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Vengo del corazón a mis trabajos

Un acto solitario que se vuelve público

Un acto solitario que se vuelve público

 

El domingo por la noche recibí una llamada de mi hermana: «¿Te sorprende que te llame a esta hora? –preguntó. Sí, más o menos, –le dije. Me gustó lo que escribiste en el periódico de hoy –dijo con emoción». Y a partir de allí se desató otra emoción, en mí, interna, hacia mis orígenes, como si restallara una y otra vez contra mi cuerpo una vorágine que no menguaba. Ingenuamente pregunté entonces: «¿Lo leíste? Y ella dijo: Sí, aquí lo tengo en la mano, y estoy a punto de leérselo a Óscar –el hombre con el que vive». Hablamos un poco más y un rato después se despidió, antes de colgar me felicitó de nueva cuenta.

El texto que publiqué ese día –bueno, que me publicaron– hablaba sobre mi papá. En algunas partes de ese escrito asoman mis hermanos, incluida ella por supuesto. Quiero pensar que se identificó con la historia, con aquellas situaciones descritas, aquel mundo de paredes de ladrillo sin enjarrar y aire limpio a ráfagas, y le movió algo y decidió hablarme, cosa que agradezco enormemente. Supongo que las alegrías se aderezan aún más si se comparten.

Una maestra de la escuela –a quien algunos llamamos anciana decrépita por su manera de enseñar y la fortaleza física que atesora pese a su avanzada edad, aunque le reconocemos que tiene un conocimiento acumulado invaluable–, continuamente dice que la poesía que no te mueve algo por dentro no puede ser poesía. El texto del que hablo no es un poema, pero quizá quepa la misma aplicación de la que habla esta mujer, sobre todo para quienes de alguna manera se sienten protagonistas de lo que se cuenta.

Mucho se ha hablado –y se habla– de que el que escribe lo hace para los demás, no para sí mismo, por más que algunos se empeñen en asentar que lo hacen como un ejercicio catártico y sólo para satisfacer sus intereses. Estoy de acuerdo en que se escribe para los otros, al fin que la escritura ha de conducirnos al exorcismo de nuestros demonios y fijaciones, a la volcadura de las querencias y los anhelos –aquí está la catarsis–. Escribir –y publicar–, entonces, se convierte en una manera de darnos a los demás, escribimos para darnos a los demás, para compartirnos y desgajarnos y...

 

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