ser humano acababa siendo un títere ante los avatares del destino.
La tragedia pudiera ser el núcleo de nuestro acontecer, pues la fatalidad aparece una y otra vez, se presenta de mil maneras y perservera no importándole el tiempo. En ocasiones intenta ocultarse tras la máscara de lo festivo, en ese reducto de tratar de parecer otra cosa; pero no son sino distintos modos que la fatalidad asume para adjudicarse la vida de alguien. El asunto es que nos hemos acostumbrado al transcurrir trágico, los hechos fatales han tomado la cotidiniadad como recipiente para instalarse entre nosotros. Además, no hay otro modo de entender nuestra historia si no es a través de la fatalidad.

Doña Panchita
Todas las mañanas –en ocasiones a mediodía–, en el barrio donde crecí, doña Panchita sacaba su mesita casi destartalada de madera, extendía un mantel tejido por ella misma y ponía los dulces para que nosotros los compráramos. Cabizbaja por la joroba que se alzaba en su espalda, doña Panchita, a sus casi cien años, no pudo evitar compartir el destino despiadado de un país que no conoce a sus habitantes: la fatalidad también puede llegar a convertirse en un modus vivendi. Un día, doña Panchita ya no salió a vender más; entonces, las amigas de mi madre vinieron a avisarle que había muerto, sola; sus ojos habían quedado abiertos. A menudo, hoy todavía, cuando paso por la acera donde ella solía estar a pesar del incómodo calor o del frío duro, puedo mirar su risa arrugada mientras la saludo.



 

Peatones intrépidos

Peatones intrépidos




Es bien sabido –porque se ha repetido hasta el cansancio– que nuestra ciudad está hecha para automovilistas, no para peatones. Es verdad, las ciudades del futuro ya se han instalado. Y esto de la ciudad sobre ruedas lo demuestran innumerables cruceros viales en los que el peatón tiene que poner «pies en polvareda» –«más vale aquí corrió que aquí quedó»– para evitar ser atropellado, para no dejarse ver –desde el punto de vista del automovilista– como un transeúnte inconsciente, atrabancado, cuando no como un perfecto imbécil. Nosotros diríamos, más bien, teniendo consideración esa sincronía entre las luces de los semáforos, el reducido tiempo de duración y esa tensión contenida por querer meter el acelerador hasta el fondo del que espera la luz en verde, que se trata de peatones intrépidos, héroes cotidianos de una urbe asfaltada que adelanta sus tiempos y avanza en una carrera lunática. Para ello baste citar los cruceros de Isla Raza y Conchitas, Lázaro Cárdenas y Guadalupe, Périferico en su intersección con avenida Tabachines, calzada Independencia, avenida Colón –etcétera–, el embrollo en que se ha convertido lo que antes eran Los Cubos por todas las vertientes que se desprenden, y ahora últimamente la desquiciada, extrámbotica decisión de reducir el tiempo para que los transeúntes atraviesen la avenida López Mateos, –«una medida hasta cierto punto estúpida» diría un amigo–.


¿A qué nos podemos atener, al caminar por las calles, si Guanatos se ha transformado en una «Autopista del sur» latinoamericana? Al momento de encontrarse, ¿quién lleva realmente la preferencia, el peatón o el automotor? Siempre se ha pregonado que hay que ceder el paso al peatón, pero en la práctica esto no existe, y lo que es peor, la mayoría lo desconoce. De modo que si acontece algún accidente, la disputa puede dar para mucho, pues tanto hay automovilistas poco hábiles al volante o del todo brutos, como peatones –hay que decirlo en descarga del más elemental derecho a réplica– que van por la vida como caballos percherones o de calandria, mirando sólo hacia adelante sin tomar en cuenta los extremos y mucho menos los riesgos.


Si como lo vaticinó Vicente Huidobro en su multicelebrado –y a veces inentendible– poema de «Altazor», que la vida sería sólo adelantos tecnológicos y el lenguaje estaría poblado sólo de tecnicismos para dar forma a una vida autómata y mecanizada, ¿qué grado hemos alcanzado en esa escala altazoriana demente y de fierros y ruidos al por mayor?


Por otra parte, si la ciudad está hecha para disfrutarse como bien lo anotara Pessoa en su «Lisboa revisitada», hay que darnos a la tarea de rescatarla de aquellos –leáse automotores– que la han secuestrado –esto, no lo digo yo, sino que lo dicen y repiten muchos con constancia y vigor–. Aquella ciudad portuguesa que Pessoa describe da paso no sólo a la añoranza de lo que fue la urbe, sino que la proyecta como un regazo al que se vuelve para recobrar la cotidiniadad de un líquido amniótico que devuelve sólo momentos apacibles, prolongados en su exacta languidez amorosa, inmersos en su mirada de horizontes de edificios que dan paso a la luz y la buena vida, aún cuando se interactúe en un ambiente saturado de estas moles y miles de especímenes que se empeñan en torcer la convivencia citadina.

¿Podría esta ciudad dejar de lado esa careta cortazariana adecuada a estos tiempos, y convertirse en una mediana Lisboa pessoana?

 

Horario meticuloso

Horario meticuloso

 


Ayer tenía trabajo que hacer en casa. Así que llegué temprano, más o menos temprano, después de una junta insufrible, infumable, inservible –tres horas tiradas al caño.
De modo que nada más llegué me senté en el sillón a descansar y estirar los pies –acuso cansancio atrasado por una continua investigación de fines de semana.
Ahí me quedé por casi una hora.
Por fin me levanté, me metí a bañar –el agua fría fue lo mejor; salí, encendí el televisor, destapé una cerveza, luego otra.… comí pistaches, papas al jalapeño, vi un juego entre River y Botafogo –que me emocionó por su inesperado desenlace; después puse una película en el DVD que acabó adormilándome.
La tarde se fue sin sentirla, la noche vino casi en seguida; la nítida luna que entraba por el ventanal del estudio se adelantó a octubre.
Y no trabajé…
Me fui a domir.

 

Aulaguna

Aulaguna




Antier cayó un chubasco en la ciudad.
A esas horas estaba en la escuela, en una clase de literatura hispanoamericana.
La voz siempre chillante del maestro contrastaba con la lluvia de afuera.
Por momentos me concentré más en el agua que en el tema de las vanguardias de las que hablaba este personaje –de esos infumables, como los llama José–.
Hubo un instante en que quise estar bajo esa lluvia, a mitad del jardín de los filósofos fumadores de hierba: mirar de cara al cielo y abrir la boca.
Vi a través de las ventanillas a algunos que corrían por los pasillos; tras de eso se escuchó un golpe seco y en seguida carcajadas: alguien resbaló y fue a dar al suelo.
En esas estaba cuando recordé una canción cuyo ritmo imité con mis pies: en el primer contacto salpiqué ¡agua!: se había filtrado por un resquicio y el salón era ya una laguna donde las bancas y el escritorio flotaban sin más remos que nuestros brazos.
La lluvia, al fin, y a su modo, me alcanzó, y eso bastó para dejar por un momento aquella clase de literatura.
¡Uff!, el agua que viene a salvarnos también, como el amor según Aute –él dice que «hay algunos que dicen»–, es producto de un milagro.

 (Este comentario pretendía subirlo ayer, pero por cuestiones cibernéticas no me fue posible. Más tarde agrego el que ya había ideado para hoy)

 

De homo sapiens a homo videns

De homo sapiens a homo videns




De homo sapiens, los hombres nos hemos convertido en homo videns –término acuñado por el teórico italiano Giovanni Sartori–. Hoy la imagen es lo que cuenta, es la punta del conocimiento, casi el todo a partir del cual ha de entenderse lo venidero, sea cual sea la situación. Si lo que se expone se acompaña de una imagen, llegará más hondo, calará en mayor número de personas. Incluso, esa frase «lo vi en la tele» –por valerme de un ejemplo entre cientos– utilizada para validar lo que se comenta ante un amigo o en franca charla con compañeros de trabajo o escuela, se ha vuelto un lugar común. Lo que se ve es lo que cuenta; la validez está dada por la imagen, ya no por la lectura, ya no por lo que se lee y deduce a partir de eso –y no se trata aquí de desacreditar la imagen que, por otro lado, tiene sus beneficios.


La lectura es hoy una afición devaluada, un hábito olvidado por la mayoría. Si se viaja en tren o en camión y se va leyendo, los demás pasajeros lo miran a uno con una especie de extrañeza, que se acaba pensando si los aficionados a los libros somos seres de otro planeta. Leer –recurriendo a un lugar común y devaluado– no está de moda. Nunca ha estado de moda. Y si, por descuido, algún día lo estuvo, pasó con más pena que gloria por esos anales de lo vigente. La lectura es un mal endémico, un virus que se busca erradicarlo por todos los medios. Algunos han vaticinado que los libros algún día serán objetos de culto, que serán sustituidos por aparatos electrónicos en los que ya no será necesario leer página tras página, renglón tras reglón, palabra por palabra; sino que el mensaje ha de ser descodificado por un circuito y transmitido en su totalidad al cerebro por medio de descargas. ¿Se trata esto de una visión Kubrickiana? En ese sentido yo preferiría una visión Kusturiquiana, de alegoría festiva sobre lo que cada quien cree.


La lectura es, sobre todo, un acto imaginativo. Mucho se ha dicho que en nuestro país somos minoría los que leemos, los que todavía acudimos a las librerías en busca de algún título que nos ayude a llenar las horas de los días. Se sabe que la mayoría prefiere y cultiva otras aficiones, y que sólo leen, entran a una biblioteca o a una librería por cumplir una tarea, por obligación, por disposición de sus padres. Se excusa, para no leer, lo rápido de los tiempos: no hay tiempo para pensar, para armar pieza por pieza lo que se recibe, sino que el mensaje o conocimiento ha de venir bajo una sola envoltura, todo tiene que venir ya dado, es decir, sin necesidad de interpretaciones ni de poner en juego otras habilidades. Es por ello que se prefiere la imagen, porque simplifica lo elucubrado, lo complicado. Pero se olvida que en ese proceso de saber, de desentrañar lo que se lee –incluso lo que se ve–, hay un placer oculto, una aventura imposible de definir.

«Lo que se sabe es porque se ha leído»
(No recuerdo exactamente las palabras de don Quijote, pero esta frase resume aquella idea).

 

Una disputa de palabras

Una disputa de palabras




Las noticias de que mi hermana menor está embarazada y la novia del hermano de la Chica Azul y una estimada amiga que radica en Estados Unidos, casi llegaron al mismo tiempo. Y entonces, como en todos lados, sobrevino el debate sobre si sería niña o niño, en las que hay verdaderas querencias o sólo deseos como si más. Ya se sabe que en este país, la mayoría de los hombres optan por tener un hombrecito, un macho, para verse calcados en ellos. Incluso hubo un tiempo en que los papás renegaban cuando nacía una mujer, dando al traste con sus planes.


Volviendo a los tres embarazos, contra toda opinión y «señales» que las mujeres saben interpretar respecto a cuál será el sexo del pequeño, yo afirmé, desde tiempo antes de que a través de un eco se determinara qué serían, que los tres iban a ser niños. Y no fue por esa vanagloria de que yo sea hombre. La cuestión fue que, sin saberlo, había emprendido una lucha de todos contra uno, casi.


Las familias involucradas, los padres mismos involucrados, se solazaban diciendo que serían niñas. Incluso, la hermana mayor de la Chica Azul compró ropa para niña antes de saber si realmente sería mujer. El asunto es que las pruebas de eco han venido a medio confirmar mi aventurada opinión: dos bebés serán niños (los de aquí) y una niña, la de la amiga que vive en el extranjero.


Aún finiquitada la cuestión por las pruebas médicas, las mujeres, mostrando una actitud de empecinamiento, han dicho que ha habido pruebas que fallan; es decir, determinan el tipo de sexo, pero el nacimiento devela que era el contrario. En fin, he pensado yo, aferradas y malas perdedoras.


Al fin, y estas palabras sabias dieron cerrojazo final a esta polémica, alguien dijo que lo mejor es que el bebé nazca bien, con buena salud, fuerte. En esto he estado de acuerdo.


Esto lo comento porque hoy, en El País, se publicó una noticia que me dejó impresionado: a una mujer china le han detectado 30 agujas adentro de su cuerpo. Ella y su madre desconocían esto. Ha trascendido que sus abuelos, que querían un nieto varón y no una mujercita, intentaron asesinarla cuando apenas era una niña. La mujer ha vivido con las agujas dentro por casi 30 años. Incluso, uno de estos alfileres está incrustado en una región del cerebro donde sólo pudo ser introducido cuando los huesos estaban todavía blandos. ¡Qué abominable!


Las disputas sobre poder concebir un niño o niña, como toda disputa cuyo resultado está lejos de solucionarse por vía humana, deberían ser sólo eso, una discusión de palabras y nada más.




Una de dos

Una de dos

 


Aquella mujer, la del súper –ayer mismo–, no era ni la sombra de lo que fue aquella en los pasillos y salones de la facultad hace algún tiempo.

La de ayer era una mujer endeble –más allá de su físico–, devastada, de cuyo semblante se han adueñado los desvelos y la fatiga que deja el cariño que se ha ido.
La de la escuela era una mujer que despedía vitalidad, que en cada clase nos daba más que una lección literaria: transmitía con llaneza su apego a la literatura, su más ferviente arraigo a la vida a través de lo escrito.
La del súper era una mujer que ha pasado, de puntillas y descalza, por sobre los alfileres del desconcierto, de la angustia que la ha acompañado en los últimos tiempos.
La de la facultad era una mujer cuya voz atemperada nos conducía por los vericuetos dulcísimos de la poesía y la narrativa de autores europeos, sobre todo, y siempre con pasión, con una querencia desmedida.
La que andaba ayer de compras era una mujer que, desorientada, no ha sabido hallar la única salida del laberinto de la tristeza: da una y otra vez con pasillos cerrados, con muros que apenas la ven se le echan encima.
La del salón de clases era una mujer que apuraba las palabras de sus alumnos en una sola dirección: la única forma de disfrutar la literatura es dejar que ésta hable, no que quien lea se dedique sólo a eso, a leer.
La de ayer era una mujer quebrada: sus adentros son ahora su capa, lo lamentable es que esos adentros están deshechos.
La de la facultad era una mujer siempre sincera y siempre sonrisa, y ella será la que prevalezca aún por encima de aquella que hoy camina como un fantasma revestido de nostalgia…

«Yo no le canto a la luna, porque alumbra nada más, le canto porque ella sabe, de mi largo caminar…»
Mercedes Sosa, «Luca tucumana»

 

La vuelta atrás

La vuelta atrás



A menudo me pasa que no quiero decir algo, y acabo diciéndolo. Pero no culmina ahí la cosa. Resulta que eso que dije implica consecuencias que algunas veces se me escapan de las manos –así como la palabra que no quería decir.

Si el asunto tuviera ahí su conclusión, no habría, no por decir lo menos, mayor problema que resolver. Pero tras lo dicho es difícil la vuelta atrás, retornar sobre los mismos pasos o simplemente sacarle la vuelta, no siempre es sencillo –y más teniendo en consideración que me cuesta trabajo pedir disculpas.

Aquí cabría otra consideración: ¿hasta qué punto uno puede volver a atrapar todas las palabras que dice?, ¿es posible desdecirse y que la cosa no pase a mayores? Me temo que la respuesta para estas dos preguntas se resume en una sola: lo que se dice cumple su cometido y éste no puede deshacerse.

Hace días le dije a la Chica Azul una frase que, en primera instancia, la pronuncié seguro de que estaba haciendo una broma. La reacción de ella me hizo comprender que ese tipo de cosas no pueden ser bromas, sino sólo actitudes o pronunciamientos de mal gusto.

La vuelta atrás me fue muy difícil, sobre todo porque en ese proceso me percaté de que me había equivocado –por esa común creencia de que todos piensan como uno–, y eso acabó por enojarme.

Las palabras son como espadas, lo dijo alguna vez alguien; pero lo importante quizás no es eso, sino que, como toda espada, está destinada a rasgar cualquier objeto, incluso cuerpos humanos. La vuelta atrás, de algún modo, remienda esa rasgadura.

 

Aguas turbias y quietas

Aguas turbias y quietas




La tarde-noche de ayer transcurrió en soliloquios: sobresalió el de la lluvia pertinaz y las miradas que de vez en cuando yo echaba por la ventana.

«Cuando mueres por alguien, y su pecho deja de latir, no se olvida por un instante los momentos que pasaron juntos…»

En la computadora me saltaba de las manos Mayahuel, una mujer dolorosamente dolida que acabó hecha pedazos por el ataque de una horda de astros enfurecidos.

Dos Leones acabaron vacías, no obstante el ambiente frío que se desplazó sin miramientos durante toda la tarde y más allá del territorio de la noche.

El Macho profundo acabó bocabajeado en la mesa del comedor, quedando a deber la descripción de la escena en tantas páginas cacareada.

«Go west» de Pet Shop Boys. Y aquellos días en que Depeche Mode nos abría paso a todo lugar al que íbamos.

El primer bonzo mexicano de la poesía me atrapó cuando iba en el 50-B, que jugaba carreritas con otro sobre Federalismo queriendo ambos ganarle el paso al tren eléctrico.

El profe hablaba sobre la primera vez que se utilizó el término sociolinguística mientras en el pasillo de la facultad un niño era perseguido por su papá; nunca lo alcanzó.

«¿Qué hace Yuri ahí?», fue la pregunta. «Ésa me gusta», fue la respuesta. Esto bien cabe en aquello de los placeres culposos, pero en los extremadamente culposos.

El Espigadito llamó al celular. Hablamos un buen rato sobre el fucho –como él le dice al futbol–, también sobre los días idos y las cosas que se pueden hacer en los días por venir.

El Coyul, mientras tanto, al tiempo que atendía su clase de ética y legislación de medios, dejó deslizar que si la chaparra le aguanta el genio se amarran el próximo año.

La jornada acabó viendo los pininos de una falsificadora profesional: el esmero y la terquedad quizás tengan pronto mayores beneficios.

La tarde-noche de ayer transcurrió sin más soliloquios que el de la lluvia y su intermitencia…

 






Malos olores

Malos olores




El tema de los malos olores es algo que no se acaba nunca, pues de estas aromáticas manifestaciones podemos encontrar en numerosos lugares. A saber: en el transporte urbano –el sitio más común–, lugares públicos como restaurantes, cines, pasillos comerciales, terminales de cualquier tipo de transporte, mercados, tianguis, y un sinnúmero de lugares imaginables e inimaginables.


Ahora, estos malos olores pueden ser producto de otras tantas variantes: agua estancada, desechos propios del ser humano vertidos en lugares impropios, comida echada a perder o contaminada, animales muertos dejados a su suerte, flores o plantas pisoteadas, etcétera.
A propósito de esto, ¿a quién no le ha pasado, al viajar en camión, que un olor no muy agradable –algunos de dudosa procedencia– flota en el ambiente?


Éstos, a su vez, también pueden tener su origen en amplias posibilidades: que la unidad de transporte no haya sido aseada en mucho tiempo –algo muy común–, algún viento que se cuela por la ventanilla abierta al pasar por un canal o fábricas que despiden fétidos aires, o en los mismos usuarios que, a su vez, también pueden ser producto de otras tantas variantes: falta de baño, falta de higiene bucal o nada de ungüentos bajo las axilas, la presencia de algún borracho o vagabundo, pies con profundo aroma nauseabundo, o que –perdonéseme lo siguiente– alguien se haya aventado un flato, un pedo, un pum, una pluma, o como se dice vulgarmente, un eructo por el trasero. Cosa, por otro lado, también bastante común.


A este respecto, recuerdo la anécdota de un amigo común del Chato y un servidor, que sabía leer las cartas pero temía morir víctima de sus propios vaticinios, de quien ni siquiera ya recuerdo el nombre. El asunto sucedió así: Él viaja en un minibús, junto a la puerta trasera; el camión iba atascado –como decimos acá en Guanatos– y como llovía, ventanillas y puertas iban cerradas herméticamente. En eso, alguien se echó un pedo tan oloroso, «tan putrefactamente oloroso» –así lo dijo nuestro chompa–, que él, a quien todavía le faltaban algunas 20 ó 30 cuadras para llegar a su destino, tuvo que echar mano del ingenio para sacar aquel aroma de la unidad: se dedicó por algunos minutos a aspirar fuertemente el pedo y abría la ventanilla para echarlo fuera. Es decir, él se lo «tragó» todo.

«Veamos. Un pedo es una emanación de gases, generalmente malolientes y cuyo sonido o voz, por hábito discorda en toda formal situación; como opinión no pedida podría también caracterizarse al susodicho cuesco»

«Sobre el pedo. Vicisitudes e implicaciones»
Ignacio Betancourt, Ajuste de cuentos



El domingo pasado, en el Sacamecate

El domingo pasado, en el Sacamecate




En las primeras horas del día, el agave, con el rocío, semeja una criatura salida de las mismas entrañas de Mayahuel, la mujer endiosada de la región tequilera, símbolo de la fecundidad de la tierra, que al convertirse en maguey brindó a los mexicas los dones necesarios para sobrevivir porque también es madre de los cuatrocientos conejos, los cuatrocientos dioses de la embriaguez. Mayahuel deriva del mayahual –centro del maguey cercado por las pencas entrelazadas y se refiere a los brazos que florecen–.


Antes, entre las tres y las cuatro de la mañana se sucede una cadena de sonidos en las plantaciones de agave; se trata de un ruido semejante al de las palomitas cuando revientan en el horno de microondas: son las plantas de agave, de las que brotan nuevas pencas, que luego han de formar sus «hijuelos». Una sinfonía natural de arpegios al aire.


Del agave, por si cae por aquí algún lector ajeno a estas tierras, sale el «vino mezcal de tequila», como lo llamaron los primeros que lo produjeron en los primeros años del s. xix; el tequila, esa agua de miel destinada a los dioses que salpica de rocío y enciende las entrañas.

 

«Quiero 500»

«Quiero 500»




Se escucharon unos fuertes toquidos. La sobremesa se vio, por un instante, interrumpida. Don David la reanudó diciendo que para curársela había una receta infalible: «Antes de las once no hay que tomar nada; a las doce, hay que tomar una, y la una empinarse doce». Los toquidos de nuevo irrumpieron en el pasillo y se montaron sobre las carcajadas producto del chascarrillo de don David. Alguien entraba arrastrando los pies. Apareció una mujer de edad avanzada, sólo dos dientes le sobrevivían pendiendo apenas en su boca, llevaba un vestido azul de una pieza, floreado, viejo; la tela era ligera. Llevaba una pañoleta negra y un botecito en la mano; la mujer decía: «500», «quiero 500», «con 500 nada más».


Don David le ordenó a Israel que la atendiera y a la mujer que se retirara, que en un momento su hijo le llevaría lo que quería. La mujer no se movía. Seguía allí, a escaso metro y medio de la mesa donde habíamos estado charlando hacía más de dos horas en aquella cálida casa de Amatitán. Su voz era cascada, dura, que seguía tintineando instantes después de que guardaba silencio. «Quiero 500», «sólo de a 500», volvió a decir antes de hacerle caso a don David de retirarse a la puerta.


Al verla irse, de espaldas, me recordó a doña Panchita, aquella centenaria mujer que vendía dulces en la acera de enfrente de mi casa; ella hacía unos virotitos de canela sabrosísimos, dulces que siempre llegaba yo buscando en cuanto volvía de la escuela. Aunque la mujer no siempre los elaboraba, todos los días los buscábamos con desesperación. Doña Panchita murió hace algunos años, y aquella acera a partir de ahí lució terriblemente sola, abandonada, aparecía ante nuestros ojos como una parte extraña de la cuadra.


Israel salió donde la mujer y le entregó cuatro de «a 500», cuatro monedas amarillosas de 50 centavos, que la mujer echó en su bote y siguió su camino. «Todos los días viene», dijo don David, y se va contenta siempre.


Sí, así como los niños que atesoran como un gran tesoro dos o tres monedas de ínfimo valor. O como Quique, sobrino de la Chica Azul, que dice que tiene 3 pesos (3 por el ser el número de monedas) aunque tenga 5 (dos de a 2 y una de a peso) o 1.50 (3 de a 50 centavos); él tiene 3 pesos y no hay quien lo saque de ahí.

 

 

Ayer, en un café

Ayer, en un café




Por encima del periódico, su mirada invariablemente se perdía en un rincón. Unos cuantos pasos más allá, de una esquina descendía aquel jazz melancólico a ratos y relampagueante en otros movimientos.

Sus largas piernas, que terminaban en sandalias con adornos de colores pardos, se cruzaban y descruzaban cada cierto tiempo; y la mirada se sumergía y emergía mientras tanto.

La lluvia parecía un espectáculo sordo más allá de los gruesos cristales de la cafetería en aquel momento atestada de conversaciones y pies diligentes en busca de mesa.

La mujer, no rubia a fuerzas ni tampoco morena quedito, desde su atalaya, llevaba su pelo de un lado a otro, y su rostro por momentos, con la luz directa de las lámparas y matizada por aquel oleaje gris que se colaba de la calle, adquiría un semblante taciturno, apagado.

En un descuido el periódico se le fue de las manos y éstas tropezaron con el café; apurada, antes dio un rápido vistazo alrededor, recogió el pliego y enderezó el vaso térmico que no derramó el líquido.

Una vez más clavó sus ojos en aquel rincón; parecía seguir la música y extraviar la lectura, aunque también parecía esperar algo. Toda ella se dirigía a una concentrada erupción.

Al poco rato, mientras ella fingía leer, del rincón donde dejaba sus ojos salió un tipo que ni la miró ni se detuvo en su mesa, iba del brazo de una morena que sí le dedicó un desdén monumental, pero aquél ni pareció notarlo.

Segundos después la mujer largó el periódico y apuró su café; abandonó el lugar cuando el último solo de jazz se dispersaba por encima de las cabezas y salía a la lluvia cuando ella abrió la puerta.

La miré irse por la misma dirección que había tomado la pareja. Volví a mi lectura y le pedí a una de las dependientas que retrocediera la última pieza del disco que recién terminaba…

 

¡No hagas ruido...!

¡No hagas ruido...!

 

«Nadie está libre de decir necedades; el mal consiste en decirlas con pompa… Esto no va conmigo, que digo mis tonterías tan neciamente como las pienso»
Michel de Montaigne, Ensayos III

 

El ruido se ha convertido en una forma de agresión. Mucho se ha hablado de la contaminación auditiva, sobre todo lo referente a ruidos provenientes de automotores, fábricas, centros de diversión que cierran sus puertas a altas horas de la noche, etcétera; incluso, en tiempos recientes, a los ruidos que provocan las fiestas patronales de los templos: juegos mecánicos y pirotécnicos, principalmente los cohetes que lanzan al cielo en horas muy tempranas y cada cierto tiempo, como si de un bombardeo dosificado se tratase, cuyo objetivo es acabar con el sueño y el descanso.

Hay que reconocer que el ruido es un ingrediente más de la convivencia moderna, del trabajo y el trato entre nuestros semejantes. Es casi imposible pretender, a estas alturas, vivir sin ruido en una ciudad como la nuestra. El asunto se agudiza si consideramos, entonces, que el ruido nos es indispensable en algunas cuestiones más terrenales que de otra índole. ¿Se podría regular el ruido, así como se hace con el agua o la energía eléctrica? ¿Es el ruido una energía conducente? ¡Carajo! Me temo que no. Pero sí se podría asumir una actitud de respeto hacia las opciones de todos. Y en Europa, por ejemplo, ya se prepara una Ley del Silencio.

Mi confrontación con el ruido a últimas fechas se ha encarnizado por cuestiones vecinales: la calle es un espacio, sin dudarlo, en el que se puede transitar a cualquier hora que a uno le plazca, ¡pero que los niños y los adultos platiquen a voz en cuello pasada la medianoche y entre semana me parece una actitud poco menos que considerada! Más de una vez he pensado que esos chamacos son niños huérfanos, que han tramado impedir a toda costa que aquel que se acuesta pretendiendo descansar porque al siguiente día hay que ir con toda la disposición al trabajo, acabe revolviéndose entre las sábanas peleando contra los fantasmas de la duermevela y el insomnio. (Maldita sea, si hasta el zancudo más sigiloso se une a ese ejército de “nodejesdormiranadie”)

Y si a esto le sumamos que los vecinos de al lado –que recién se han mudado– son empedernidos fiesteros, amantes del borlote y la música a todo volumen, con tragos de alcohol empinados con embudo y fieles fanáticos del karaoke con berridos y vomitadas incluidas, la cuestión se ha vuelto francamente intolerable: sus fiestas acaban a las cinco de la madrugada casi cada semana. Y aquí, lo creo ferréamente, no se trata de discutir si uno vive amargado o no, sino de tener la mínima disposición para acabar la fiesta a una hora moderada, tipo una o dos de la mañana, y más si se considera que el argüende comienza pasadas las seis de la tarde anterior. ¡Carajo!

Ahora, la cuestión es discernir si se habla con ellos –toda la cuadra casi– o si de plano uno se limita a levantar el teléfono y pedir una patrulla que imponga el orden. ¿Hasta dónde se puede proponer una convivencia vecinal cuando nuestros semejantes se empeñan en levantar una barrera que impide cualquier atisbo de conversación o trato cordial? Lo dicho: el ruido, con estas características y otras más, se ha vuelto una forma de agresión.

 

Una década

Una década

 

Hoy, mi padre cumple diez años de haber muerto, tras un accidente automovilístico.

El hombre –Vicente– que describe Jesús Gardea en la novela «El sol que estás mirando», se parece en demasía a como era mi padre, sobre todo en su proceder para con su hijo David; es por ello que quise anotar este inicio de un capítulo de la novela. Vayan estas palabras como un recuerdo para él.

«Mi padre me llamó con un grito. No quise ir solo. Mi hermana y yo estábamos jugando y le pedí que me acompañara. En el camino me detuve para echarme unas piedritas a la boca. Los otros niños decían que eso daba buena suerte. Mi hermana me imitó.
—Tú no tienes necesidad, Fernanda –le dije.
—Sí. Así te ayudo.
Cuando llegamos donde se encontraba mi padre, Fernanda corrió luego a ponerse a su lado. Desde allí me lanzó una mirada triste, de compasión.
—Nada de lloriqueos –me advirtió mi padre.
Con él estaban los dos hombres que se habían pasado la mañana y parte de la tarde escarbando en el patio en busca de varias fugas de agua en la tubería. Uno de ellos fumaba sentado sobre un montón de tierra húmeda. El otro, cerca de mi padre, se examinaba, aparentemente desentendido, la palma de una mano. El que fumaba se parecía mucho a Leandro, el amigo de la casa.
Todavía estaba el sol alto en el cielo. La cabeza rubia de Fernanda ardía como un fuego manso. Miré hacia la bodega. Pensé en mi madre y deseé que entonces apareciera. El hueco que sentía en el estómago me iba creciendo. Mi padre tenía muy mala cara.
—¿Tú hiciste esto? –tronó por fin.
No supe qué contestar. Estaba solo, alejado de todos. Los poderes de mi padre me habían oscurecido.
—¡Responde!
Entonces vi lo que traía en la mano.
—Sí –dije, pero con una boca que no era la mía, sino la del miedo.
—¿Por qué? –volvió a tronar. Luego, se dirigió al hombre que tenía más cerca, el de la palma abierta, y le dijo.
—A ver, maestro Bastida, tráigame por favor el resto.
El hombre se dio media vuelta y fue y trajo un envoltorio de papel periódico no supe de dónde.
—Póngalos en el suelo –le dijo mi padre.
—Sí, don Vicente.
—¿Cómo cuántos serán, maestro?
—Quince, sin contar el que usted tiene.
—¡Quince!
—Dieciséis, don Vicente.
Yo ya no le veía la cara a mi padre, pero sí a mi hermana, que chupaba afanosamente las piedritas.
—¿Cuándo fue? –me preguntó mi padre.
—No me acuerdo.
Mi padre avanzó un poco hacia mí. Tenía unos pies grandes. Casi siempre traía arrastrando la valenciana de los pantalones y se la mordía al caminar. Esa tarde sus zapatos estaban manchados de lodo en la punta.
—Levanta la cara –me dijo– y óime bien.
Fernanda entonces regresó a mi lado. Se colocó entre mi padre y yo.
—Esos soldaditos a los que les arrancaste la cabeza y enterraste…»

Jesús Gardea, «El sol que estás mirando», fragmento

(Otro día ahondaré en la obra de Gardea).

 

Se ha ido una

Se ha ido una




El domingo, que transcurrió bajo un sol extendido como un ancho mar, tras una agonía en que me vi impedido a actuar, murió una de las nenas. Por exceso de agua, dijo la Chica Azul. Y yo agrego que, paradójicamente respecto a ese día, le hizo falta luz.

Lo que ahonda en tristeza esta situación es que esa nena había sido un regalo de unos amigos muy queridos: ¿con qué cara habré de decirles, simple y llanamente, que murió?

Por otra parte, inevitablemente traje a la memoria aquella pata de elefante que se secó en el departamento de la Consti-rock, y la planta extraña de la que nunca supimos su nombre.

Con todo, sobreviven todavía cinco nenas más, radiantes y abiertas como la mariposa que se detiene un instante y se prolonga en el espacio.

 

 

Ni mechones ni peluqueros

Ni mechones ni peluqueros

 

Es verdad, me estoy quedando calvo. Un calvo prematuro. Quién lo dijera. Y me niego a llegar a verme como esas personas mayores –porque no lo soy– a las que les brilla el centro de la cabeza todo el tiempo, y no precisamente por sus ideas. Hace algunos años me di el lujo de llevar el cabello largo, un poco más abajo de los hombros. Hoy, sólo unos cuantos cabellos sobreviven al paso del tiempo. Es herencia familiar esto de la calvicie, aunque mi padre no llegó a serlo así totalmente. Con todo, creo que en mí se agudizó el asunto, porque a mis tres hermanos mayores no se les cae el cabello como a mí. A mis entradas, ya les dicen salidas, y aquella frase chistosa que Delgadillo pronunciara en el concierto de Febrero 13, también me acomoda: «…para alguien que tenga tres dedos de frente… Yo tengo más».

De mis hermanos, el más grande siempre se ha peinado, desde que recuerdo, del mismo modo; el que le sigue, lleva una gorra todo el tiempo, para cubrir sus marcadas entradas, y del que yo sigo sí se puede hablar de entradas bastante pronunciadas, pero su cabello es tupido y ensortijado, parece una madeja enredada con desgana.

A propósito de peinados, recuerdo que Daniel, siendo más chico, decía: «Mi papá se peina de puentito», y todos nos carcajeábamos. No sé si algún día llegue a olvidar aquella imagen que todavía hoy me causa extrañeza: mi padre tenía un modo muy peculiar para peinarse. Los cuates del barrio, lo recuerdo bien, decían que ése era «un peinado de tres picos». En realidad, nunca pude seguir la trayectoria de su pelo: la raíz aparecía por un lado pero nunca su final. Era como una enredadera. Al levantarse, siempre temprano, antes que el sol, lo primero que hacía era peinarse: frente al espejo del baño exprimía sobre su cabeza un limón y luego lo arrojaba al piso. Sacaba su peine de su bolsa trasera y comenza ese proceso que se me sigue antojando difícil: de un extremo a otro de su cabeza delineaba su cabello, y entre estas líneas se elevaban tres picos, uno al centro, más elevado, y otros dos en los costados, mucho más pequeños.

¿Dónde aprendió a peinarse así? No he visto jamás algo parecido en esos catálogos que pueden hojearse en las estéticas o peluquerías mientras espera uno su turno. ¿Habrá visto ese peinado en algún otro lugar, en alguna otra cabeza? O ¿fue una invención suya? De ser así, podría hablarse de un innovador real, que, huelga decirlo, hoy no hay quien siga esa moda, no hay discípulos que prolonguen su concepto de comodidad. Quizá esa estética suya era producto solamente de la cantidad de pelo que tenía. Él no usó jamás sombrero ni gorra, todos los días su peinado estaba ahí, intacto, desafiante ante vientos y lluvias.

Al final del día, algunos cabellos rebeldes se desprendían del yugo limonesco y semejaban resortes recién disparados de un colchón viejo: adquiría un aire de científico loco, pues no trataba nunca de alisarlos, y alguna vez le escuché decir que uno debía peinarse una sola vez al día. En el fondo, en aquel peinado suyo había algo de inventiva, de rebeldía ante lo común, de trabajo bien hecho.

Si me llega el momento de una calvicie casi total –unos cuantos cabellos dispersos nada más–, he dedicido que nada de sombreros, gorras, pañuelos y mucho menos peluquines, optaré por raparme o rasurarme el cráneo.

Maquilando cultura

Maquilando cultura

 

En estos tiempos en los que casi ya todo tiene un precio, no resulta sorprendente, aunque sí arriesgado, que también a la cultura se le convierta en un objeto vendible. Hace algunos años, la Organización Mundial del Comercio (OMC) recomendó a los países tercermundistas que poseen riqueza cultural y gran cantidad de recursos naturales, que «les pongan precio», a fin de que la generación de divisas producto de estos rubros, los puedan sacar, en un futuro, del subdesarrollo.


En México, es bien sabido, contamos con una amplia gama de recursos turísticos y culturales, tales como ciudades y pueblos enteros con tesoros arquitectónicos, expresiones y monumentos históricos; numerosas comunidades indígenas con lengua natural y expresiones particulares, peculiares modos de vivir y producir para la supervivencia; pueblos que son depositarios de leyendas, rituales propios y costumbres ancestrales; fiestas patronales y herencias gastronómicas muy antiguas. De tal modo que organizar tal cantidad de «objetos culturales» en un catálogo, para ponerlos al alcance del mejor postor, resultaría una tarea titánica y descabellada, porque es indudable que el patrimonio cultural puede generar una ganancia determinada, pero también habría que considerar que si se busca darle otra dimensión a la cultura y al turismo, se debe procurar que tales dividendos lleguen a las manos de quienes son poseedores de practicar, resguardar y transmitir esa herencia cultural que define nuestras raíces de pueblo mestizo.


La reciente elección de la ciudad imperial de Chichén Itzá como una de las «siete nuevas maravillas del mundo» se inscribe en esta lógica de comercializar la cultura, de prostituirla, si lo dijéramos descarnadamente. En el trasfondo de esta situación se perciben señales que pueden considerarse graves en cuanto a la defensa y conservación del patrimonio que es de todos los que habitamos este país: el asunto de la elección obedece a mezquinos intereses monetarios, de ávido reconocimiento internacional –hay que figurar en la larga fila de países, la globalización lo exige así–, de que se nos sitúe en el mapa del mundo, de que, como lo dijo El Chipotes hace días, incluyan nuestro nombre en algún libro de Historia Universal.


La cultura se vende, se comercializa, se vuelve espectáculo decadente cuando, hay que decirlo, debiera ser al revés: que no se concibiera como la cultura del espectáculo, sino como el espectáculo de la cultura, que también atraería miles de miradas hacia lo que debemos considerar un tesoro que no se puede exponer a una invasión bárbara de turistas ansiosos de pisar la mágica tierra de Chichént Itzá, como de tantas otras joyas de que disponemos en este país, a riesgo de que se le maltrate o se banalice su real significación.


Quizá, como bien lo apunta Carlos Emiliano Vidales en un texto que subió a la red mi buen amigo Pablo, lo más aberrante de este asunto sea la participación de la sociedad –tú, yo, nosotros, ustedes, ellos–, millones de incautos mexicanos que lo único que hicieron al responder al llamado fue contribuir al ya de por sí enorme caudal de un magnate suizo, quien tuvo la genial idea de lanzar la propuesta de la que la UNESCO (el organismo regulador de este tipo de patrimonio, con reconocimiento internacional) se deslindó totalmente.


No hay que pretender ser la ventana del mundo, sólo basta con correr las cortinas y, con toda parsimonia, asomar a la calle.

Miradas

Miradas

 

A menudo, cuando viajo en camión o en tren eléctrico, en el trayecto más de una mujer saca de su bolsa, mochila o morral un pequeño espejo para revisar si no se ha corrido el rimel, para aliñarse el pelo, para polvearse las mejillas, para corroborar que sus pestañas no han bajado su telón, para (re) pintarse los labios, para comprobar que sigue tal cual salió de su casa o lugar de trabajo.


Sucede otro tanto cuando voy manejando: en los altos tengo la costumbre de mirar a ambos lados y constantemente descubro que alguna mujer se está mirando en el retrovisor o en el espejo que algunos autos no sé si para ese expreso fin han puesto por encima de las cabezas del conductor y del copiloto.


En los aparadores de esas tiendas que lucen enormes cristales también puede descubrirse a alguna mujer mirándose, arreglándose el cuello de la blusa, el plisado de la falda o la línea perfecta del planchado del pantalón, o comprobando simplemente con agrado su delgadez o descubriendo con alarma su ligero aumento de kilos.


En los lugares públicos como cafés, restaurantes, teatros, salones de conferencias, museos, bares, cines, estaciones de autobuses, aeropuertos o líneas de ferrocarril, es casi una acción infaltable que la mujer se excuse para dirigirse al baño: las más, lo han confesado así, acuden a mirarse al espejo, ya sea para dar un retoque al maquillaje o cuidar el acabado del peinado. Todos los casos anteriores también aplican para algunos hombres.


A propósito de todo esto, una compañera de la oficina va una y otra vez al baño durante el horario de trabajo. El otro día dijo que sólo entra a verse en el espejo, y agregó que no le basta el que lleva en su bolso ni los retrovisores de su auto porque le gusta verse de cuerpo entero.


Con todo, me pregunto que habrían hecho todas estas mujeres –incluida mi compañera y también los hombres que tienen la afición de mirarse varias veces al día en un espejo– en el siglo XVI, cuando el espejo era costoso, muy poco común, y para colmo tenía que importarse de Venecia. Es decir, se trataba de un objeto que bien podía hallarse en los cofres que traficaban los piratas. En esa época sólo las clases acomodades tenían uno –no dos o tres–, y no una luna, sino sólo un pequeño rectángulo, que se le situaba encima de una palangana para que los hombres pudieran afeitarse. El espejo para verse de cuerpo entero no comenzó a fabricarse sino hasta 1880, y lo podía adquirir sólo la burguesía.


Hoy es un objeto tan banal, tan fácil de encontrar y comprar que, incluso, algunos se dan el lujo de romperlo; aunque, dice la voz popular, quien lo hace se acarrea siete años de mala suerte. Pero esto, como solía decir Tiluy cuando se daba largueza para contar sus aventuras que acababa entremezclando, es harina de otro costal.