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Vengo del corazón a mis trabajos

¿Qué es la vida?

¿Qué es la vida?




En el cielo había un avión, dos pájaros y nubes dispersas, diminutas. El avión hacía un fuerte ruido, sin embargo yo veía los pájaros: agitaban sus alas y en seguida planeaban sobre su vientre negro, las volvían a agitar y de nuevo se tiraban en esa hamaca que se forma cuando las corrientes de aire se encuentran.
En el suelo, por la acera, en dirección opuesta a la mía caminaba una mujer; parecía desorientada, alguien diría que andaba «volando bajo». Se detuvo a pocos pasos, miró hacia atrás, consultó su reloj, echó a andar de nuevo. Supuse que alguien la estaría esperando. Nos separaban no más de diez metros ya.
Momentos después pude verla entera. Arrastraba los pies, tenía los ojos embotados, el cuerpo crispado, su pelo lucía salpicado de basura y hojarasca, tropezaba a cada tanto, canturreaba, y su rostro era un cúmulo de tristezas.
Pasé de largo y tras unos pasos volví la cara: vi que se había detenido, apoyaba un brazo en un poste de líneas telefónicas, se inclinaba y levantaba la cabeza al cielo donde el avión ya no estaba pero los pájaros y las nubes, ya mutadas, sí.
De pronto, de lo más paradójico, me sentí desesperado. Me encaminé hacia ella. Como pensamientos fugaces, ideaba qué le preguntaría, qué le diría, cómo explicaría mi repentino interés en su historia. Miró de nuevo su reloj y reemprendió su caminata ahora por la calle, al filo de la acera, aprisa.
La tarde no tardaba en dejarse ir con todas sus luces, lo anunciaba que la calle estaba casi sola, excepto por la mujer, por un anciano y por mí. La fila de autos estacionados de maestros de la universidad iba siendo cada vez menos, y ese anciano que estaba a su cuidado dormitaba sobre un tambo verde que se sostenía en un extremo sobre un árbol ya seco, doblado, vencido en su intento de mantenerse erguido.
La mujer una vez más se detuvo. A esas alturas no nos separaban más de cuatro metros. Volvió el rostro con rapidez. Sus ojos encontraron los míos, como si los hubiera buscado con súbito interés. Quedé congelado allí, como cuando se juega a las estatuas de sal. Dijo algo que no entendí, sólo asentí. Volvió a hablar, calló, y concluyó con una frase más inentendible todavía. Lo único que atiné a decir fue «qué calor hace». Pese a que un momento antes había consultado la hora, en seguida le pregunté con nerviosismo: «¿sabe qué hora es?». La mujer ignoró la pregunta, me ignoró, ignoró todo y, tras subirse a la acera, retomó su camino. Había algo en ella que me hacía pensar que la había visto antes.
Quedé en blanco, desorientado; tras un momento me pregunté qué le sucedería a esa mujer, qué me sucedía a mí que iba detrás suyo sin saber lo qué ocurría realmente, sin saber qué era lo que yo buscaba interesándome en una mujer que bien hubiera podido pasar como una desquiciada. ¿O acaso el loco era yo? Había escuchado hablar de la identificación de las almas, pero la situación no tenía nada que ver con aquello, en principio porque no me estaba guiando por una atracción o interés amatorio alguno.
Me detuve. Los pájaros pasaron cerca de mí, persiguiéndose, esquivando objetos con limpieza. Un camión urbano circulaba a exceso de velocidad, se pasó la luz roja; un automovilista lo insultó. La mujer hizo caso omiso de lo que sucedía a su alrededor, seguía caminando, ahora con la cabeza gacha. Ni siquiera la levantó al cruzar la calle rumbo al parque a esa hora llena de enamorados.
Indeciso me detuve. Nunca me percaté de que el anciano de los autos se acercaba a mí, lo noté hasta que me dijo, tan cerca y clarito, que esa mujer se había casado no hace mucho, que había tenido unos gemelos, que había sido feliz, pero que no hacía ni tres meses que su marido y sus dos hijos habían muerto intoxicados en su misma casa por una fuga de gas de la estufa, por la noche; y que ella había podido salvar la vida gracias a la atención médica.
Otra mujer, con mandil y a la que le calculé algunos sesenta años, pasó junto a nosotros a la carrera. Al notar mi extrañeza el anciano se apuró a decir que era la madre, que no había día en que no saliera a buscarla.

¿A qué hay que aferrarse cuando sobrevienen este tipo de desgracias? ¿A vivir?

(Esta historia inició en una calle de la Consti-rock hace diez años más o menos, y concluyó ayer, en los alrededores del CUCSH.
-Para Luz, la hija de doña Tere, a quien por mucho tiempo llamamos doña Cacique.)

 

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