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Vengo del corazón a mis trabajos

Día tras día

Luciérnagas

Luciérnagas

Mientras bebíamos cerveza en una casa alejada de la ciudad el sábado por la noche, se soltó un aguacero. En un rato parecía que el cielo se precipitaba como un condenado hacia la tierra. Y sobrevino lo que nunca sucede en este país cuando llueve –o sin lluvia–, se fue la luz. A oscuras, con unas velas dispersas por toda la terraza, y algunas lámparas de mano, seguíamos en la guaguara: sin música, sin vernos los rostros, pero a sabiendas de aquí estábamos y nuestras figuras eran más sombras que cuerpos vivos, iba transcurriendo la velada. De pronto, dos luciérnagas rompieron el velo oscuro que nos cubría, dos luciérnagas que comenzaron a bailar por sobre nuestras cabezas, dos luciérnagas que no paraban de moverse, dos luciérnagas que yo hubiera querido atrapar con mis manos, pero ni lo intenté ni creo que ellas se dejarían. Eso me hizo recordar aquel parentesco entre las luciérnagas y los relámpagos: ambos aparecen y desaparecen de un momento a otro, ambos iluminan el espacio que ocupan, ambos siempre son la abertura de un nuevo horizonte ante nuestros ojos, ambos son más poesía que otra cosa. Las luciérnagas, por un tiempo, han querido ser relámpagos; éstos, en cambio, nunca han querido ser luciérnagas, pero bien pudieran parecerlo si se lo propusieran.

 


...Maga, en tiempos de aguas las luciérnagas no vienen a menudo; cuando se asoman, responden, eso sí, las preguntas que tengo para irla pasando
A veces acontece que los relámpagos combaten con las luciérnagas...

Cuando la lluvia irrumpe no hay posibilidad de ver más allá de las ventanas; a lo lejos, cuatro luciérnagas le dan alcance a igual número de relámpagos, se montan en sus lomos, los doman apenas

...las luciérnagas que luchan cuerpo a cuerpo con los relámpagos me son insuficientes, y no queda más que dormir al acecho, con los ojos puestos a ambos lados de la calle...


Los relámpagos, filosos, se arrastran por el suelo; no hay luciérnaga alguna que los distraiga más...
En un último momento, la danza de una luciérnaga ha corrido de mano en mano sobre las azoteas de la ciudad...

 

(Fragmentos, “Carta a la Maga”)

Sofía

Sofía

 

«Sólo morir permanece como la más inmutable razón…», León Gieco

Sofía era una niña de siete años. Vivía con su madre al sur de la Bretaña, en Francia. Su madre, una mujer de 35 años, por cuestiones de sobrevivencia tenía que trabajar. Dejaba a su pequeña en la escuela y se marchaba a su empleo. Sus vidas transcurrían en la más llana cotidianidad, que se vio rota cuando cierto día la niña desapareció. Al llegar del trabajo su madre se percató de que Sofía no estaba en casa. Se dio a la tarea de buscarla, con la ayuda de algunos vecinos, agentes policiales y voluntarios de protección civil. Dieciséis horas después Sofía apareció. Muerta. La policía la encontró a las orillas de un río cercano a su escuela, bajo un puente que servía de escondrijo para maleantes. La noticia conmocionó a ese departamento francés primero, y a toda Francia después, en cuanto los medios divulgaron el hecho. Los informes de la policía arrojaron que Sofía no había sido violada, pero sí que alguien le apretó su endeble cuello hasta que ya no respiró más. Sofía cursaba el segundo grado de nivel básico, apenas había deletreado algunas letras y un sujeto enfermo ya le había leído, con los ojos fijos de odio, toda la historia de su vida en unos cuantos segundos.

Tras diez días de aquel suceso, la niña no había sido sepultada ni incinerada ni nada. La cuestión: su madre y su padre (aparecido en cuanto se enteró de la muerte de la niña) se disputaban ante un tribunal el derecho a hacer de sus restos lo que mejor les pareciera: ella pretendía darle sepultura en un panteón católico en la localidad donde vive su madre, la abuela de Sofía; él, de religión musulmana, quería llevarla a una mezquita e incinerarla.
¿Cuál de los dos se habrá salido con la suya? Lo desconozco. Mas lo preocupante son las disputas estériles en las que a veces nos enfrascamos. Sofía murió. No. Sofía fue asesinada. ¿En una mezquita o en un pantéon cristiano, al fin, ella encontró a alguien o algo que la pudiera liberar de aquel tipo que le apretó el cuello hasta que sus ojos, rasantes de miedo, de impotencia, de lágrimas, de dolor, de terror, de incomprensión, de incertidumbre, se detuvieron en el tiempo? La vida no siempre es una rueda de la fortuna. Pero la muerte siempre será la última rueda a la que nos subamos.

(Esta noticia fue publicada en un periódico francés en 2003.)

En estos días....

En estos días....

 

«En estos días, todo el viento del mundo sopla en tu dirección… Los mares se han torcido con no poco dolor hacia tus costas, la lluvia dibuja en tu cabeza la sed de millones de árboles, las flores te maldicen muriendo, celosas»
(Silvio Rodríguez, «En estos días»)

En estos días hace frío. Pero se trata de un frío que nos empuja al cobijo no por su crudeza, sino por su extraña calidez. No hay mejor clima que éste, dice la Chica Azul. En estos días llueve, a cualquier hora, lluvias fuertes o lloviznas, y se antoja meterse en la cama, o mirar, enchamarrado, por encima de las casas. (En estos días he recordado aquella vez en que en Tapalpa, trepado en el tapanco de una cabaña, miré el rojo de los techos resistir una tormenta por dos horas con la compañía de Susana, que estuvo todo el tiempo en silencio.) En estos días estoy aprendiendo a cuidar a «las nenas», como las llama la Chica Azul, y creo que no soy tan malo, lucen radiantes y hermosas apenas abro la puerta de la calle. En estos días también estoy aprendiendo a sortear mis manías y malas costumbres para no entorpecer el flujo de la cotidianidad que, por ser cotidiana, no trae precisamente lo mismo todos los días. En estos días he recordado particularmente a aquella mujer –llevaba vestido y zapatillas, después supe que no tenía nombre– que bailaba sola sobre las aceras mientras un chubasco la azotaba, su vestido acabó confundido con su piel; yo estaba sentado comódamente en un café, con un frío exquisito, sorbiendo un humeante americano –que, valga aquí la aclaración, ni es americano ni lo acostumbran los estadounidenses–. En estos días no hace falta desear mucho: lo que hay al alcance de la mano es suficiente para mirar la lluvia desde el otro lado, cuando todo lo mojado se vuelve abrazable. En estos días sobrevino el cumpleaños de la Chica Azul, un día que se abrió como el cielo cuando las nubes grises, con vientre bultoso de agua, se alejan para mostrar una claridad no vista antes. Al final, la lluvia coronó su risa y su esperanza en agua. En estos días siempre me hago el propósito de leer y leer más, de escribir y escribir más, de saber estar como lo hace el mar, que sabe estar en todo lugar; de ese mar en que uno se sumerge para fundirse en la vastísima paleta de colores que se despliega en un ofrecimiento que no puede rehusarse. En estos días no es posible correr cuando la lluvia se desata: hay algo que me ata al suelo, que me obliga a permanecer ahí detenido, de pie no obstante sentir el agua que va cuerpo abajo. En estos días he escuchado con particular renovado los discos de Silvio que sobreviven en casa. (A propósito –sin querer ser esnobista y alejado de toda pretensión culturosa–, alguna vez alguien me dijo que se parecía a Arjona; nublado por mi molestia y rabia por esa –así la considero– vil comparación, no pude hacerle notar que la primera diferencia entre ellos es suficiente para abismar uno de otro: Silvio compone historias –ya se sabe, se cuenta algo, con nudos climáticos y una conclusión que carece de estribillo pero es contundente, todo con un tono sumamente poético– y Arjona sólo escribe –su historia casi siempre es un lugar común y no rescata más que clichés ya citados hasta la saciedad por un sinnúmero de plumas–.) En estos días he redescubierto mi antigua afición por los días lluviosos, más allá del tinte melancólico que no se les puede desprender, éstos siempre vienen con un lomo en el que se puede escribir lo que se antoje. En estos días vino a mi mente aquel personaje del barrio de mi niñez: todos los sábados, empujando un carrito azul, pasaba por la calle vendiendo gorditas y puerquitos; aquel aroma que escapaba de la envoltura me ha rondado últimamente. En estos días hay cabida para todo lo que no ha tenido lugar antes.

Uno de estos días saldré a los charcos, a meterme en ellos…

Otra de arena

Otra de arena

“Cada aficionado encuentra en el partido un placer o una perversión a su medida”: Juan Villoro

 

Dice Juan Villoro que en México estamos acostumbrados a perder en muchas cosas, quizá se trata incluso de una vocación; pero de un tiempo para acá estamos adquiriendo una nefasta costumbre: perder en futbol con Estados Unidos (será la única vez que lo nombre aquí).

El futbol, digámoslo así, no es el deporte nacional, sino el único deporte que congrega multitudes, multitudes tan dispares y amorfas en ocasiones. Y estas multitudes ven contrariada su semana si al inicio de ésta –el domingo– el equipo de sus amores pierde en la cancha. Más allá de querer hacer aquí leña del árbol caído, mi pretensión es establecer por qué si México pierde, el país entero se sume en una especie de depresión que incluye el ecuador. Ya se sabe que en este deporte de las patadas se corren dos riesgos al aficionarse o al simplemente verlo como un pasatiempo dominical: si el equipo en el que están puestas las esperanzas carga con la derrota, eso dejará un resabio amargoso en nuestra disposición; caso contrario si se lleva la victoria, pues hasta cantantes noveles nos volvemos y lanzamos nuestros gorgoritos no sólo bajo la regadera. Y esto incluye a aficionados y a no aficionados, pues cuando juega México, se dice comúnmente, jugamos todos. Dicen los comentaristas versados y no tan versados, que México, al verse abajo en el marcador o alcanzado, se achica, se empequeñece, a esto obedece aquellos motes futboleros tan en boga años atrás: la Decepción Mexicana, los ratones verdes, el equipo del ya merito... Y, lo lamentamos, eso pudo haber sucedido en el partido de ayer.

Mientras miraba dicho juego, Godiva (así la llamaré) hacía comentarios de este tipo: antes de que acabe el primer tiempo el equipo contrario anotará un gol (como se sabe, resultó al revés, así que no dudé en espetárselo en la cara). Después continuó: en el segundo tiempo el otro equipo empatará, los mexicanos se van a ir abajo en su ánimo y el otro equipo anotará el 2 a 1 y ganará. Incluso porras a medias estuvo lanzando. Cabe aclarar que Godiva se confiensa aficionada mexicana, el asunto es que –así lo pienso yo– se niega a soñar, se niega a poner sus esperanzas en un equipo que –está convencida– le va a fallar, así, si ganan, ve con más beneplácito la victoria y, de paso, le callan la boca, más o menos esto argumentó (palabras más, palabras menos). Godiva, finalmente, acertó al resultado final, y para colmo se lamentó el no haber apostado, porque tuvo un doble acierto: en el ganador y en el marcador.

Cabe preguntarse qué se pretende con aquello de buscar no decepcionarse: ¿se puede ser aficionado a algún equipo, si se apoya al otro en un partido decisivo?, ¿qué clase de satisfacción es ésa en que al final de juego el aficionado se congratula de haber tenido razón en que su equipo perdería, y que asumió esa posición contraria para que al final del juego la derrota no lo desanimara?, ¿es mejor la comprobación de una fría tesis que haberse atrevido a soñar y a confiar aunque al final no se lograra nada?

Supongo que, como lo asienta Villoro, cada quien mira el partido desde su particular butaca, y es indudable que Godiva lo vio desde la suya, blindada por los cuatro lados por supuesto. En cambio, miles de aficionados en este país se ajustan a esta frase del mismo Villoro: “El aficionado in extremis lleva una pelota entre los oídos. Rara vez trata de defender lo que piensa porque está demasiado nervioso pensando en lo que defiende”. Quizá yo esté incluido en este apartado.

 

 

Mis escrituras del mar

Mis escrituras del mar

“Lo más impresionante del mar es ser el mar...”

(Eduardo Casar)

 

Hace algún tiempo, sentados en la arena, con las olas lamiéndonos los pies, alguien me preguntó qué sentía cuando estaba frente al mar; no recuerdo cuál fue mi respuesta en ese momento, pero si hoy me lo volvieran a preguntar, mi respuesta sería ésta más o menos: tendría que traer el mar y extenderlo sobre el muro que está detrás de mí, mirarlo por un buen rato y entonces sí, dar una respuesta que tuviera que ver con aquello de que el mar siempre está con uno, aunque no se haya visto ni una sola vez siquiera...

 

Esa noche había una noche en tus hombros
fue una noche en que quiso llover
en que el cielo se me figuraba un renglón de palabras
aleteando
tras de mí, sin ser apenas llovizna

Las soledades se asomaron curiosas
y se fueron sin respuestas,
cabizbajas
La noche olía a mar

Nocturnamente, casi al final toqué tierra firme
las olas ya no pudieron
abrirse
pero sí sus labios fríos

El mar se me figuraba un montón de cielos
claroscuros, y yo inventé otra noche
para morir

(Fragmento de “Esta noche huele amar o a mar”) 

 

(En post posteriores reseñaré dos cosas que ayer domingo 17 de junio me sacudieron: me he arrojado en parapente en la sierra de Tapalpa y vi un filme de Gaspar Noé –el mismo director de “Irreversible”–, titulado “Solo contra todos”, una película difícil de digerir, violenta, pesada psicológicamente).