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Vengo del corazón a mis trabajos

Una década

Una década

 

Hoy, mi padre cumple diez años de haber muerto, tras un accidente automovilístico.

El hombre –Vicente– que describe Jesús Gardea en la novela «El sol que estás mirando», se parece en demasía a como era mi padre, sobre todo en su proceder para con su hijo David; es por ello que quise anotar este inicio de un capítulo de la novela. Vayan estas palabras como un recuerdo para él.

«Mi padre me llamó con un grito. No quise ir solo. Mi hermana y yo estábamos jugando y le pedí que me acompañara. En el camino me detuve para echarme unas piedritas a la boca. Los otros niños decían que eso daba buena suerte. Mi hermana me imitó.
—Tú no tienes necesidad, Fernanda –le dije.
—Sí. Así te ayudo.
Cuando llegamos donde se encontraba mi padre, Fernanda corrió luego a ponerse a su lado. Desde allí me lanzó una mirada triste, de compasión.
—Nada de lloriqueos –me advirtió mi padre.
Con él estaban los dos hombres que se habían pasado la mañana y parte de la tarde escarbando en el patio en busca de varias fugas de agua en la tubería. Uno de ellos fumaba sentado sobre un montón de tierra húmeda. El otro, cerca de mi padre, se examinaba, aparentemente desentendido, la palma de una mano. El que fumaba se parecía mucho a Leandro, el amigo de la casa.
Todavía estaba el sol alto en el cielo. La cabeza rubia de Fernanda ardía como un fuego manso. Miré hacia la bodega. Pensé en mi madre y deseé que entonces apareciera. El hueco que sentía en el estómago me iba creciendo. Mi padre tenía muy mala cara.
—¿Tú hiciste esto? –tronó por fin.
No supe qué contestar. Estaba solo, alejado de todos. Los poderes de mi padre me habían oscurecido.
—¡Responde!
Entonces vi lo que traía en la mano.
—Sí –dije, pero con una boca que no era la mía, sino la del miedo.
—¿Por qué? –volvió a tronar. Luego, se dirigió al hombre que tenía más cerca, el de la palma abierta, y le dijo.
—A ver, maestro Bastida, tráigame por favor el resto.
El hombre se dio media vuelta y fue y trajo un envoltorio de papel periódico no supe de dónde.
—Póngalos en el suelo –le dijo mi padre.
—Sí, don Vicente.
—¿Cómo cuántos serán, maestro?
—Quince, sin contar el que usted tiene.
—¡Quince!
—Dieciséis, don Vicente.
Yo ya no le veía la cara a mi padre, pero sí a mi hermana, que chupaba afanosamente las piedritas.
—¿Cuándo fue? –me preguntó mi padre.
—No me acuerdo.
Mi padre avanzó un poco hacia mí. Tenía unos pies grandes. Casi siempre traía arrastrando la valenciana de los pantalones y se la mordía al caminar. Esa tarde sus zapatos estaban manchados de lodo en la punta.
—Levanta la cara –me dijo– y óime bien.
Fernanda entonces regresó a mi lado. Se colocó entre mi padre y yo.
—Esos soldaditos a los que les arrancaste la cabeza y enterraste…»

Jesús Gardea, «El sol que estás mirando», fragmento

(Otro día ahondaré en la obra de Gardea).

 

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